Vivo y terrible, el conflicto se mantiene a un ritmo feroz, al tiempo que el lector gestiona la ventisca de nombres y genealogÃas que aportan convicción tanto a las batallas como al pathos del destino individual. Experimentamos la intoxicación horrible, sin futuro, de la guerra, su terror y sus consecuencias. Y mientras tanto, sobre todo, el poder sin rival de la poesÃa para hacer presente un mundo imaginado:
“Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya/ llegó el primero a Italia prófugo por el hado…â€.
La Eneida (siglo I a. C.; Alianza, 1990; Traducción de Rafael Fontán Barreiro) es un gran poema, dinámico y vÃvido, rico en su manejo de los caracteres, conmovedor en su dramatización del coste humano de un destino superior, escalofriante en su descripción de la interacción de lo divino y humano.
Y pensar que La Eneida estaba destinada a la hoguera. Antes de sucumbir a la fiebre, se sabe que su autor, Virgilio (70 a. C.-Brundisium, 19 a. C.) intentó quemar los manuscritos (inacabados) él mismo; cuando no pudo, designó a dos albaceas literarios para que los destruyeran por él. Por supuesto, la composición fue finalmente publicada, y llegó a convertirse en uno de los libros más influyentes de la historia. El poeta romano, sin embargo, no es el único escritor cuyos deseos han sido ignorados. El periodista Robert Low cita a unos cuantos en su artÃculo Publish and be damned («Publica y te condenarás», mi traducción al igual que las restantes), recién aparecido en el número de marzo de la revista londinense Standpoint. Tomando como pretexto la novela del británico Blake Morrison The executor (El albacea, 2018, Chatto & Windus), abunda el escritor escocés en los muchos ejemplos de biografÃas no autorizadas y últimos deseos literarios revocados.
“El oficio de albacea es sumamente desagradecido. Muere un escritor, y los buitres literarios se reúnen en torno a su legado: ¿será posible que haya, entre esos papeles desordenados, un ramillete de cartas, un diario revelador, o aún mejor, una brillante novela no publicada?â€.
Justo antes de fallecer, se sabe que Franz Kafka (Praga, 1883- Austria, 1924) escribió una nota a su amigo de confianza Max Brod en la que le pedÃa que quemara todos sus papeles póstumos. Brod, sin embargo, no quemó nada, y eso nos permite disfrutar de El Proceso, entre otros trabajos.
Una misiva, ¿es un objeto público o privado? ¿Tiene un autor derecho a deshacerse de su legado? ¿Debemos encomendar a otros nuestros cuadernos, cartas y diarios? ¿No deberÃamos enviarlos directamente al olvido?
“El poeta irlandés Thomas Moore, a quien Byron habÃa confiado sus memorias, estaba a favor de que fueran publicadasâ€, escribe Low, “pero tuvo que resignarse a verlas arder en la chimenea de la editorial que iba a hacerlo, en la calle Albermale, un acto de vandalismo literario que todavÃa nos enfurece 200 años despuésâ€.
De haber querido o podido enviar sus esfuerzos literarios al cubo de la basura, hoy no podrÃamos disfrutar de la obra magna de Virgilio, que logra transferir el poder cultural de Grecia a Roma, coincidiendo con el eclipse militar del mundo antiguo. Nos hubiéramos perdido La Eneida, una reescritura de la historia que afirma que el destino de Roma fue establecido en la antigüedad y que su cumplimiento pudo observarse en el régimen del emperador Augusto. Y, sin embargo, ¿debemos dar nuestros escritos a la hoguera antes de que la duda se apodere de nosotros? ¿Qué hacer con los cuadernos llenos de observaciones y planes para futuras novelas? ¿Es o no la labor de un escritor deshacerse de su propio trabajo?