Debo confesar que odio el concepto de spoiler: esa teorÃa según la cual se debe mantener al público en general en la ignorancia de los giros y sorpresas de la trama de una pelÃcula o un relato, preservando una presunta inocencia del lector, o del espectador, que le permita enfrentarse intacto ante la vivencia de lo inesperado. Odio el concepto por su falsedad: libros y pelÃculas están hechos para releerlos, revisitarlos, y ese regreso siempre nos cogerá (con perdón de la expresión) ya prevenidos, pero sin embargo, si el libro vale algo, si la historia está en manos de un creador apto, esa relectura deberÃa seguir proporcionándonos una conmoción. Además, esa prevención olvida que, generalmente, el discurso sobre una obra literaria, o cinematográfica, tiene más sentido después de su lectura; porque la crÃtica no es un spot publicitario.
Jon Bauer, en Piedras en el vientre, ha sido justamente ese tipo de creador apto que decÃa; por lo tanto, no necesita que yo haga equilibrios, pasando por encima de su libro como si pisara huevos. Aunque tal vez no haga falta explicarlo todo; ya veremos. Están ustedes avisados.
Porque en Piedras en el vientre hay una intriga: el narrador, de niño, vivió con una madre que acogÃa niños, hijos de padres encarcelados; a uno de ellos, Robert, le sucedió algo. Veinte años después, el hijo, que se ha convertido en un funcionario de prisiones en Canadá (jamás se nos dice donde suceden los hechos) vuelve a su lugar natal para ocuparse de su madre, atrozmente destrozada por un cáncer cerebral. En su delirio, la mujer le llama “Robertâ€; él se dedica a atormentarla, a lanzarle reproches. Y es que jamás sabremos cómo se llama este narrador (“Mi nombre real no me gusta nadaâ€, dice); en cambio, su padre, ya muerto en el segundo tiempo del relato, creaba apodos constantemente, transformando a Robert en Robert McNube, a su cuñada en TÃa Pelma (la equivalencia que el traductor Carles Andreu ha encontrado para “Aunt Deadlyâ€; la mujer se llama Thelma) o el propio narrador en MacAvoy Tres Labios, cuando saca la lengua, o Nutella el Huno cuando come chocolate. Ausencia de nombre por un lado, proliferación de ellos por otro; el protagonista oscila entre una identidad insuficiente y sus suplantaciones.
Este narrador sin nombre es quien nos lo explica todo, aunque sea en dos tiempos, rigurosamente alternados durante la mayor parte del texto: cuando tiene ocho años y cuando tiene veintiocho. Para ello, Bauer construye dos voces a la vez distintas y familiares: la del inquietante mequetrefe de estilo pueril, con oscuras fantasÃas de sexo y violencia y ásperamente celoso del niño de acogida que le disputa el amor de sus padres, y la del joven atormentado, que entabla relaciones sexuales compulsivamente, derrama desengañadas sentencias sobre la vida y de vez en cuando, bajo los efectos del alcohol, estalla en abruptos estallidos de violencia. En uno de esos estallidos, destroza el escaparate de un fotógrafo, entra en la tienda y se lleva un montón de imágenes de encargo. A la mañana siguiente las contempla, expuestas en el comedor, y lanza una de esas teorÃas que jalonan su discurso:
Me gusta cómo las fotografÃas revelan los defectos. Por muy profesionales que sean, dejan entrever las sutiles batallas para intentar eclipsar a los demás delante del objetivo: unos padres posan con sus hijos, pero la madre los coge a los dos, mientras el padre asoma desde un costado. Con una sonrisa radiante, eso sÃ. Las poses que la gente adopta en el momento de tirar esas fotos dicen muchas cosas. O las fotografÃas que decidimos mostrar, el lugar que normalmente ocupamos en una foto de grupo, si tendemos a situarnos enfrente o preferimos permanecer en un segundo plano.
No mucho después, en el mismo capÃtulo, su madre le plantará delante una foto de los cuatro: “mamá mira a la cámara como si ella fuera la reina y nosotros fuéramos sus perros galeses, el hombro de papá eclipsado por el suyoâ€. La novela es también una forma de escarbar en esta foto de familia: un matrimonio dominado por la mujer y lo que aparentemente es un sentimiento de caridad mal entendida, donde el padre se refugia en sus juegos de palabras y su irresponsabilidad. En otro anzuelo lanzado por el autor, un psicólogo dirá en cierto momento que un niño puede ser un barómetro:
Que es muy triste, pero a veces los niños son los únicos lo suficientemente valientes como para mostrar los sentimientos que hay en una casa. Como un barómetro. ¿Sabes qué es un barómetro?
Significativamente, el niño está obsesionado con un pluviómetro; a lo largo del relato, una serie de objetos acompaña la peripecia de los personajes. Hay las fotografÃas de Robert, la mancha de sangre de la abuela que murió en la bañera, y sobre todo la podadora con que el padre recortaba el seto, y que no volvió a usar después del accidente. Incluso el polvo sobre la mesa del comedor que el narrador halla al volver es “como el manto que se posó sobre nuestras vidas después de lo de Robertâ€. Todo el libro está lleno de estos objetos significativos. Es más: muchos de ellos llegan a serlo a través de su recurrencia, de su reaparición (hay que tener en cuenta que el propio relato es circular: termina justo donde empieza), en la medida que, cuando esta tiene lugar, ya tenemos la información que nos permite darles sentido. Tal vez el ejemplo más sutil, pero más palmario, sea el propio tÃtulo de la novela, un paratexto enigmático durante la mayor parte del tiempo (aunque aparentemente relacionado con la “nuez negra†que el narrador identifica al mismo tiempo con el cáncer cerebral que devora a su madre y consigo mismo) que finalmente, ya muy avanzados los hechos, es evocado para dar la clave definitiva de esta particular familia desgraciada:
Dice que sabe que hay una piedra dentro de cada madre, que todas llevan piedras en el vientre, donde en su dÃa estuvieron esos bebés. Y que demuestran una gran valentÃa cargando con esas piedras. Que siempre llevarán una piedra en su interior por el bebé que perdieron.
Todo funciona, asÃ, como un mecanismo de relojerÃa. Incluidas las numerosas elipsis narrativas. De ellas, la mayor es la que separa el momento en que Robert, después del accidente, fue adoptado por la familia y el momento en que el narrador vuelve a casa. La escisión en dos voces del relato refleja la escisión interna del narrador (puesto que la culpabilidad siempre escinde al sujeto en dos seres, aquél que cometió el hecho y aquél que lo juzga): un ser complejo, atormentado, casi dostoievskiano, al cual acompañamos, a través de su dicción seca, encadenados a un presente verbal que no deja respiro, sin cortapisas, a través de actos que oscilan entre lo patético y lo horripilante. De una forma que recuerda algunas de las mejores novelas de Mercè Rodoreda (aunque con una sordidez más cercana, tal vez, a A. M. Homes, por no decir Coetzee), la construcción de esa voz narrativa es quizás el mayor triunfo de Jon Bauer en su primera novela.
Y por eso esta es digna de ser leÃda aún sabiendo qué le sucedió a Robert.