Miroslav Krleza | Foto: Xordica Editorial

Al filo de la razón

Xordica Editorial publica una aguda novela de Miroslav Krleza en la que disecciona la sociedad provinciana y la vida burguesa de los años treinta

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Miroslav Krleza | Foto: Xordica Editorial

«Rodando toda la vida entre desagradables cantidades de estupidez humana, a veces tenía la sensación de estar en el buen camino para apartarme y empezar a seguir la senda de mi propia lógica, pero luego siempre ocurría algo que me confundía, de manera que nunca di el último adiós consecuente a todos ni viví mi propia vida. La guerra, los viajes al frente, mi amor desgraciado y turbio con Vanda (una medio húngara fantástica, exaltada), un giro completo en mi vida, la carrera, el matrimonio con Agneza, tres hijas en siete años, un relativo bienestar material, prácticas en los juzgados, exámenes, trabajo en la administración pública, viajes por el extranjero, una casa recién construida, hijas recién nacidas, enfermedades en el hogar, obligaciones sociales, la oscura e inmóvil pereza innata de los humanos, todo eso era en realidad una olla bastante grande y pesada llena de espesa mermelada negra dentro de la cual uno no pasa hambre, pero acaba bastante pringado, como con cualquier mermelada».

La estupidez humana parece ser un fenómeno a prueba de cualquier tipo de cuestionamiento, tan homogénea, omnipresente y autosuficiente que se diría de origen divino y con carácter de constante universal. Su supervivencia y el mantenimiento de su dominio está bajo el cuidado de un selecto grupo de individuos mediocres, falsos e inútiles, por lo general funcionarios, militares o simples burócratas —con la proporción equivalente de servidores de Dios— permanentemente ocupados en crear impedimentos para los procesos más sencillos y en imposibilitar el progreso de resolución en los que puede rastrearse alguna señal de dificultad.

Xordica Editorial

El poder abductor de la estupidez es inconmensurable: jamás le faltan aliados, públicos o privados, que procuren por su progreso; pero es que, además, sus tentáculos se han imbricado en el sistema hasta tal punto que este se halla encaminado hacia ella por pura inercia: «Con la gente, acaba uno apestado, pero se está caliente».

Cómodamente instalado bajo el cobijo de esa estupidez, el protagonista de Al filo de la razón (Na rubi pameti, 1964), de Miroslav Krleza, un abogado con una forma de vida canónica —casado, padre de tres hijas, vivienda en el centro, buen empleo en la industria nacional—, da vueltas y más vueltas en el carrusel de feria cuyo movimiento es pura ilusión, un mundo de pura apariencia en el que todo es un remedo de la realidad que se sostiene únicamente por la fe de los participantes.

«Porque un hombre puede llegar a los sesenta años sin haber vivido nunca, ni por un instante, su propia vida. Primero los diversos fastidios de una infancia atolondrada y dispersa, después el romanticismo, las guerras, las aventuras, las mujeres y las borracheras en el arrebato medio enceguecido de la juventud temprana, todo fue, ¿cómo decirlo?, al galope; uno no tiene tiempo ni de volverse en esa carrera alocada de acontecimientos y caras y, cuando me detuve para recuperarme por fin y averiguar serenamente lo que me sucedía, resultó que en el espejo se estaba mirando un vejete desfallecido, con ojeras y paradentosis, un ridículo pellejo inflado con la nuca grasienta y la papada hinchada de gallo, figura triste de un imbécil calvo seboso y vago que sujeta en la mano una espada de madera de juguete, convencido, un tanto paranoicamente, de que esa frágil caña es una espada de puro testimonio moral con el que se puede combatir por el honor de la bandera y la honradez contra una entera civilización pequeña, atrasada y ridícula».

Es el dominio de las pautas de comportamiento fijadas, inamovibles, basadas en la pura apariencia, con respuestas establecidas a las que no se permite variación. Cualquier alteración, incomprensible para los elementos convencidos, es una falta imperdonable que se castiga con el destierro al desierto de la realidad. En virtud de ese corporativismo, cuando el protagonista le afea a su anfitrión, un potentado socialmente respetado en virtud de aquella estupidez irreductible, su responsabilidad en un incidente que acabó con la vida de cuatro personas, el procedimiento de autodefensa del sistema se pone en marcha para eliminar a ese elemento discordante, un proceso del cual la expulsión es solamente el primer paso.

«En nuestra pequeña urbe de cotorras, el incidente del viñedo adquirió proporciones escandalosas. Empezó una cacería en la que yo me encontré de la noche a la mañana completamente solo en medio de un avispero envenenado de prejuicios y de estupidez ignorante. Todo comenzó tontamente, igual que la Invitación al vals de Carl Maria von Weber, la pieza preferida de la hija del farmacéutico, mi esposa Agneza».

La calumnia, el recurso de los que no pueden o no saben recurrir a la razón y carecen de argumentos que se sostengan en la verdad, se extiende como una mancha de aceite en la engreída comunidad cuya moralidad se ve cuestionada cuando se ha censurado a uno de sus más ilustres representantes. Consciente de la realidad de sus conciudadanos pero, a pesar de ello, sorprendido por la reacción unánime de quienes hasta ese momento se consideraban sus colegas, el protagonista, en lugar de retractarse —el puente de plata le es ofrecido con insistencia como la solución menos onerosa para ambas partes— y de convertir la tempestad en un desgraciado incidente incapaz de alterar el benévolo clima de sumisión y adulación, toma la determinación de desenmascarar, al precio que sea, la hipocresía de aquellos que, antes del incidente, reían sus gracias con la misma fiabilidad con que ahora levantaban falso testimonio contra él. De hecho, si de alguna cosa se arrepiente es, siendo como era consciente de la putrefacción de la buena sociedad local, de no haber levantado con anterioridad el velo de esa calavera que se hacía pasar, con el beneplácito de sus fieles, por una Isis en realidad nada misteriosa.

«Al tratar a la gente como inválidos o enanos dignos de lástima, tenía mi propio método, un método de compasión y simpatía por los infelices que no se habían construido un juicio propio, suyo, original, y por lo tanto no podían tener ni moral ni voluntad propia, y no tenían la culpa de ser en nuestro àspic nacional la masa gris blandengue, cocida, mediocre, del analfabetismo generalizado, de la falta de cultura y de la parálisis».

La primera víctima de un linchamiento colectivo no es quien lo padece sino la verdad; la segunda, la razón; y la tercera, la realidad. La verdad es vencida por la unanimidad premeditada y cómplice, siempre del lado de quien ostenta el poder; la razón sucumbe ante el predominio de las circunstancias, que cambian el marco de referencias para adecuarlo a cada situación; y la realidad desaparece en su conflicto con el relativismo y la adjudicación del mismo valor para todas las opiniones. En cuanto al objeto del linchamiento, acaba convertido en una marioneta inerme en quien la sociedad biempensante descarga sus propias frustraciones, llevadas en volandas a través de los límites de su estupidez.

La hetereogénea jauría de hipócritas que declaran las hostilidades al protagonista lo hacen en nombre de la moral; de hecho, este los agrupa bajo la condición de moralistas, aunque las razones que aducen tienen más que ver con la estrechez de miras, con la defensa a ultranza de uno de sus elementos más destacados y con las convenciones de clase que mantienen al grupo en un remedo de unidad y de coincidencia de intereses, una ficción producto de la sugestión en la que cada elemento consigue su cuota de influencia y de poder, una ficción que no puede permitirse la menor discrepancia si quiere mantener una cohesión interna que favorezca su mantenimiento.

Ningún estamento social puede sustraerse a la influencia de los moralistas y actuar de forma neutral, ni siquiera la justicia y sus instituciones asociadas. Inculpado gracias a una acusación falsa y con pruebas amañadas de manera ilegal, el protagonista, que renuncia inicialmente a su defensa aceptando los cargos que se le imputan, es juzgado por un tribunal corrupto en un simulacro de juicio cuya sentencia está dictada antes de su celebración, hallado culpable de todas las acusaciones —y que tienen que ver con la moral y no con hechos delictivos— y condenado, no sin antes recuperar su derecho a la defensa y poner en evidencia el pasado delincuente del denunciante y su recusación del juez encargado del caso por prevaricación, a una breve estancia en la cárcel por haber atentado contra el honor del más digno de los representantes de la comunidad.

«Yo, por supuesto, no puedo probar que Domacinski tenía la intención real de dispararme, no puedo probar que sacó el revólver, no puedo probar nada de nada respecto a Domacinski porque Domacinski no es un hombre, no es un individuo, no es una figura concreta, sino que es un concepto, una imagen, es toda una situación condicionada por circunstancias y relaciones sociales, así que, ¿qué sentido tiene reñir con cañones, con arsenales, con barcos de vapor, con chimeneas, con clavos patentados y orinales de latón que se exportan a Persia?».

El mundo tal como lo conocemos y del que la sociedad provinciana de la que forma parte el protagonista de Al filo de la razón no es más que una muestra representativa, se desenvuelve a golpe de prejuicios morales, de «visiones del mundo» tan parciales como interesadas.

«Una «visión del mundo» la que sea, de quien sea y consagrada donde sea, se compone siempre de una serie de imágenes, ideas, emociones, que han analizado y desarrollado intelectualmente unos cerebros, sin ninguna duda perspicaces, incluso podría decirse que capaces, pero a pesar de todo lo suficientemente ladinos como para ponerse al servicio de una mentira consagrada que viaja en coche cama mientras miles de personas agonizan, que se refresca a la sombra de abanicos egipcios como una momia viva en su silla de oro mientras millones de personas se pudren a causa de la peste».

La supervivencia de ese tipo de sociedades depende de dos factores relacionados con esos prejuicios: de la posesión de una elaborada «visión del mundo» propia y del índice de compatibilidad de ese prejuicio con los correspondientes a los que sustentan posiciones de poder. En todo caso, la incompatibilidad no es una falta grave porque puede subsanarse —mediante la negociación o la imposición, la dádiva o el soborno; los medios son innumerables y existe una gradación infinita de las intensidades—, lo realmente grave, el individuo peligroso es aquel que se niega a poseer una de esas «visiones del mundo» y lo somete todo al dictado de la razón.

«â€”Usted no comprende una cosa, querido joven, que las «visiones del mundo» se enjambran a lo largo de los siglos como las chispas de las hogueras de mayo. Todas esas innumerables «visiones del mundo» que conocen la respuesta de cada pregunta, y la solución de cada enigma, titilan en la oscuridad de la conciencia humana desde hace una eternidad, quizá veinte o treinta mil años. Estas «visiones del mundo» saltan como chispas de un tizón para apagarse a los pocos segundos, mientras que las tinieblas de la conciencia humana, ya lo ve, siguen siempre igual: ¡igual de densas, igual de enigmáticas e igual de oscuras! […] Como en las selvas malayas reptan las culebras repugnantes, así reptan miles y miles de «visiones del mundo» por este globo terráqueo, y a ver quién es capaz de orientarse sin temor en esta aglomeración de realidades vitales y de creerse a salvo de cualquier peligro intelectual, seguro de que mañana nadie echará su «visión del mundo» a la basura entre los montones de chatarra […] El que cree que su «visión del mundo» es una verdad científicamente verificada y por lo tanto sabe y no cree, o «cree porque sabe», es exactamente igual que un creyente que cree no porque sabe, sino porque no sabe que no sabe, es decir, que cree».

La estancia en la cárcel, que de ninguna manera representó ni un tremendo castigo ni la supuesta rehabilitación, le sirve al condenado para reflexionar acerca de su situación y, sobre todo, para convocar episodios de su pasado, en la época en que no había caído aún bajo las garras de esa sociedad dominada por la hipocresía y la pretenciosidad, cuando era posible dejar pasar el tren que conducía a esa estación sin retorno. Es en su reclusión donde recupera su fe en el ser humano no manipulado por el interés ni sumergido en la malevolencia, en el hombre común con atributos comunes y aspiraciones comunes, de mirada franca y requerimientos inocentes; ese hombre corriente —como su compañero de celda, un pobre  diablo que pasó sus mejores años en los campos de batalla y que, aunque sin estudios, llegó a comprender el verdadero sentido de la vida y la esencia de la humanidad—  que él tuvo a su alcance y que desechó ante el oropel de la burguesía y el ansia por la notoriedad.

«Es una noche estival, pero ya hay hojas enfermas. Esta mañana el viento trajo a la ventana de nuestra celda una hoja amarillenta, tísica, medio podrida, con las manchas inequívocas de la muerte. En el patio de la prisión había estacionado una carreta de campesinos: descargaban leña en la leñera, y yo, observando la mezcla caótica de paja y orina, bosta de caballo y corteza de haya (que había quedado después de la entrega de la madera), descubrí en el barro una castaña olvidada, arrancada, medio madura. Este fruto había llegado rodando al patio gris y alguien lo había aplastado con el talón de metal, quedando de manifiesto que, en sí misma, en su interior, en su conciencia más oscura, esta castaña ya estaba completamente preparada para la muerte: en la redondez interior del fruto, lechoso y durante el verano hinchado y jugoso, empezaba a esparcirse el color de la madurez en un tono marrón claro, como de café con leche, por lo tanto, del propósito alcanzado, del círculo cerrado, del acabamiento, de la insustancialidad, del fin, es decir, de la muerte».

Del mismo modo que la reclusión no consiguió quebrar sus principios, tampoco sus enemigos consideraron satisfecho su afán de venganza y retomaron su censura, ahora pública y explícita, corregida y aumentada como si el tiempo en que el protagonista estuvo fuera de su alcance se hubiese acumulado la presión que ahora, de nuevo a su merced, se liberara en una sola explosión: acusaciones en público, confirmaciones de rumores, altercados en lugares concurridos, denuncias falsas, testimonios amañados, impertinencias malintencionadas y campañas de desprestigio orquestadas por periódicos sobornados.

«Para ser más precisos: allí yace masacrado el concepto de ser humano. Han degollado al hombre. Han masacrado al hombre como tal y, en una noche oscura, lo han enterrado para siempre en un viñedo. ¡Y el resto no es más que puro decorado! Aquellos que han liquidado el concepto del hombre tienen escultores que les erigen monumentos, pueden tener moralistas que argumenten científicamente la necesidad de semejante cirugía política, pueden tener periódicos, su prensa que en interés de sus dividendos falsifica los hechos, se pueden escribir monografías sobre ellos en lujoso papel holandés con impresión a cuatro colores […], para ellos se puede organizar un ejército entero de «visiones del mundo» oportunas, pero, a pesar de todo, bajo sus victorias, bajo esos banquetes solemnes y los fuegos artificiales, bajo el estruendo de las campanas de iglesia y de las rotativas, bajo el abucheo pagado y el alboroto cotidiano de la estupidez y de la infamia, subyace una verdad irrefutable: el concepto del hombre, degollado, masacrado, violado, ensangrentado…».

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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