Peter Weiss | Foto: Alpha Decay

Adiós a los padres

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Peter Weiss | Foto: Alpha Decay

Antes de que otros autores de su ámbito lingüístico escandalizaran a los espectadores de teatro o a los lectores, Peter Weiss instaló en ambos frentes dos bombas incendiarias que acentuaron la inevitable crisis de la tradición literaria del siglo XX y que ayudaron a que ambos, a la vez, reflexionaran acerca de los límites de la obra de arte y de su propia consideración; una, en el terreno teatral, fue su obra dramática Marat/Sade; la otra, en el campo novelístico, la monumental Estética de la resistencia.

El ajuste de cuentas con los progenitores, reales o ficticios, individual o colectivamente, con mejor o peor fortuna literaria, comprende un amplio fondo de obra escrita. Peter Weiss, ya en plena madurez -parece prudente esperar a esa edad para emprender una tarea como esa-, publicó ese Adiós a los padres (Abschied von den Eltern, 1964) para relatar, con su estilo oscuro e introspectivo en la forma pero grandioso en el contenido, algunos episodios de la juventud de un protagonista con el que guarda grandes semejanzas, una especie de Retrato del artista adolescente que es tanto un repaso autobiográfico a una de sus etapas vitales más conflictivas como un ajuste de cuentas familiar con todas las letras. Para ello, y teniendo en cuenta que Weiss no es un escritor convencional -como muestra, los dos títulos citados anteriormente-, hizo uso de un texto comprendido en un solo párrafo que se lee perdiendo el aliento, y mediante la técnica del stream of conciousness, no tanto una «corriente» como un «torrente» emocional que desborda la afectación y la corrección política para ubicarse en el resbaladizo terreno de la revuelta.

La distancia del protagonista con los padres es consecuencia de la incomprensión mutua labrada a lo largo de su existencia y del hecho de que el principio de autoridad ejercido por ellos, en lugar del de racionalidad, fue el paradigma que rigió su vida en común.

«Â¿Por qué hemnos malgastado esos días y años, si somos personas que viven bajo el mismo techo, sin haber sido capaces de hablarnos y escuchar? ¿Qué enfermedad era esa que nos enturbiaba, que nos había llenado de tanta desconfianza, de tanta esquivez, que ya no éramos capaces de mirarnos a los ojos?»

¿En qué momento el sentimiento de protección y de salvaguarda que se experimenta en la niñez con respecto a los progenitores se troca en indefensión? ¿Quién es el responsable de este cambio? ¿Cómo afecta a la relación posterior? ¿Cuál es el efecto del acto de recordar sobre ese cambio, y cómo le influyen las experiencias posteriores, sean ligadas a ellos o no? ¿Qué valor tiene, y qué credibilidad, examinar ahora, transcurrida toda una vida, las decisiones que aventuramos a recordar que tomamos entonces? ¿Cómo pueden defenderse ahora esos personajes que contrajeron deudas con nosotros en el pasado? ¿Cuál es la diferencia entre el pasado de personas que no se conocieron, reconstruido mediante fragmentos de textos, imágenes y recuerdos ajenos, y el propio pasado vivido en primera persona pero tan remoto que debe reconstruirse también mediante fragmentos, algunos de los cuales de dudosa autoría?

«Todo era fachada y ardía por dentro.»

El miedo y la indefensión infantil van cediendo a medida en que nos damos cuenta de nuestra solemne individualidad, de que con nuestra conducta podemos desencadenar sucesos, de que existe una vida que podemos llamar propia más allá de la prisión familiar y de su arquitectura totalmente jerarquizada.

La llegada a la pubertad, con su potente trasfondo sexual, coincide con el primer acoso serio acerca de qué hacer en el futuro por parte del padre; demasiadas vidas impuestas a un cuerpo que se revela pero que no acaba de sentirse como propio, y para una mentalidad en formación, demasiado sujeta a los vaivenes de la existencia, sin forma aun definitiva. Y una sola forma de evasión, recién descubierta, que da acceso a un mundo alternativo lleno de posibilidades: la lectura.

«Y así fue cómo aprendí a vivir, sé que falta algo, ando a tientas y busco a mi alrededor, gimo y chillo y no lo encuentro, crezco, maduro, y la libertad de movimiento es cada vez más reducida, apenas me atrevo a seguir buscando, en todas partes me topo con restricciones y termino por esconderme.»

Pero ese extrañamiento provocado por la adolescencia no es el único parámetro que sitúa al protagonista fuera del sistema: desde el mundo adulto, aunque con una aplicación específica para los jóvenes, acaba de nacer el movimiento político que se adueñará del futuro pero del que él estará excluido debido a su procedencia, por la vía paterna, de la raza maldita.

«Pensé en Friederle, que algún día habría de convertirse en el modelo de la defensa de la patria, y de pronto me vi del lado de los vencidos y excluidos, aunque no comprendía que aquello era precisamente mi salvación. No percibía más que mi desamparo, mi desarraigo, estaba todavía lejos de asumir las riendas de mi propio destino y de convertir esa falta de pertenencia en la fuente creadora de una nueva independencia.»

Todo lo que había significado estabilidad desapareció, la autoridad paterna sufrió su primer cuestionamiento serio porque tuvo que plegarse a otra jurisdicción de rango superior, y comenzó el exilio, momento que marcó la muerte de una hermana y que significó el comienzo de la desintegración familiar pero que también supuso, seguramente, el desencadenante principal del que acabaría siendo su oficio: la escritura.

Alpha Decay

Al final, como una etapa más de formación, y provocado por la súbita aparición y repentina ausencia de un amigo -ese personaje imprescindible en la vida de todo adolescente-, el protagonista sufre un fenómeno de disociación entre su vida «oficial», el trabajo, las relaciones familiares, y su vida «real», esa en la que intentará que sus aspiraciones puedan cumplirse. Una vez establecida esa dicotomía, será cuestión de tiempo y afán, de pura determinación, el que la segunda vaya ocupando, progresivamente, el espacio de la primera hasta hacerla desaparecer. Ese nuevo intento de iniciación al mundo exterior es apadrinado por Harry Haller, el personaje que, abriéndole las puertas a sí mismo, rompe su enclaustramiento y le muestra un mundo de posibilidades que sólo podrán cumplirse si se atiende a su vocación.

«Lo que sucedió entonces se venía fraguando desde hacía mucho tiempo, era el momento en el que, después de tantos años de opresión, caían las rejas que tenía a mi alrededor. Cogí mis pertenencias y me planté fuera con mi maleta y el espíritu abierto a más no poder.»

Pero el intento de independencia fracasa: el mundo está en guerra y las condiciones no son las mejores, así que se impone el regreso al hogar, en otro país, al exilio, a la fábrica del padre y al cobijo de la madre.

«Mi derrota no era la derrota del emigrante ante las dificultades de la vida en el exilio, sino la derrota de quien no se atreve a librarse de sus ataduras.»

Pero el veneno de la libertad corretea ya por las venas del protagonista, y aunque de forma diferida, sabe que desde aquel momento, todo lo que piense o haga se dirigirá hacia esa evasión definitiva «en busca de una vida propia.»

«Libre de padres y de profesores, asumía personalmente la tiranía sobre mí mismo.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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