Leopoldo Brizuela | Foto: Sebastián Freire

Miedo y memoria: una tercia

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Leopoldo Brizuela | Foto: Sebastián Freire
Leopoldo Brizuela | Foto: Sebastián Freire

El argentino Leopoldo Brizuela ganó en 2012 el Premio Alfaguara con la inquietante novela Una misma noche, que revive ciertas pesadillas en la historia reciente de Argentina, y, sobre todo, provoca en quien la lee esa sensación a veces tan común de vértigo frente a la oscuridad de algunos recuerdos: el miedo de bordear a tientas los lindes entre la memoria, la realidad y el sueño. Una novela que pulsa con firmeza sobre las llagas de la cobardía, el remordimiento y la culpa.

Pero ese valiente pulso quizás haya sido menguado por las circunstancias que rodean a una obra galardonada con un premio internacional como el Alfaguara. Al menos con esa impresión me quedé luego de participar como presentador del autor y la obra en una librería de Managua, el mismo año de la premiación.

Mi impresión final, luego de la lectura de una reseña y una muy parca conversación con el autor frente al público, fue que el Premio Alfaguara le dio tal resonancia a la novela que, el propio autor, por miedo, auto represión o cautela, se sintió íntimamente obligado a no subrayar en sus declaraciones públicas los aspectos más tenebrosos que en el fondo subyacen en ella.

Pude notarlo en su negación a mi insistencia por abordar el punto, en mi opinión más importante, que acaba por denunciar la novela; es decir: la sobrevivencia e impunidad, a lo largo de más de cuatro décadas, de ciertas fuerzas oscuras entre las estructuras de inteligencia y contrainteligencia en Argentina.

A la luz de algunos acontecimientos en ese país sudamericano, sorprendido por la súbita y misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman, quien preparaba un informe para el congreso acerca del presunto encubrimiento oficioso de diversos funcionarios, incluida la actual presidenta, del peor de los atentados terroristas en la historia argentina; la novela de Brizuela adquiere una actualidad reveladora.

Sin embargo ­–y es mi personal impresión–, probablemente el autor, en estos precisos momentos esté cruzando los dedos para que nadie recuerde la obra, ni las implicaciones –ahora vemos qué tan importantes– de su trama. ­

Brizuela nació en La Plata, Buenos Aires, en 1963. Además de narrador es poeta, traductor, músico y periodista. Ha sido colaborador de suplementos literarios y coordinador de talleres de escritura creativa; detalle, éste último, que nos hace suponer que la novela está construida sobre ciertos elementos autobiográficos mezclados con hechos reales e imaginados.

Alfaguara
Alfaguara

La trama de Una misma noche empieza a desarrollarse cuando, una madrugada del 2010, el escritor Leonardo Bazán (protagonista y voz narrativa de la novela) atestigua desde la ventana de su casa el asalto de un grupo de paramilitares a una residencia vecina en un barrio de La Plata. El asalto despierta en Bazán un viejo recuerdo: en 1976 también fue testigo (y quizás cómplice), junto a sus padres, de un asalto parecido a esa misma casa, en los albores de la dictadura militar.

Es un recuerdo que Bazán, entonces de doce años, había arrumbado en los siempre traicioneros confines del olvido. Ahora se propone enfrentar un proceso complejo y angustioso para entender las implicaciones profundamente individuales (aunque inevitablemente evocadoras de un trauma colectivo) de ese recuerdo; algo que sólo logrará con la escritura, específicamente con la ficción; con la novela.

Narrada en primera persona, como la historia del proceso de escritura de la misma novela o como los apuntes de un investigador o un psicólogo que, pista tras pista y recuerdo tras recuerdo, se indaga a sí mismo y abre las compuertas de su propia historia pero también de la Historia (con mayúsculas), Una misma noche explora el funcionamiento de la memoria y sus intrincados conflictos con la realidad y el sueño. También, inevitablemente, abre una posibilidad de reflexión acerca del papel del ciudadano frente al poder.

Aunque es una novela seria, es también una novela, digamos, del género negro, puesto que asume la intriga como valor novelesco. “Un thriller existencial, perturbador, hipnotizante”, ha dicho Rosa Montero, presidenta del jurado que otorgó el premio.

La historia transcurre en dos tiempos: entre 2010, cuando el asalto de los paramilitares a la casa vecina le recuerda al protagonista el asalto anterior, hasta entonces dormido en su memoria, y 1976, cuando ese viejo recuerdo empezó a cubrirse de telarañas. Ese recuerdo del 76, que Bazán nunca había podido recobrar con claridad, empieza a obsesionarlo y lo lleva a investigar qué fue lo que en verdad ocurrió.

Pero en ese anterior asalto, los miembros de la patota (los paramilitares) llegaron a su objetivo (la casa vecina) utilizando como plataforma o punto de operaciones la casa de los Bazán, donde el padre, un antiguo recluta de la Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada, no solo presta colaboración, sino que los acompaña en el asalto.

El niño Bazán, que ha subido a una escalera para ver desde el borde de una tapia lo que hacen aquellos hombres cuando ya están al otro lado, es efectivamente testigo de casi todo: su padre pateando la puerta de los vecinos.

“Ellos, tan elegantes, y él en ropa de cama. Él, viejo y aindiado, y ellos jóvenes y altos. ¿Con qué expresión en los ojos, tras los anteojos negros? ¿Aprobación o burla?”.

El niño baja la escalera con sigilo, regresa a su casa y olvidándose de su madre se refugia en el piano. Se sienta en el taburete y se pone a tocar. Mientras dura el asalto él ensaya la Polonesa en Sol Mayor, para Anna Magdalena, de Bach.

“No habría querido ver lo que vi… La cara de mi padre pateando la puerta ¿Por qué no piensa en nosotros?… Que nadie más la haya visto es mi único consuelo”.

La novela está dividida en cuatro partes: Novela, Memoria, Historia y Sueño, y cada una de esas partes, presumo, está narrada desde la perspectiva o la atmósfera de cada uno de esos ámbitos. Como ante toda buena novela, me asalta la pregunta de si es la ficción literaria, auxiliada del sueño y otros más oscuros acicates a la memoria, la mejor manera de entender nuestras propias historias individuales y de paso la común historia de nuestros semejantes, con todo lo que eso significa.

Porque la realidad es difícil de contar: todos la percibimos desde distintas perspectivas. En alguna novela del estadounidense Paul Auster leí que las cosas recordadas tienden siempre a subvertir lo recordado, es decir: lo que se recuerda y lo que se cuenta (o lo que se sueña y se cuenta) nunca se corresponderá con lo que en realidad ocurrió.

En un pasaje de la primera parte del libro el protagonista sube a la planta alta de su casa, a escribir, y se dice a sí mismo:

“Lo que tengo que hacer, de una vez, es narrar lo que sucedió esa noche. Una novela… Y comprendo que la escritura es una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente. Y eso me alienta a empezar: no como quien informa, sino como quien escribe”.

Más adelante, dice:

“¿Qué es el bloqueo de un escritor? No la simple incapacidad de escribir, sino de escribir de acuerdo con su verdad más profunda: conectado a la imaginación con el centro oscuro de la personalidad que exige salir a flote en forma de relato”. Y después: “Cuando una experiencia se calla durante tanto tiempo, y ya no puede distinguirse si fue real o imaginaria… sólo el cotejo con la realidad puede sacarnos de la duda”.

Todo eso me parece una confirmación de algo que, creo, el autor seguramente comparte con muchos otros narradores, digamos, serios: que desde el ejercicio de la ficción se puede llegar a una mejor comprensión de la realidad, esa materia indescifrable o inasible que vive dentro y fuera de nosotros, hasta en el sueño.

Hago recuento de algunos pasajes interesantes que he subrayado:

Cuando el narrador conversa con el personaje Miki, y hablan sobre los primeros apuntes del protagonista, surge una pregunta:

“¿Hay algo concreto que no pudiste contar, algo que se te haya quedado afuera? Y de pronto, casi sin pensarlo, como una extraña floración de esa exacta y sola circunstancia, digo: Mi padre. Y siento que es mi padre quien me apunta desde el fondo del bosque de la memoria”.

“Cuando mi madre vuelve a casa, yo la abrazo. No les ha dicho a las Kuperman (las vecinas asaltadas) que mi padre acompañó a la patota por los fondos. Yo tampoco le he dicho que mi padre les rompió la puerta. Esa profunda solidaridad une dos coartadas. Siento un extraño alivio: al fin pasó el vértigo que yo sentí al subir por aquella escalera… Y ahora, a dormir. A empezar el olvido”.

Como en los viejos laboratorios fotográficos donde las figuras surgen poco a poco del papel bajo el líquido revelador, así, ahora, ante Bazán, junto a su secreta complicidad, se hacían visibles aquellos hombres que había creído del pasado:

“Guardianes de ese orden secreto que nos rige, y que yo, más que nunca, me proponía descubrir escribiendo”.

Cuando conversé con el autor durante la presentación del libro en Managua, fue para mí inevitable intentar indagar acerca de las implicaciones más bien colectivas y catárticas que un libro como este puede tener en Argentina, y quise hacerle la misma pregunta que los editores se hacen en la contratapa: ¿Cómo es posible que una estructura criminal, montada décadas atrás, todavía exista y que la gente siga reaccionando de la misma manera, con el mismo miedo?

Entonces comprendí que el miedo como metáfora de la novela, trascendía de una forma misteriosa el ámbito literario y se instalaba en el mismo sitio de donde surgió: en el alma del propio Brizuela, y por consiguiente en el alma de los hombres y mujeres que vivimos bajo las condiciones de una realidad en efecto atemorizante.

Me di cuenta que el interés del autor, al menos esa noche, era olvidar todo eso y que nos concentrásemos más bien en abstracciones sociológicas, sicológicas o existenciales acerca del texto; por ejemplo: en la indagación de los comportamientos individuales en determinadas circunstancias, y por supuesto en la misteriosa función del sueño y la memoria en el proceso de escritura.

Entonces recordé lo que el autor dijo en una entrevista: que Una misma noche es también una reflexión acerca de cómo se forja la masculinidad, un proceso que se ve mucho más claramente en tiempos de violencia. Y por ese punto de interpretación Brizuela insistió en redundar durante la presentación de su libro en Managua.

Pero esta novela es también una indagación (y lo señaló el jurado) “sobre la esencia del mal y nuestra corresponsabilidad en la violencia y la injusticia”. Cito de nuevo un fragmento de la obra:

“Creyendo buscar la verdad sobre Diana Kuperman, se me había abierto el misterio de mi propia cobardía… Creyendo salvarme, había entrado lenta, plácidamente, en la maquinaria. El miedo al miedo”.

¿Qué tanta potencia tiene el miedo como para modificar los recuerdos de alguien? ¿Cuál es la responsabilidad civil de quienes, como el narrador (incluso siendo un niño), en cierto momento vieron hacia un lado ante las acciones de un régimen represivo? ¿Hasta dónde, en estos casos, se es víctima o se es cómplice del verdugo? Son preguntas que me sigo haciendo, y no es precisamente el autor quien tiene la obligación de contestarlas.

Erick Aguirre

Erick Aguirre Aragón (Managua, 1961). Es escritor y periodista. Ha publicado poemarios, ensayos y novelas: ‘Pasado meridiano’, ‘Un sol sobre Managua’, ‘Conversación con las sombras’, ‘Con sangre de hermanos’, ‘Juez y parte’; ‘La espuma sucia del río’; ‘Subversión de la memoria’, ‘Las máscaras del texto’; ‘La vida que se ama’ (Poesía, 2011), ‘Diálogo infinito’.

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