Oswaldo Muñoz | Foto: Albertine Muñoz

Aforismos vitales, anécdotas del pensamiento

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Oswaldo Muñoz | Foto: Albertine Muñoz

He de confesar que siento una íntima simpatía por esos libros con naturaleza de ventana interior que, como si hubiera sido otra muy distinta la intención del autor, permiten a partir de una singularidad inconmensurable, escuchar con claridad el ruido de la calle, desembrollar con sencillez el mundo que queda fuera de la página, en lugar de llenarlo de extrañeza.

Suelen ser libros desbordados (de subjetividad desbordada) de esos que resulta difícil decir exactamente a qué género pertenecen y que requieren, como es el caso de Trabajos forzados (Leteradura, 2017) una paciente tarea, no exenta de complicidad, por parte de un editor sensible.

Es lo que ha hecho la editorial valenciana Leteradura y especialmente la autora de un prólogo emocionante, Carmen Monteagudo, con los fragmentos, con los paisajes personales, o con los pasajes, por decirlo con el conocido término benjaminiano, del tristemente desaparecido periodista, poeta de la vida y escritor sin obra, Oswaldo Muñoz.

“El verdadero escritor escribe —escribe Oswaldo aquí— para agotar todos los sollozos dejando intactos sus motivos”.

Y esto es, quizás, lo primero que se nota en esta serie de reflexiones cargadas de lucidez y sentimiento, fragmentos, exclamaciones, notas, aforismos de diversa estructura, pensamientos, confesiones y homenajes en que consiste Trabajos forzados: textos escritos sin ninguna servidumbre.

Leteradura Editores

Oswaldo Muñoz murió en París hace algunos años tras pasar su infancia y gran parte de juventud en Valencia y después de marchar a París en los agitados años 70 para quedarse física y espiritualmente allí. Gracias al prólogo de Montegaudo sabemos que Oswaldo asistió a clases con Deleuze, que colaboró más de dos décadas con el diario El País, que entrevistó a Félix Guatari y a Peter Handke, y sobre todo que esta persona culta, de la que enseguida queremos saber más, no solo era un ciudadano de la villa de las artes y las letras, sino, sobre todo, un tipo alegre y vital, atributos, según lo veo, de la mejor filosofía.

Sabemos que coincidió con los poetas Leopoldo Panero, Eduardo Nervás y el cineasta Antonio Maenza “bajo los magnolios de La Glorieta con diecisiete años” y pronto, arremangándonos ya entre estos quehaceres forzados, sabemos también de los monstruos del pensar a los que dedicó en estos trabajos una tierna sensibilidad: el asombro de existir, la sorpresa, el pánico, el desconcierto la discrepancia o la maravilla.

La posibilidad de una escritura sin servidumbre concebida para uno mismo (Marco Aurelio llamó a sus Meditaciones: “cosas para mí”) es un género, pero también una actitud estética y vital. Heráclito definió la vida misma como una serie de luchas y contradicciones. Nietzsche anticipó con una de las mejores prosas del siglo XIX, la conexión de la filosofía, y no solo del “pensamiento”, con la subjetividad, y ya más cerca de nuestro caso (de forma muy cercana a las cumbres magistrales de “poetas de la vida” como Gide, Pessoa o Stefan Zweig) con lo que clásicamente se dio en llamar “diario íntimo”: la biografía más realista y el recuerdo estricto como formatos de la ficción, lo heteróclito arrancado del terreno de lo imaginario. Manuel Vicent dijo de Sánchez Ferlosio, acaso nuestro mejor cultivador de géneros transfronterizos, que «era el hombre que más sabía sobre cosas que no le interesaban a nadie». Y, sin embargo, el gran mérito de esa escritura radicaba en la elucidación consternada de ese “nadie”, un “nadie” fácilmente intercambiable por esos seres (en realidad los más extraños) que, como deja apuntado Oswaldo Muñoz, asumen la existencia y las cosas que nos rodean como algo simplemente natural; seres raros, “los demás”, que dan por evidente el hecho de nacer.

Cachos, segmentos de vida pretérita, escrituras liminales entre la confesión, la crónica de una época y una filosofía que fue, sobre todo, francesa; una filosofía de seres tomentosos y finales trágicos: (Sartre, Althusser, Foucault, Deleuze) que reflexionó con un pie en la muerte y otro en el charco de la vida. Es posible que la vida carezca de sentido, pero siempre será lícito que quien vive la dote de sentido y eso no se puede hacer sin la reactivación del pasado. Quizás es por ello que aparecen, a modo de solaz de un día laborioso, el recuerdo del ruido de las olas: la infancia en la distancia que media entre la altura de las letras admiradas y el balcón de un balón encalado.

“El ruido que hace el mar me encanta. Las olas, al romper en la orilla y retirarse, siempre me inspiraron confianza. Ese vaivén, cuya repetición nunca rompe nada, es de los pocos ruidos de la Naturaleza con el cual me siento en perfecta sintonía. Su sensación no me plantea ningún tipo de pregunta.”

Los fragmentos que componen estos trajines exigidos u obligados tratan de la escritura, de la música, de los paseos, de sensaciones líquidas, de fotos de pasaporte y emotividades alucinógenas. La selección de Leteradura se basa en una versión inicialmente revisada con el autor a la que se han añadido algunos fragmentos más narrativos en la que aparecen amigos y lugares familiares. Corresponden, como advierten oportunamente sus editores, a un tercio del total de la obra aforística, en la que se ha procurado que estén representadas las principales pasiones del autor. Así deambulan en estos Trabajos, seres y enseres bien conocidos, el insomnio, la música, los libros y otros más singulares, los burros y los dedales. Personas y objetos capaces de conformar, por recurrir, al libro inaugural sobre los Trabajos, una particular teogonía, un canto hesiódico, un micro-cosmos: el mundo como una farola de feria.

“Siempre pensé que el acto de leer despierta la inteligencia, pero esta idea es absurda. Porque leer solo es esencial si quien lee es así mismo. Entendiendo aquí por esencia la voluntad de un ser que, sin haber leído un libro en su vida, se comporta como alguien bueno.”

Asuntos de los que la conciencia informa, tragaluces interiores o claraboyas al alma, cancelaciones, humor doméstico, manierismos, desahogos familiares, convicciones desmontadas y vueltas a componer, desvelos, memories (en francés), singularidad frente al mundo circundante: todo el mundo lleva dentro un monstruo que no respeta nada.

Oficios muy variados, ventanas abiertas desde la angustia y la valentía del escritor que se rodea, para vivir sintiendo que se vive, de sabios comensales en el banquete de una fraternidad cosmopolita, una serie de afinidades electivas, de timbres colindantes: Hölderlin, Poe, Maupassant, Blake o Bataille. Uno advierte pronto en este volumen que es, en buena medida, un homenaje, que la grandeza de un hombre se mide por su percepción y por una sensibilidad que, nunca se insistirá lo suficiente en ello, no es sinónimo de debilidad, sino que constituye la posibilidad misma del arte y en algunos casos especiales, la condición del genio.

Destaco de Trabajos forzados, las reflexiones muy dispersas sobre el paraíso de la inopia, las melodías, los arrebatos y las cancelaciones a modo de confidencias que son, en el mayor número de casos, una suerte de apostasías: para mantener vivos a los amigos hay que romper con ellos de forma radical. Particular atención merece los homenajes: Allen Ginsberg, E. T. A. Hoffman, W. B. Yeats, Oscar Wilde, Valle Inclán y Gómez de la Serna, Gustav Mahler, Potocki, Novalis, Beckett, Angelus Silesius, George Bataille, Góngora, el modo en que murió Pasolini.

Currículo vital, a varios años de su muerte, aún abierto y tentativo; fragmentos reflexionados con una rara belleza a los que se le perdona el número de letras embarazadas y quizás algún exceso de intelectualización (Sonidos excelentes, Objeción a la causalidad); duda sistemática contra el absurdo, refracción frente a los académicos de espíritus enlatados. De su lúcida convicción de que ningún arte es disociable de otros, dan cuenta descubrimientos que, relacionados con el cine, la pintura (Paul Klee) o la música, quedan expresados en multitud de sonidos y pensamientos destinados a reverberar en la mente de un lector cómplice-sensible y que dejan entrever una curiosidad sincera de ojos muy abiertos.

Sentimientos pensados, pensamientos muy sentidos, convicciones desmontadas y vueltas a armar, inopia cándida y visitaciones fonéticas, de todo eso se compone un estadillo de trabajo de muchos días. Uno se siente aludido en el tiempo y en el espacio, de forma muy íntima, por su sagacidad al observar la pupila de las mulas, por la sensibilidad hacia los monstruos, pues los monstruos temen, sobre todo, o únicamente a los humanos. No es posible no recomendar entrar al tajo en la vital cuestión de este tipo de desenladrillado de ventanas a todo aquel que sienta que lo irreversible puede darse en cualquier momento, que el devenir estará asfaltado de espasmos. Quien se decida felizmente a colaborar sin pereza en estos trabajos comprenderá la perfecta pertinencia del frontispicio, la dedicatoria a Deleuze y una admonición:

“Encontrad aforismos vitales que sean también anécdotas del pensamiento”.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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