Pedro Mairal | Foto: Libros del Asteroide

Si no podés con la vida, probá con la vidita

/
Pedro Mairal | Foto: Libros del Asteroide

Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) ha declarado en alguna ocasión que literariamente se crio más con los abuelos —Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar— que con los que debían haber sido los padres —escritores como Haroldo Conti, Antonio Di Benedetto o Rodolfo Walsh, entre tantos otros—, porque a estos los había desaparecido o silenciado la dictadura militar. Escribe desde las inquietudes de su época, si bien es muy consciente de la tradición literaria a la que pertenece o que le interesa —por sus páginas aparecen, al sesgo, alusiones a Borges y Onetti, así como a escritores estrictamente contemporáneos—. En sus obras de narrativa, Mairal construye una arquitectura sólida y a partir de ahí despliega toda una batería de recursos en un estilo ágil y adictivo, aderezado con humor y dotado de una aparente ligereza. El deseo y el temor son móviles pulsionales de sus personajes, que se ven sometidos a todo tipo de vicisitudes y contratiempos.

En Una noche con Sabrina Love —su ópera prima, con la que ganó el primer Premio Clarín de Novela ante un jurado compuesto ni más ni menos que por Bioy Casares, Roa Bastos y Cabrera Infante—, un chico de diecisiete años llamado Daniel, huérfano, pobre y de provincias, gana un premio consistente en pasar una noche en el Hotel Keops de Buenos Aires con la actriz porno que da nombre a un célebre show televisivo. Esta primera novela brinda una gran cantidad de instantáneas de la capital argentina, con sus calles, cines, colectivos y neones, y congrega a personajes de lo más variopintos.

El año del desierto (2005), la segunda novela de Pedro Mairal, se adentra en el terreno de la ciencia ficción para urdir una fábula apocalíptica sobre la involución de Argentina en la época de la crisis post corralito. María, la protagonista y narradora, relata su opresiva peripecia, pareja a la progresiva destrucción de Buenos Aires, que es engullida por una erosión imparable y terrorífica, de causa desconocida, a la que llaman Intemperie. No quedan claros los bandos ni los contendientes, pero se impone una suerte de neurosis generalizada, donde hasta las mascotas se vuelven desconfiadas, “como si tuvieran miedo de que alguien se las fuera a comer en un guiso”.

Salvatierra (2008) supone otro punto de inflexión, con su impronta marcadamente lírica. Juan Salvatierra, mudo desde los nueve años, empezó a pintar desde los veinte una serie de quilométricos rollos de tela —“una autobiografía ilustrada”, un diario íntimo en imágenes— en los que registró minuciosamente la vida del Litoral argentino. Tras su muerte, sus hijos viajan desde Buenos Aires para hacerse cargo de la herencia: un cobertizo atestado de rollos pintados que se despliegan “como un tapiz en movimiento”, un “mural continuo” donde el pintor plasma su experiencia vital y su gusto por la libertad. La historia está narrada por su hijo Miguel, que siempre sintió que no había nada que no estuviera pintado por Salvatierra, y que, a través del estudio de su obra, descubre toda una maraña de secretos familiares.

Además de estas tres novelas, a las que cabe sumarles El gran surubí (2013), escrita en sonetos, y la más reciente, La uruguaya, de la que hablaremos aquí, Pedro Mairal ha escrito libros de relatos —Hoy temprano (2001)—, crónicas —El equilibrio (2013), El subrayador (2014) y Maniobras de evasión (2015)— y los poemarios Tigre como los pájaros (1996), Consumidor final (2003) y tres entregas de Pornosonetos (2003, 2005 y 2009). Mairal se siente más cercano a la poesía, por cuanto le permite trabajar de manera más inmediata con la experiencia de lo cotidiano, sin necesidad de filtros ni máscaras; en este sentido, afirma que en la narrativa de ficción hay siempre una suerte de disfraz —por personaje interpuesto, se podría decir—, mientras que la poesía invitaría mayormente al nudismo.

Libros del Asteroide

La uruguaya se presenta como una larga explicación de Lucas Pereyra a su esposa —o ex esposa, como sabremos—, en clave confesional e intimista, con toda la libertad que supone escribir desde la distancia y en ausencia del destinatario —y sin la obligación, además, de hacerle llegar la confesión, lo que permite concebirla como un puro desahogo—. Se trata de una narración en primera persona —en alternancia con la segunda, cuando el personaje interpela a su mujer— que, aunque parece haber sido escrita al cabo del día que relata, se actualiza transcurrido un año. El tono íntimo, casi confidencial, difumina de forma deliberada los límites entre autor y personaje, siendo el máximo disparador de la trampa autobiográfica un fragmento en que Pereyra, escritor en crisis, afirma que no tiene mucha imaginación y por eso escribe sobre lo que le pasa. Mairal nos pone sobre la falsa pista de que el autor está hablando por boca del narrador, y estimula nuestro lado más voyeur. Además, disemina elementos biográficos que coinciden, parcialmente, con algunos aspectos de la trayectoria del autor —así, por ejemplo, Mairal, como Lucas Pereyra, es escritor y dejó la carrera de medicina el primer año—. Este mecanismo intensifica la empatía con el lector.

Lucas Pereyra tiene mucho ruido interior y conduce sin música, como si necesitara darle curso a su propia película. El lector va sabiendo que se dirige a Montevideo, al otro lado del Río de la Plata, a cobrar unos dólares, zafándose así de las restricciones cambiarias del último kirchnerismo. Las acciones y los gestos imponen su concreción al principio, para ir dejando cada vez más espacio al flujo mental del protagonista, que, obsesivo, va llenando el trayecto de ideas recurrentes, especulaciones y miedos. Lo seguimos a bordo de un barco que es descrito con detalle, en un viaje cuyo objetivo se irá elucidando y complejizando progresivamente. Mairal nos pone en situación con una admirable economía de medios: en seguida se explicita que, además del dinero, el móvil del viaje es el deseo de encontrarse con una mujer joven, a la que llama por su apellido, Guerra; también se anticipa que la esposa de Pereyra va a enterarse de la cita porque este se ha dejado el correo abierto en el ordenador sobre la mesa de la cocina.

“Nunca dejaba mi correo abierto. Jamás. Era muy muy cuidadoso con eso. Me tranquilizaba sentir que había una parte de mi cerebro que no compartía con vos. Necesitaba mi cono de sombra, mi traba en la puerta, mi intimidad, aunque solo fuera para estar en silencio. Siempre me aterra esa cosa siamesa de las parejas […]. Debe haber un resultado químico de nivelación después de años de mantener esa coreografía constante.”

En la situación de hartazgo vital en la que se halla Pereyra, la travesía a Uruguay se presenta como un viaje promisorio que le brindará la oportunidad de cobrar un dinero y tener una cita con una mujer a la que apenas conoce y que ha sido largamente idealizada. El tema de la imposibilidad de llevar por mucho tiempo una vida de pareja se impone desde el principio, y se traduce en una queja continuada por la pérdida de privacidad y por la renuncia a toda nueva aventura o lance de seducción.

“¿Qué monstruo bicéfalo se va creando se va creando así? Te volvés simétrico con el otro, los metabolismos se sincronizan, funcionás en espejo; un ser binario, con un solo deseo. Y el hijo llega para envolver ese abrazo y sellarlos con un lazo eterno. Es pura asfixia la idea.”

Pereyra evoca el humillante proceso de degradación doméstica; hasta la casa parece contagiada por lo ruinoso de la convivencia conyugal. El estropicio es comparable al ocasionado por una gota persistente que, de tanto redundar en el charco, acaba pudriendo el yeso y debilitando la estructura. El protagonista cuenta que durante algunos meses ha vivido de prestado de su mujer y ha ido acumulando deudas, hasta el punto de convertirse en un lastre para la economía familiar. Por otra parte, se siente sexualmente reprimido, como si su libido hubiera sido amordazada —“¿En qué momento se fue volviendo paralítico el monstruo que éramos vos y yo? […] De a poco nuestra bestia de dos espaldas fue quedando tullida, se echó, no se volvió a levantar”—, al tiempo que acumula pruebas de la infidelidad de su mujer, que borra los rastros de un eventual amante “en la escala técnica del baño”. Lucas Pereyra, herido en lo más profundo de su orgullo, deposita una esperanza incauta y provisoria en esta fugaz escapada a Montevideo, que concibe como una suerte de liberación momentánea. Entonces cruza al otro lado del río y es como si entrara en un universo alternativo y paralelo, en una “deriva entre la familiaridad y el extrañamiento”.

“Era mi mapa mental y emocional, porque ni bien doblé, ya en la avenida, sentí esa presencia de una Montevideo imaginada, ensamblada con mis pocos recuerdos y con los vídeos que me mandaba Guerra cada tanto […]. Estaba enamorado de una mujer y enamorado de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo inventé, o casi todo. Una ciudad imaginaria, en un país limítrofe. Por ahí caminé, más que por las calles reales.”

Envuelto en ese aire enrarecido y espejeante de Montevideo, en que, como en los sueños, las cosas resultan parecidas pero diferentes, Lucas Pereyra evoca el poema de Borges titulado precisamente Montevideo, y coteja el original con las correcciones ulteriores. Pedro Mairal se entretuvo, durante una época de su vida, en analizar de qué modo había ido corrigiendo o censurando Borges su sentimentalismo y su propensión inicial —de juventud— al barroquismo; así pues, el autor proyecta en su personaje esta anécdota biográfica, la obsesión bibliófila de ir anotando, sobre las primeras versiones de los poemas, las variaciones incorporadas en ediciones posteriores. Y es en esa Montevideo idealizada por Borges donde concretiza Pereyra su necesidad de escapismo y la posibilidad de huir de aquello en lo que se ha convertido su vida.

“Qué sería lo que tanto me alegraba de esas palmeras gigantes […], como un portal a otro lugar, un tránsito hacia el trópico, una chispa africana. ¿Qué combinación de cosas gatilló ese ataque de felicidad? La luz más blanca, el ómnibus que se bamboleaba, el desplazamiento por los grandes espacios, el paisaje ondulado, amable, quebrado, ya lejos de la jodida pampa metafísica.”

El Río de la Plata crea un imaginario a ambos lados. El simbolismo de cruzar a la otra orilla es una constante en las novelas de Mairal: aparece en Salvatierra —“Salvatierra había sido como las dos márgenes del río […] ¿En cuál de las dos márgenes estaba él?”— y aparece sobre todo aquí. Pereyra cree que con pasar al otro lado solucionará sus problemas. Se permite asimismo un juego de palabras —“El Río de la Plata: nunca tan bien puesto el nombre”— que incide en la motivación crematística de ir a cobrar un dinero —una plata— sin cargos, siendo que Argentina se halla entrampada en el cepo cambiario.

“Nadie sabía bien cuánto valían las cosas. El peso se devaluaba, había inflación. Y empezaron los controles del cambio. Como si en pleno verano te pagaran en hielo y prohibieran las heladeras […]. Una situación medieval, en el siglo XXI”.

Asoman en la novela una serie de reflexiones acerca de la clase social, y de cómo el dinero ha formado una cultura y un sociolecto, así como una capacidad de escribir que a Pereyra le ha permitido incluso renegar de sus orígenes, hacerse el descarriado y entregarse a una moderada bohemia: “Era un lujo más. El hijo sensible de la alta burguesía”. Pero justo cuando empieza a obtener reconocimiento por su literatura, al punto de que se dispone a cobrar derechos de autor por dos libros que todavía no ha escrito, le asaltan todo tipo de dudas y recelos: “me estaban dando plata para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo […]. Mi moneda de cambio eran una serie de conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno, verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?”. Y es que, tal como señala su amigo Enzo —personaje que tiene algunos rasgos del escritor Elvio Gandolfo, autor de Boomerang (1993), y otros de Félix della Paolera, experto en Borges y profesor de escritura creativa—, “los libros se escriben y después se ve cuánto valen. Como decía Girondo, se pulen como diamantes y se venden como salchichón”.

El estilo combina la intriga o la tensión del viaje —y la expectativa de seducción y ganancia pecuniaria— con la intimidad de esta segunda persona dirigida a una destinataria implícita pero ausente. Sobre la partitura inicial —el viaje sucede en un día—se montan los solos o digresiones, con una crítica de fondo a los modelos económicos y familiares. Esta libertad de ir insertando en el relato apuntes retrospectivos y prolepsis, así como “miniensayos”, proporciona una sensación de irresistible fluidez, como si el lector estuviera dentro de uno de aquellos lienzos de Salvatierra en los que cabe la vida entera. La prosa se vuelve vertiginosa y la surcan o jalonan diálogos verosímiles, rebosantes de gracia y comicidad, y párrafos que por momentos rozan el lirismo, con símiles inspirados —unos pendientes tintinean “sonando como los caireles de la araña en pleno sismo”— y sugestivas imágenes asentadas en un registro coloquial: “Los semáforos de mi cerebro titilaban en amarillo”.

El humor, uno de los rasgos que más determinan la fisonomía de la literatura argentina, tiene una gran importancia en esta novela. Véase, por ejemplo, la situación de intimidad sexual truncada por las hordas de paseantes en la playa; o la intempestiva pregunta de una crítica que escribió un artículo acerca del “eje civilización y barbarie” en la novelística de Pereyra —posible alusión a El año del desierto del propio Mairal—. Los truquitos de tipo gracioso definen al personaje en sus tácticas de seducción con Guerra, pero también su voz interior y sus versiones de la realidad están impregnadas de ironía, como cuando describe a un escritor con el que compartió una mesa redonda y que tenía “cara como de poseído y teledirigido, o como si acabaran de avisarle por mensajito que era adoptado”. O como cuando Guerra se presenta con un pitbull: “¿Quién quería tener un perro así? ¿Qué hueco afectivo emocional venía a llenar semejante monstruo en una casa? ¿Era metáfora de qué? ¿Prolongación de qué? ¿Doble animal, nahual, de quién?”. También usa el humor para hablar de temas que lo atormentan, como el miedo y la fragilidad que van asociados a la paternidad.

“Mi hijo. Ese enano borracho […]. Tanto curso de preparto y después nace y cuando llegás a tu casa por primera vez no sabés ni dónde ponerlo. ¿Dónde lo apoyás, en qué parte de la casa va ese viejito mínimo, ese haiku de persona?”

Se evidencia el flagrante desajuste entre lo imaginado y lo real, cuestión que aparecía ya en Una noche con Sabrina Love, donde el personaje de Daniel, que había viajado en balsa, camión, auto y colectivo para encontrarse con una famosa actriz porno, experimentó un cierto desencanto una vez consumado el sexo: todo le pareció menos intenso y excitante de como lo había fantaseado. Ese cruce perceptivo, ese choque o desencaje entre fantasía y realidad, ese quiebre de la idealización, viene a ser uno de los temas de La uruguaya: “En guerra contra mi puta fantasía, mi eterno mundo invisible.” Hay asimismo una clara voluntad de desmitificar el paisito uruguayo, ese lugar donde los billetes llevan impresa la cara de sus poetas y pintores —“Artistas en los billetes, no próceres. ¿Habrá un billete de Borges en la Argentina alguna vez?”—, y a tal efecto se producen una serie de desencuentros que no desvelaremos aquí.

“Acá hay como un triángulo de las Bermudas, es bravo. Es como un lado B del Río de la Plata, el otro lado, eso te come, te liquida […]. Hay que tener cuidado con Uruguay, sobre todo si venís pensando que es como una provincia argentina pero buena, no hay corrupción, ni peronismo, se puede fumar marihuana por la calle, el paisito donde todos son buenos y amables y esa boludez.”

Las derrotas cotidianas de Lucas Pereyra carecen de épica y resultan grotescas y deslucidas, especialmente cuando se las compara con las miserias de Rimbaud, cuya biografía estaba leyendo el protagonista cuando viajó a Montevideo. El personaje experimenta el fracaso y el truncamiento de expectativas, pero el viaje acaba funcionando como experiencia transformadora que produce un cambio, una inflexión en su vida, y le permite acelerar la toma de decisiones. Siente que ha vivido anestesiado demasiado tiempo, y es como si de golpe le hubieran prendido los cinco sentidos. Lo sabe ahora, cuando ha pasado casi un año desde la escapada a Uruguay, y su mirada amanece modestamente más sabia y reconciliada con la existencia.

«Entendí que prefería tocar bien el ukelele que seguir tocando mal la guitarra, y eso fue como una nueva filosofía personal. Si no podés con la vida, probá con la vidita».

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Manuel Vilas: «Entre España y Lou Reed hay casi un chiste»

Next Story

Ebrio de enfermedad

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield