Cuando creÃamos que el pasado ya era una pieza de museo o un archivo ocasional o más bien un accidente geográfico e histórico, Eduardo Ruiz Sosa –un escritor de sombrero, de los pocos que aún quedan- nos conmueve con una larga novela, AnatomÃa de la memoria, un regreso a la década de los ‘70 del siglo XX en México, para recordar o inventar el recuerdo de un grupo de estudiantes, Los Enfermos, que batallan a su modo para crear un nuevo orden nacional.
Debo advertir que yo soy, apenas, un lector moderado. Ando en tinieblas, como tantos otros, buscando lecturas que me dejen desnudo por el mundo y que desnuden al mundo, lecturas donde estar o no de acuerdo sea lo menos importante, que me ayuden a alargar la estrechez del universo y de mis dÃas. Lo digo, antes que nada, porque sostengo la dificultad de la lectura y no su oportunismo o coyuntura; amo la larga soledad del leer y esa suerte de tiempo distinto al de la prisa y la voracidad de nuestros tiempos. Nada me cuesta sostener libros mayúsculos y doy por sentada la necesidad impostergable de contar historias a lo largo de 573 páginas.
Asà como hay seres entrañables, seres inseparables de uno –no por la semejanza, sino por la diferencia- también hay libros que nos hablan particularmente al oÃdo. Como si se hubiera deseado una vida entera que llegaran a las manos, y comenzaran a habitar el propio lenguaje o, mejor aún, la propia voz, la propia memoria.
He leÃdo AnatomÃa de la memoria durante siete dÃas seguidos, con sus tardes pausadas y sus noches enrevesadas, siete sueños y siete pesadillas, dándole vueltas a todo aquello que hay en el libro: la memoria –nuestra memoria-, los libros –nuestros libros-, las enfermedades –nuestras enfermedades-, el paÃs –nuestros paÃses-, la violencia –en sus heridas y sus cicatrices- y la escritura.
Si algo puede demostrar la bonanza de un libro esto es, quizá, la potencia inesperada del cambio de ánimo, de una transformación en el cuerpo, la confusión entre el pasado y el porvenir, esa noble sensación en la que el mundo fuera se suspende y todo lo que ocurre está en la lectura.
Termino de leer AnatomÃa de la memoria y me siento tenso, con contracturas de rarÃsima procedencia, dolores por dentro y fuera. Y siento perplejidad, porque al mismo tiempo que la tensión, percibo una indefinible voluntad de celebración.
Leer AnatomÃa de la memoria plantea una serie de dificultades: hay que regresar a cada párrafo anterior y leer hacia atrás, como si el libro propusiera un complejo ejercicio de laberintos de la memoria; al mismo tiempo, hay una escritura que resume la escritura de tantos y es tan de Eduardo Ruiz Sosa que no es posible detener las palabras y cada una parece ser única e indivisible y estar puesta en su lugar y yo no lo creo, es decir, no puedo sostener los ojos tan abiertos para tanto vértigo y para tanta hondura. Hay dificultades, sÃ, y entonces pienso que asà deberÃa ser: porque la escritura duele -se dice en este libro- porque la escritura no puede, y porque la lectura tampoco puede. ¿No poder qué?: no poder ser impune con cierto pasado y salir inmune de su ovillo erizado; no poder leer sin temblar porque algo, más allá y más acá de la escritura, acontece; no poder, en fin, mirar la pared vacÃa como si nada hubiese pasado.
SÃ, la lectura aquà es dificultad porque se trata de alteridad y no de identidad: no tiene que ver con tu vida particular, aunque en algo o en mucho resuene a ella; es alteridad y no identidad porque las palabras no son las tuyas, aunque en algo o mucho sientas pronunciarlas parecido; y es alteridad y no identidad, porque somos y no somos esos seres singulares que alguna vez pensamos en cambiar el mundo mientras el mundo cambiaba con y sin nosotros.
Yo celebro la dificultad como un arma que dispara complejidades contra el falso conformismo y la mala pereza. La celebro en este libro porque asà como la lectura debe provocar el obstáculo inviolable de la rápida comprensión y la voluptuosa explicación, en algunas ocasiones también nos hace recordar que la vida es difÃcil, que la escritura es difÃcil, que la memoria es difÃcil, que el pasado es difÃcil, que los libros son difÃciles.
Y siento un asombro descomunal mientras leo. CreÃa que a las nuevas generaciones –perdón por mencionarlo- les importaba poco o nada el otro tiempo, el tiempo en que no estuvieron, el tiempo nulo o vacÃo del recuerdo de los padres y los abuelos y bisabuelos y tatarabuelos. Ese tiempo peculiar en que Los Enfermos –los de México, pero también los de tantos otros sitios-, los enfermos de dudosa lucidez y certera ilusión, intentaron torcer el rumbo de la ausencia o de la burla del poder, mezclando poemas, grafitis, primeros amores, robos a bancos, aridez del alma y multitudinarias correrÃas hacia la lucha sórdida e irremplazable por hacer de lo humano otra alegorÃa de lo humano.
Sin embargo, el asombro se acompaña de una ligera sonrisa y de una larguÃsima sensación de gratitud. ¿Qué hace que giremos el rostro hacia atrás en una época que nos tuerce el cuerpo hacia adelante, confundiendo el éxito con la muerte, la sobrevida con la vida y la rápida comunicación con el rÃo de conversación que anhelamos? ¿Qué, sino ser guardianes de una Enfermedad desbordante y sin remedio, a sabiendas del destino implacable de una muerte omnipresente?
Siento, entonces, una extraña conmoción que no percibÃa desde hace más de nueve libros. Porque la historia que aquà se cuenta no es una torpe secuencia de enigmas y de soluciones sino el derrotero de cientos de almas; como si lo que estuviera en juego es nada más y nada menos que la ilusión de hacer memoria para hacernos presentes, y como si el presente fuera el único tiempo posible para creer, pensar, percibir, escribir. Lo diré de este modo: entre los recuerdos de un testimonio plural –siempre cubiertos de polvo, siempre ocres- y el presente que nos fuerza a reencontrarnos con ellos y con nosotros mismos, hay un desierto de potencias descubiertas: los sueños despedazados, siempre exánimes y siempre reanimados; una violencia que en nuestra vida jamás será un telón de fondo; las palabras como torrentes que dan cauce a los sentidos; las rémoras claroscuras con las que pensamos el sentido o el sinsentido de una época sin desperdicio; y el paisaje en movimiento de esa muerte abrupta o detenida que es la vida.
Dificultades, asombros y conmociones durante la lectura. Y una extrañeza próxima, puntual e impuntual al mismo tiempo. Leo AnatomÃa de la memoria y siento esa cercanÃa ardiente y esa distancia impúdica –nunca indiferente- con los Enfermos. Soy un Enfermo de entonces y, quizá, de otra manera, también de estos tiempos. Como ellos quisiera reescribir la patria de lo humano, sus gestos, sus misterios, sus soledades, sus multitudes. Como ellos quisiera asumir la enfermedad de cada uno y cada una. Como ellos creo que hay más sitio en los libros que en la falsa noción de patria. Y como ellos, también, de algún modo, he muerto o me he desaparecido, aunque sigo Enfermo.
Es curioso: los que de verdad desparecieron se tornan presencia indeleble en nosotros, nos hacen, nos duelen, nos viven, nos matan, nos hablan todo el tiempo. Pero hay que recordar de otra manera. No es justo que una desaparición sea recordada en una fecha, un acto, resumida en un sÃmbolo, en un pañuelo negro. La memoria es blanca porque siempre habrá que inventarse el recuerdo en el presente; su ambigüedad consiste en que está llena de detalles nulos y es necesario escribir y reescribirla cada dÃa. Un recuerdo amarrado a su pasado es una nostalgia vacÃa.
AnatomÃa de la memoria me ha puesto a caminar, de nuevo, de otra manera. Me ha hecho ver los rostros de los muertos o de los desaparecidos o de los aún vivos y de los todavÃa Enfermos bajo una atmósfera hipnótica, dura, insistente, necesaria. Y, sobre todo, he sentido esa profunda aversión a la normalidad que todo Enfermo voluntario desprecia en una indiferencia recÃproca. Por la normalidad encogemos los hombros y vemos cómo los frutos caen al suelo; por la normalidad asistimos al ultraje de la infancia y a los golpes del destino; por la normalidad asentimos que aquella lucha en este libro retratada está caduca y que fuimos derrotados por la arrogancia y el consumo; en fin, por la normalidad hemos dejado de estar Enfermos. Y es una lástima.
Si se me permite, voy a exagerar con este libro, a pesar de él y de su autor: serÃa poco abogar por la bondad de su lectura si solo jugásemos al hecho literario, si apenas utilizásemos la primitiva recomendación a los lectores. Hay algo más, algo que me excede y que intentaré resumir en estas últimas pocas lÃneas: quisiera exigir que este libro sea leÃdo. Sé que es demasiado el riesgo si al hacerlo propongo sólo la promesa de la dificultad, el asombro, la conmoción y la extrañeza. Pero no puedo sino obedecer a la memoria inscrita en la memoria de los Enfermos: este mundo está lleno de falsos profetas y de burdas mercancÃas. En vez de la flecha venenosa que apunta hacia adelante, hacia el impúdico progreso, quisiera que el tiempo se curve hacia el pasado y se sienta malherido, frágil, casi sin soplo de vida. En nombre de quienes se sienten moribundos y aún respiran, en nombre de lo poco o mucho pero digno que puede sugerirse de la escritura. Por nosotros y por los Enfermos. Que, a esta altura del mundo, viene a ser casi lo mismo.
DeberÃa llenar el espacio de lÃneas punteadas. Un espacio donde quepa solo el silencio. Porque me desbordó este texto, queridÃsimo Carlos (Y pido perdón por la familiaridad del adjetivo, pero asà lo lo siento).
Gracias por devolverle vida a la palabra, tiñéndola de razón, magia, emoción y de todo aquello indefinible que nos hace ser humanos. Casi siento una especie de temerosa expectativa ante la posibilidad de abrir la primera página del libro «AnatomÃa de la memoria»que nos encomendás leer.
Un fuerte abrazo.
Rosana.