La nostalgia, la obsesión, las luchas de poder que provoca la diferencia de edad. Absurdo insistir en que, a veces, una novela no es un artificio realista: es la realidad misma:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mÃo, alma mÃaâ€.
Caà rendido a los pies de aquella nÃnfula cuando la conocÃ, siendo ambos adolescentes. Desde entonces, el libro que lleva su nombre se ha convertido en una de las pocas obras de ficción que leo una y otra vez, década tras década, y cada vez me parece diferente, como si su hacedor, el ruso, nacionalizado estadounidense, Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899 – Suiza, 1977), y su heroÃna, me estuvieran persiguiendo de por vida.
A los cuarenta años de la muerte de su autor, he vuelto a leer Lolita (1955; Anagrama, 2016. Traducción de Francesc Roca) para rememorar “una y otra vez esos infelices recuerdos†de Humbert Humbert, el protagonista perseguido por la sombra tenaz del deseo, “la grieta que escindió [mi espÃritu] hasta hacer que mi vida perdiera la armonÃa y la felicidadâ€. He vuelto a seguir el desafortunado periplo del pervertido en pos de su vÃctima con descripciones demasiado escabrosas para el placer (“Lolita era mÃa, la llave estaba en mi mano, mi mano estaba en mi bolsillo, Lolita era mÃaâ€). Cada instante de esa turbia relación ha sucedido de nuevo, frente a mis ojos.
Disquisiciones sobre la existencia humana salpican la narración, y le dan su borde irónico, afilado (“lejos de ser una indolente partie de plaisir, nuestro periplo fue un duro y tortuoso ejemplo de crecimiento teleológico, cuya única raison d’être (…) era mantener a mi compañera de un humor aceptable entre beso y besoâ€). Me he dejado engañar con placer por ese juego de manos donde se nos invita a creer que no estamos leyendo una historia inventada, sino un trozo de vida, sólo que, por supuesto, lo que estamos leyendo es ficción, basada en una obra original, cuya naturaleza sólo podemos adivinar. Una idea, a la vez simple y vertiginosa, que el autor de Pálido fuego (1962) ejecuta con la despreocupación de quien lanza una pelota al aire.
El presente deambula por las páginas de esta historia como lo harÃa un fantasma (“no concibo para mi miseria otro tratamiento que el melancólico y muy local paliativo del arte expresado con claridad y concisiónâ€). Todo forma parte del apretado nudo corredizo del estilo al que nos tiene acostumbrados el narrador de, entre otras, Ada o el ardor (1969). Se abandona el lector a ese “deseo de hundir mi rostro en tu falda plisada, amor mÃo, sin segundas intencionesâ€. Las chispas de la prosa se unen para formar un todo complejo (“Rodé sobre él. Nosotros rodamos sobre mÃ. Ellos rodaron sobre él. Nosotros rodamos sobre nosotrosâ€). Cada observación penetra en nuestra imaginación con la fuerza de un meteorito.
El viaje del abusador y la abusada a través de la geografÃa norteamericana no es sólo geográfico, sino también sentimental: arroja luz y reconocimiento a la locura en el corazón de esta deslumbrante saga. Pero toda trama es subsidiaria cuando un relato funciona a muchos niveles, como lo hace Lolita, un libro tan exuberante como controlado, tan ingenioso como alusivo, y, sobre todo, tan bien escrito. Puede ser muchas cosas a la vez: una historia de amor; una inquietante fábula sobre el maltrato infantil; un elaborado juego del lenguaje, en definitiva, entre el texto y el subtexto.