Cuando empiezo a leer BahÃa Blanca llueve en Buenos Aires. No lo hace de forma triste, ni tampoco alegre, sino llana y simple. Voy a decirlo asÃ: insistente. La lluvia moja la ciudad como una evidencia. Avanza sin la posibilidad de impedimento alguno, con la misma certeza de quien se percata de que ha dejado de amar.
Yo me tumbo en la cama y leo, tranquila, resignada, contaminada en un principio por el sentimiento porteño de que si el dÃa no es luminoso es casi conveniente matarse. Pero me niego al desmoronamiento. Digo no. Me convenzo entonces con la idea de que en ese momento, en ese ahora preciso que ya es pasado hoy, me dedicaré a viajar al sur con Mario Novoa, a la negación absoluta, a la ciudad que se define a partir del no. BahÃa Blanca, nombre de tango que las orquestas se niegan a tocar y aún las parejas a bailar, un lugar del que todo cuerdo desea irse, un espacio en el que conviene tocarse un huevo al llegar -o una teta en su defecto-, por aquello de espantar a la mufa.
Cuando, pocas páginas después de abrir el libro llego allá, a él aún no lo conozco. Sólo sé que ha dejado atrás la capital en busca de información sobre MartÃnez Estrada, un escritor al que adjetivar como fructÃfero es escaso, un productor incansable de textos de una temática tan extensa que cubrir una investigación sobre su obra total resulta casi un trabajo hercúleo. Y sin embargo ahà se va el profesor Novoa que, al contrario de todos los habitantes de BahÃa Blanca, está razonablemente feliz con su estancia en uno de los lugares más denostados de toda Argentina. Porque el académico que no alardea de ser tal sino más bien todo lo contrario, viaja a la ciudad del no para construir una nueva forma de vida dentro de la suya propia. Ese es el objetivo.
Novoa, el señor Mario, se instala en BahÃa Blanca con la firme decisión de crear olvido, de producir ausencia de memoria, de evitar el recuerdo, de borrar una vida pasada que ya no es. Y, la verdad, casi lo consigue. Lo que pasa es lo que suele ocurrir siempre. Ya se sabe que cuando uno cree tenerlo todo bajo control siempre aparece alguna esquirla, algún cabo suelto, alguna pregunta impertinente que hace explotar toda la construcción por los aires. A Mario le sucede, ¿cómo no le va a suceder? Justo cuando trastabilla en su objetivo es cuando me entero de su nombre, también de su vida anterior, de las razones reales por las cuales estamos pasando esta mañana de lluvia en Buenos Aires a 636 kilómetros de ahÃ, en la ciudad portuaria del no.
Y Mario, pasados unos dÃas, se ve obligado a volver a la capital, a su departamentito insulso. Es ahà cuando me muestra su vida en toda su plenitud: su rutina insostenible. Le acompaño en su observatorio habitual. Novoa, el abandonado, sólo vive lo que se le aposta ante los ojos. Se instala en la épica a través del boxeo que traduce una pantalla, se anquilosa en un banquito de una plaza viendo lo que ocurre tras el marco de la puerta del balcón de su antiguo piso. Sabe de sobra quiénes viven ahora en él, qué enchufes están utilizando, cuántos muebles les deben de caber en el espacio austero del comedor o si conviene o no proteger la reja del balcón para que un bebé no corra peligro de caer al vacÃo. Mario vuelve una y otra vez a lo que no pudo ser y no se engancha con nada. Edifica casualidades que por lo mismo son imposibles. Lo que le pasa es que él está perplejo aún, después de tantos años. Él que habÃa estado seguro de que lo suyo iba a ser realmente eterno, que nada que ver con los naufragios que ocurrÃan en las parejas de alrededor, que su amor era imperturbable. Él, digo, no puede creerse que ya fue, que la chica que conoció en la LibrerÃa Tilde en la que trabajó resulta que no, que ya nada más nunca, que se acabó, que ella le amó, sÃ, pero que ya no más. Me doy cuenta de que Mario Novoa tiene toda la fuerza depravada de un hombre devastado. Y lo lamento.
Pero sé que MartÃn Kohan no es Mario Novoa. Sé, eso me han dicho, que el autor está muertÃsimo desde Barthes hasta acá. Toda coincidencia con la realidad debe ser entendida entonces como pura casualidad. Respiro. MartÃn ha elegido la primera persona, el presente, el tiempo obsesivamente marcado porque lo que desea es indagar sobre la posibilidad del olvido, crear una especie de arte de la negación que, sobre todo, se hace presente en la primera parte del libro. De ahà la organización en fragmentos que comienzan siempre con una situación temporal precisa, tanto que va de tarde a un poco más allá en el tiempo y ya es distinto. Mario Novoa actúa con lentitud, con detalle, con repetición, con insistencia de dÃa de lluvia. Por eso hay quien dice que esta novela podrÃa ser influencia directa de la escritura de Bernhard, otros apuntan a un Proust inverso. Y el autor puede que responda a todo que sÃ, que lo que usted diga, igual que Novoa cuando recibe mails un dÃa tras otro de un estudiante que quiere hacer su tesis sobre la obra de Dostoievski. En un guiño crucial, Crimen y Castigo se usa aquà para arrojar luz sobre la trama policial que también incluye esta última novela del argentino. Pero, insisto, no es eso lo fundamental. La clave aquà está en la caÃda, en la perplejidad ante el adiós, en la búsqueda de la creación del olvido. La desesperación del abandonado. La certeza de que no puede evitarse la lluvia.
Cuando termino el libro al dÃa siguiente el tiempo ya ha cambiado. Hace un rato que Mario Novoa retomó el camino de BahÃa Blanca con la esperanza inútil de restaurar su propia caÃda, pero erró el golpe, su gancho fue contraproducente. Nocaut de amor en el segundo asalto. No habÃa chance de que ocurriese lo de la victoria de GalÃndez contra Richie Kates el 22 de mayo de 1976 en Johanesburgo. Nada que ver. Mario Novoa no es VÃctor GalÃndez, aunque esté tan jodido como el ojo derecho roto del boxeador en el estadio Rand. Más que prepararse para ganar, el pobre Mario, corroÃdo por su propia obsesión, segundos antes del final de mi lectura, habÃa recordado, sÃ, a Luisito Saldaña, el luchador que después de veinte años sin pelear seguÃa diciendo que lo que más extrañaba era eso, ¿el qué?, le insistÃa el periodista confundido, pues eso, lo que yo hago, pelear.