Maggie O'Farrell | Foto: Libros del Asteroide

El abismo de la maternidad y el deseo

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Maggie O’Farrell | Foto: Libros del Asteroide

Si un libro consigue sumergirnos en las aguas profundas de la maternidad y la primera infancia, sin por ello obviar las complejidades de la vida en pareja y de la vocación artística, ese es el libro de Maggie O’Farrell, La primera mano que sostuvo la mía.

El nombre de Maggie O’Farrell (1972), autora de Irlanda del Norte con ya siete novelas y un libro de memorias en su haber, comienza a consolidarse en España. La primera mano que sostuvo la mía (The hand that first held mine) se remonta en realidad al 2010 y constituye su quinta novela. Ha sido publicada este año por Libros del Asteroide, después del éxito de su última novela Tiene que ser aquí (2017) publicada el 2016 en castellano por la misma editorial y en català por L’Altra Editorial. Tiene que ser aquí era una novela compleja y ambiciosa, con personajes bien trabados, sobre crisis vitales y vidas superpuestas. Tras ella, las expectativas lectoras estaban altas al abordar La primera mano que sostuvo la mía. Pues bien, el resultado ha sido superior al esperado.

Libros del Asteroide

Maggie O’Farrell goza de dos cualidades importantes en una novelista: por un lado, es maestra en el arte de organizar la novela en estructuras perfectas a modo de espirales caóticas que acaban encontrando su sentido al final; y por otro lado muestra una capacidad sorprendente para adentrarse en el mundo de los sentimientos, procedan estos de personajes masculinos o femeninos, y un virtuosismo en el dominio del punto de vista y sus virajes.

En esta novela desconcierta también el estilo directo con el que arranca desde el principio, en un presente inmediato y una apelación al lector antes de introducir el escenario de los hechos: “Verás. Los árboles de esta historia empiezan a agitarse, tiemblan, se recolocan.” Y en realidad, aunque la historia alterne diversos tiempos y espacios, y se narre siempre desde una tercera persona omnisciente, mantiene un presente eterno, mostrando momentos de gran intensidad focalizados en el punto de vista de sus protagonistas y en la exactitud y ambigüedad del presente aunque intercalado entre sí como un collage hecho de instantáneas. De este modo, nos transmite una impresión de continuum de sensaciones y dilemas vitales a través de los tiempos, efecto muy apropiado para acompañar el tema de fondo de la novela.

Adentrándonos ya en el argumento: aquí se alternan dos historias, aparentemente de mujeres, aunque pronto comprobaremos cómo se ha dado también un protagonismo importante al hombre. Por un lado se nos presenta a Alexandra (o Lexie) una chica que se escapa de su hogar familiar en un pueblo de Irlanda del Norte para alejarse de lo conocido y fundirse en el mundo frenético del Londres de los años cincuenta. Este personaje nos atrapa en seguida y nos recuerda a las heroínas de Edna O’Brien, por cómo decide poner una cesura en sus orígenes y labrarse un destino diverso, aunque en su desfachatez natural, en su rebeldía casi innata, se constituye en un personaje carismático y único. Por otro lado, pronto intimamos con la otra protagonista, Elina, artista afincada en el Londres contemporáneo y que acaba de dar a luz a un bebé tras un complicado parto, y se halla inmersa en el estupor más absoluto, con todo referente espaciotemporal fluctuante.

Ambas historias van creciendo, y con ellas el interés del lector, de manera que, aunque primero lamentamos cada vez que cambiamos de protagonista, finalmente el deseo por conocer el desarrollo de ambas historias es el mismo, y además se alimentan una a la otra por oposición. Esto es, una mujer lucha por mantenerse a flote y no derrumbarse y reconstruirse en su nueva vida; la otra está floreciendo en su juventud y libertad más absoluta; pero no son más que dos caras de la misma moneda. Ya lo sospechamos en algunos momentos, como por ejemplo cuando Elina insiste en decirse que entre ella y su marido, cuya comunicación ahora está casi limitada a cuestiones logísticas como pañales u el orden de la casa o el sueño: “las cosas no han sido siempre así”, “ellos no han sido siempre así”, y recuerda su compenetración y sus antiguas vidas ricas de entornos artísticos y libertad de movimientos, o cuando Ted, el marido de Elina, habla de ella en estos términos:

“Un poco después, empezó a ver que a lo que más le recordaba Elina era a un globo de esos infantiles, un globo metalizado, hinchado con helio, de los que se mecen y tiran hacia arriba atados a un hilo. En cuanto uno se descuida un momento, se escapan y suben al cielo para no volver nunca más. Supo que Elina había vivido en todas partes, por todo el mundo que llegaba y se iba se trasladaba a otro sitio. Ese secreto que tenía, lo que hacía en el desván cuando nadie la veía, con sus pinturas, su trementina y sus lienzos: era lo único que necesitaba, no le hacía falta nada más, ni anclas ni gravedad. Y supo que, si no se ocupaba de ella, si no la sujetaba con un hilo, si no la ataba a él, se marcharía otra vez.”

Y realmente hay un momento en que la historia va virando de signo. Elina está resituando sus parámetros como persona, y lo va consiguiendo, y poco a poco recomienza a pintar, que es lo que más vida le insufla, aprovechando las pequeñas siestas del bebé. Por otro lado, Lexie, más allá de su vida de bohemia, periodismo activo y viajes, acaba teniendo un hijo también, y se encuentra con la necesidad de compaginar sus necesidades como mujer con las necesidades del bebé. De modo que cada vez se dan más conexiones de sensibilidades y ya hay momento en que, por más bien trenzadas que estén las historias, nos da igual lo que suceda porque nos deleitamos sobre todo con la pintura de los personajes, con las contradicciones que todos ellos encarnan.

Además, poco a poco va cobrando más importancia la figura de Ted, el padre del bebé que Elina amamanta. Sus emociones también son complejas y abrazan desde la felicidad, la preocupación por la salud de Elina, la envidia por la relación inexpugnable que tienen madre e hijo, el complejo de inutilidad. Algunas secuencias resultan prácticamente humorísticas y gráficas como la siguiente:

“Ha pensado que su papel de padre novato en estas dos semanas de permiso de paternidad es semejante al del chico para todo de una producción cinematográfica. La estrella es el pequeño, sin duda, cuyos caprichos hay que complacer al instante y a cuyas exigencias y horarios hay que someterse en todo momento. Elina es la directora, la única responsable de todo, la única que intenta que todo salga como es debido. Y él, Ted, es el chico para todo. Está ahí para ir a buscar lo que sea y traerlo, para ayudar a la directora en su trabajo, para limpiar lo que se cae, para hacer té.”

Al mismo tiempo, su paternidad también supone el remover de las aguas internas; los recuerdos confusos de su propia infancia le asaltan y paralizan y acaban siendo un motor fehaciente de la novela. “Tiene que ser ─se dice─ porque tener un hijo te hace revivir tu propia infancia. Surgen de pronto cosas que a lo mejor no habías pensado nunca.”

Al final, las dos historias hallan su configuración y cierre perfecto bajo los auspicios de un narrador omnisciente. Y, si bien no necesitábamos reordenar hasta el fondo unos hechos que en su mismo caos ya son bastante elocuentes, disfrutamos de la lectura apasionante hasta el último momento, en la intensidad del vínculo madre-hijo, pero también en la fuerza de la seducción a la que no es ajena una madre con un niño pequeño.

Y lo que se va dibujando con mayor claridad en la novela, más allá de la trama trepidante, es la intensidad del revulsivo que supone el nacimiento de un hijo en una mujer. Así, Lexie escribe un artículo en el periódico titulado La mujer en la que nos transformamos cuando tenemos hijos, desbordante de humor y emoción:

“Nos cambia la forma del cuerpo (…) compramos zapatos de tacón bajo, nos cortamos la melena. Empezamos a llevar en el bolso galletas mordisqueadas, un tractor de juguete, un trocito de una tela muy querida, un muñeco de plástico. Perdemos el tono muscular, el sueño, la razón, la perspectiva. El corazón empieza a vivir fuera de nuestro cuerpo. (…) Aprendemos a mirarnos menos en el espejo. (…) Miramos a las mujeres más jóvenes que pasan por la calle fumando, maquilladas, con vestidos ceñidos y bolsitos pequeños, con el pelo suave y limpio, y miramos a otra parte, bajamos la cabeza, seguimos adelante con el cochecito, cuesta arriba.”

Y pocas páginas después, en el caso de Elina, cuando su suegro le pregunta cómo lleva “el asunto del niño”, la respuesta es de antología:

“En realidad, no sabe qué decir. ¿Le cuenta que pasa noches en blanco, la cantidad de veces que tiene que lavarse las manos al día, la inacabable cantidad de prendas diminutas que hay que secar y doblar, las bolsas que hay que llenar y vaciar de ropa, pañales, toallitas; la cicatriz del vientre, arrugada, que sonríe malévolamente, la soledad absoluta de todo ello, las horas que pasa arrodillada en el suelo con un sonajero, una campana o un juguete de tela en las manos, la necesidad que siente a veces de parar a alguna mujer mayor por la calle para preguntarle cómo lo hizo ella, cómo logro superarlo? También podría decirle que no estaba preparada para este surgimiento feroz, este sentimiento que no se resume en la palabra ‘amor’, que se queda muy corta para definirlo, que a veces le parece que va a desmayarse de este deseo inaplazable por su hijo, que a veces lo echa de menos con desesperación, aunque esté ahí mismo, que es una forma de locura, de posesión (…). Pero lo único que dice es: ‘Bien, sí, bien. Gracias’.”

Lo que más apreciamos, en fin, en La primera mano que sostuvo la mía es la complejidad de los sentimientos y cómo estos son llevados a escena de manera magistral: la conexión madre hijo en la primera infancia que se produce entre neblinas, el niño despertando al mundo y a la memoria, la madre, trastornada, volviendo también a nacer de algún modo, sin dejar de ser ella misma; cómo permanece ese lazo como una vibración de fondo, a través de relámpagos, emociones soterradas que pueden gobernar una vida entera. Así mismo, a modo de sutiles conexiones eléctricas, de movimientos circulares infinitos, se trenzan recuerdos y vivencias en la sutil narrativa de Maggie O’Farrell.

Isabel Verdú

Isabel Verdú Arnal (Logroño, 1976) es licenciada en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura. Ha publicado diversos artículos académicos en torno a la obra de Enrique Vila-Matas. Colabora en el Suplemento 'Artes y Letras' del Heraldo de Aragón. Ha participado en la antología de relatos 'Uno más ocho' y en 'Ixquic. Antología internacional de poesía feminista'. Es autora de la novela 'La piel de Irlanda' (Verbum, 2018). Mantiene un blog, 'De preludio y fuga'.

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