“Ésta es la revolución dominicana, se dijo con una paleta de cerdo en la boca, tanta sangre derramada para comer langosta.â€
Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), figura clave de la literatura caribeña actual, se supera y reinventa con cada nueva incursión novelÃstica. Sus primeras publicaciones, tanto los versos aparecidos en la revista Vetas como los libros de relatos Rumiantes (Riann, 1998) y Ciencia succión (Amigo del hogar, 2001), fueron reunidas en 2017 por Ediciones Cielonaranja en un único volumen titulado Cuentos y poemas (1998-2003). Las novelas La estrategia de Chochueca, Papi y Nombres y animales conforman lo que ella llama la trilogÃa de las niñas locas —o de las niñas insoportables—, dominada por una voz infantil o adolescente que conduce la narración y permite un recorrido heterodoxo, gamberro y vertiginoso por el Santo Domingo de finales de los noventa. La primera de ellas, La estrategia de Chochueca (Riann, 2000; Isla Negra Editores, 2003), muestra los itinerarios urbanos y vitales de unos jóvenes culturalmente sofisticados y marginales que bailotean en “la gelatina absurda†legada por la generación precedente, mientras que la deslumbrante y celebrada Papi (Vértigo, 2005; Premium, 2010; Periférica, 2011) constituye una fantasÃa espectacular en torno a la figura de un narcotraficante que es puro exceso de consumismo, lascivia e irresponsabilidad, y cuya influencia —la sombra que proyecta— es salvaje, desorbitadamente amplificada a partir de sus posesiones y tentáculos por su hija de ocho años. Esta epopeya sin avance narrativo, que cincela a golpe de hipérbole, ironÃa y parodia la figura de un patriarca mitológico y omnipotente —“neomacho global†y “mesÃas del consumoâ€, en palabras de Juan Duchesne Winter—, supone un triunfo del estilo, el puro delirio imaginativo de una voz infantil, desbocada y sin filtros, que se abre paso a través de enumeraciones caóticas y reiteraciones casi mántricas, en una estética de la acumulación que sobredimensiona el registro grotesco y se instala en un presente sin salida. Nombres y animales (Periférica, 2013), nominada al IV Premio Las Américas de Novela en Puerto Rico, constituye la tercera parte de esta trilogÃa; en ella, lo que aglutina el relato es el delirante flujo mental de una adolescente que se pasa el verano trabajando en la clÃnica veterinaria de sus tÃos. La obra se plantea como una novela de iniciación donde afloran nuevamente enumeraciones sensoriales y recursos de gran plasticidad.
Se han estudiado los intertextos del merengue, asà como algunos matices de ritmos urbanos, en la prosa mestiza de Rita Indiana. La música es algo muy integrado en su proyecto artÃstico, hasta el punto de que la autora lideró como compositora y vocalista una banda de electro-merengue-beat o merengue fusión —o, tal como ella misma ha dicho en alguna ocasión, ritmos afrodominicanos con intención electrónica— llamada Rita Indiana y los misterios. No fue su primera incursión en la música, pero sà la más célebre, y culminó con el álbum El juidero (2010). A finales del 2011, abrumada por un éxito desbordante y por el ruido de las redes sociales —llegó a ser una auténtica estrella: “La Montraâ€, la llamaban—, decidió abandonar los escenarios para dedicarse más intensivamente a la literatura. Además de los ritmos de merengue y hip hop, cabe señalar el influjo en su impronta estilÃstica, marcadamente experimental, de las nuevas tendencias en artes escénicas, videoarte y performance.
De su formación en artes plásticas se hace eco, más que ninguna otra novela, La mucama de Omicunlé (Periférica, 2015) —finalista del II Premio de Novela de Bienal Mario Vargas Llosa en Perú y del VI Premio Las Américas de Novela en Puerto Rico, y merecedora del I Gran Premio de Literatura de la Asociación de Escritores del Caribe—, que marcó un importante punto de inflexión en su narrativa. En ella, Rita Indiana se adentró en la ciencia ficción de la mano de un protagonista transexual —la mucama del tÃtulo protagoniza un cambio de sexo Ãntegro y casi instantáneo gracias a un poderoso fármaco y a un desconcertante ritual afrocaribeño— que viaja en el tiempo y se fabrica clones en el pasado. En esta “novela de ciencia ficción eco-queer†—Duchese Winter dixit—, la autora construye un fascinante entramado de tiempos y acciones que abarcan desde un futurista 2037, en plena catástrofe ecológica, hasta la época de los bucaneros del s. XVII, yendo atrás en el tiempo por obra y virtud de una urticante anémona de mar y portales mágicos que hallan en Sosúa una plataforma para el salto cuántico.
Hecho en Saturno (Periférica, 2018) vuelve a uno de los personajes de La mucama de Omicunlé y lo sitúa en el centro de la narración. Argenis Luna, artista admirador de Goya y acaso lo más parecido a su reencarnación, permitÃa inferir, en la anterior novela —a pesar de las capas de parodia y furiosa ironÃa—, una concepción del arte como posesión bruja, como don o inspiración casi divina; en este último libro, en cambio, la accidentada peripecia vital del personaje vehicula una panorámica de la sociedad dominicana actual.
Argenis tiene un gran talento para la pintura, pero hace años que va dando bandazos, en parte por el difÃcil acomodo que halla su prodigiosa técnica en una época que menosprecia las artes plásticas y privilegia la performance y la videoinstalación, y en gran medida también por hallarse sumido en un extravÃo y una decadencia que comparten muchos jóvenes de su generación. Su padre, José Alfredo Luna, que en otro tiempo fue un héroe de la guerrilla urbana y ahora ostenta un importante cargo en el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), recibe la adulación incondicional de adláteres y parásitos, y vive asà envuelto en una leyenda que ni las derivas del presente parecen ensombrecer. Precisamente para que Argenis no enturbie su campaña polÃtica con sus bochornosas debilidades —esto es, con su adicción a la heroÃna—, lo ha mandado a una clÃnica de desintoxicación en Cuba. El joven arrastra una crisis profunda que empezó con su divorcio y se intensificó con sus posteriores fracasos en el mundillo artÃstico y con las adicciones, marasmos y derivas psicóticas que todo ello le acarreó. En Cuba, una serie de reveses y malas decisiones le hacen tocar fondo. Quiere desengancharse de la heroÃna, pero no cree poseer la fuerza de voluntad necesaria para ello; asaetado por múltiples miedos y sintiéndose como “el arcano menor de la miseriaâ€, regresará a Santo Domingo.
“La Habana era una ciudad desnuda y las consignas y los héroes pintados lucÃan rústicos e ingenuos como los tatuajes hechos a mano en los brazos y la espalda de un preso […]. Se preguntó si la afanosa permanencia de aquellos letreros era inversamente proporcional a la fe que en ellos le quedaba a la gente.â€
Cuba asume un gran protagonismo. En la isla todo es decadente y ambarino, avejentado y salitroso. La voz narradora, focalizada en Argenis, se recrea en el flagrante anacronismo de las ropas y los peinados, los sintetizadores ochenteros, los taxistas en Cadillac y las efigies de los próceres de la patria. Se hace patente que, más allá de las reivindicaciones sociales que vehiculó, la revolución, convertida en régimen —“derrumbe inminente de infinitas ruinas dispuestas como sobras en el plato de un titánâ€â€”, fracasó en cuanto a libertades. A pesar de ello, Argenis reconoce en La Habana una capital cultural envidiable: “el verdadero y único Nueva York del Caribe, el ParÃs de las Antillas, la Nueva Delhi de las Indias Occidentalesâ€.
Se establece, por la vÃa sensorial y asociativa, una comunicación directa y una comparación histórica, cultural y urbanÃstica entre Cuba, cuna de creadores como Wilfredo Lam y Alejo Carpentier, y Santo Domingo, que, despojada de sus amplias aceras sembradas de jazmines, tamarindos y almendros, y de las casas de estilo moderno de los años cincuenta, se halla invadida por microempresas que anuncian sus servicios “con vulgares tipografÃas impresas digitalmente en banners de viniloâ€: centros de internet, barberÃas, uñas postizas, teléfonos móviles y ropa usada. En estas desencantadas, dolidas descripciones, abundan los olores —“afuera olÃa a leche cortada, ese olor amargo y lÃquido de los vegetales en estado de putrefacciónâ€â€”, los ruidos —“sonidos de roca molida†salen de las radios de los taxis— y las fotografÃas a todo color: “Los chóferes maledicentes, la choperÃa frenética […], los cargadores para celulares, plátanos y musús, las hinchadas manos de los mendigos haitianosâ€.
“La desesperanza vestida con uniforme de Burger King sostenÃa celulares propagados con monstruosas uñas de porcelana china. Décadas de saqueo sistemático, de escuelas públicas que eran granjas de contención, de mierda en pote, habÃan esculpido esta marea de ojos sin horizonte. ¿Quién podrá defenderlos?, pensó Argenis, ahora que los elegidos se han convertido en rumiantes. ¿Le tocaba a él? ¿A sus frÃvolos amigos?â€.
En Santo Domingo, sus antiguos amigos, exalumnos de la misma escuela progre y adiestrados como él en el evangelio de la revolución, andan hoy montados en el dólar: han hecho uso de las influencias de sus padres, que fueron fagocitados por la dictadura de JoaquÃn Balaguer, el heredero de Rafael Leónidas Trujillo, y ahora ejercen de adinerados polÃticos en el PLD. Frente a los vástagos de esa generación devorada y regurgitada que se evoca a través del mito de Saturno, Argenis se debate entre la promesa de fastos y prestigio con que le tienta su padre y el asco que le produce el estado moral del paÃs; se ve subyugado por abigarradas fantasÃas de éxito, pero al mismo tiempo rechaza el ascenso fácil, asà como censura la frivolidad y la falta de coherencia ética de sus antecesores y de sus coetáneos.
“Eran la viva imagen de sus progenitores, pero sin la carga ideológica con la que éstos habÃan planificado atentados […]. ConocÃan la razón de su actual solvencia, no se trataba de educación y progreso, toda esta plenitud era producto de un pacto. El PLD habÃa pactado con Balaguer y habÃa ganado las elecciones por primera vez en el 96. En un último sacrificio por la patria, sus padres habÃan firmado con el asesino de sus camaradas. Agradecida de sus privilegios, sin contradicciones ni excusas, ésta era la nueva nobleza dominicana.â€
Hay que destacar el uso intensivo del humor y la autoironÃa en un retrato social tan devastador. AsÃ, por ejemplo, los nombres y las consignas de los héroes de la revolución se le antojan a Argenis tan misteriosos, inoperantes y ajenos como los rezos de su abuela a San Miguel Arcángel. Resulta asimismo remarcable el talante —el talento— epigramático de que da muestra la autora al equiparar la adicción confesa y gozosa del personaje a la heroÃna con la propaganda soviética: “satisfecho con su ración diaria de felicidad […], con la jeringa en un puño y la cuchara en la otraâ€. Ya en el ámbito de lo grotesco, cabe consignar la escena en que su padre y unos camaradas del partido comen como unos muertos de hambre, sin modales, en un restaurante de lujo y avergüenzan a “los blanquitos de apellidoâ€.
“Comenzaba a diluviar en el ventanal y Argenis imaginó la escena de un musical dominicano. En él su hermano, con el traje de marca y la boina estrellada del Che, bailaba bajo una lluvia de contratos del gobierno para construir puentes, carreteras y dispensarios médicos.â€
Asistimos al vertiginoso flujo de conciencia de Argenis, que escala generaciones y se remonta con nostalgia a imágenes de la infancia y la adolescencia. Lo asaltan, “como en un loop de hip hopâ€, emotivas y certeras estampas de las mujeres de su familia, auténtico pilar y apoyo de su vida: su madre, cuyo “afán de pulcritud no era más que un remanente trujillistaâ€; la tÃa Niurka, que “nunca se habÃa jactado de militancia alguna, pero entregaba a diario todo lo que tenÃa a los demásâ€, y la abuela Consuelo, cuya imagen fija, congelada en el gesto de limpiar arroz, vuelve una y otra vez a su memoria.
En el ánimo del protagonista se da un doble, contradictorio movimiento de reconciliación y condena. Es capaz de autocrÃtica —reconoce en la heroÃna el paradigma de la gratificación individual que le ha hecho sacrificarlo todo— y de empatÃa. Siente una irremediable ternura por el cansancio y las lágrimas de su madre, e incluso —cuando logra sobreponerse al rencor— por la inocencia perdida de su padre. Al final, Argenis se adentra por el camino más difÃcil: la honestidad personal, el arte sincero, el talento sin mixtificaciones.
Frente a La mucama de Omicunlé, que bebÃa de la ciencia ficción, acusaba la influencia de Lovecraft y abundaba en una estética fragmentaria y experimental, Hecho en Saturno practica una suerte de hiperrealismo mordaz que nos sitúa en un Caribe escorado hacia la corrupción, la devastación ideológica y el consumismo desaforado. La capacidad de acceder a otras versiones de la realidad que se exploraba en la novela anterior —la voz narradora saltaba de un tiempo a otro con una omnipotencia arrebatadora—, aquà se ve esbozada como potencialidad retrospectiva en la abuela, que practicó la brujerÃa a través de su condición de “caballo de San Miguelâ€, de servidora de misterios. Argenis ha llegado tarde al tiempo de los dioses y los héroes, pero aun asà revela su acceso —brujo, sobrenaturalmente inspirado— a un arte que está fuera de la realidad y de la lógica. Ello se refleja en un estilo que da cabida a lo intuitivo, deja entrever las alucinaciones producidas por el sÃndrome de abstinencia, la recreación sensorial segundos antes del chute —“la intensa expectativa fundÃa los materiales y la realidad subatómica se hacÃa evidente; la blusa anaranjada y la mano de la mujer estaban hechas de lo mismo, partÃculas indecisas, ideas de cosasâ€â€” y la propensión a la sinestesia “en el embudo hacia la vigiliaâ€.
“Un atisbo de luz real le hizo darse cuenta de la constitución de las imágenes, hechas de aire como la música.â€
“Algunas hojas del pasto son muy precisas, como dibujos cientÃficos y esa precisión en medio de la imprecisión remeda la forma en que la vista enfoca y desenfoca […]. Del hueco que abren a la vaca asoma una visión. Agua, agua clara y bajita como la de Boca Chica.â€
Mención aparte merece la luz, cruda y redentora a un tiempo. Desde las primeras lÃneas de la novela —“Luz de oficina, de consultorio. Luz aguada en una capota de nubes pareja que hundÃa los hombros del horizonteâ€â€”, la luz se nos ofrece como un elemento capital. Incluso el nombre de Argenis, que se refiere a un prÃncipe de blancura plateada, tiene que ver con la luz. Y es que, más allá del sol del Caribe cuya blancura no deja nada a la imaginación —“DescendÃa milenaria sobre todas las cosas sin la piedad de las nubes, calentaba la tierra, atraÃa hacia sà el hambre de las plantas, cortaba con sombra el borde de los edificios, silueteaba la materia como un bisturÃâ€â€”, y más allá del tamiz lumÃnico por el que “las cicatrices que el crecimiento habÃa dejado en Santo Domingo lucÃan menos agresivas, como la mugre de un mendigo que duerme apaciblementeâ€, hay que tener en cuenta la luz captada —y arrojada— con clarividencia por la mirada del pintor, del artista que invoca a Goya y Vermeer, se mueve entre la precisión y la pasta grumosa del ensueño o la reverberación, y capta detalles reveladores, privilegiados o imprevistos de la vida cotidiana y sus misterios.
“La luz difuminaba el gris, convertÃa los carros en la distancia en vibraciones lÃquidas. QuerÃa pintar esa luz, someterla.â€