Según a quien se le pregunte, el cuerpo puede ser un costal de huesos y carne animado por procesos bioquÃmicos, o puede ser el relicario del alma inmortal, de paso en este teatro. La interpretación del fenómeno cambia, y si se les pregunta, cada bando proporciona sus evidencias y conclusiones, ambas con peso si el curioso tiene un interés auténtico y no una postura ideológica por probar. Como todos los misterios, la verdad es algo nebuloso a lo que solo se puede aproximar, y es cierto que hay una extensión desconocida mucho más abajo de la punta de todos los icebergs. Aun asÃ, a pesar de sus diferencias, materialistas e idealistas están de acuerdo en algo: El cuerpo humano, llegada la muerte, merece respeto.
Se sabe de los saqueos de tumbas desde los dÃas más viejos de Egipto, y es casi seguro que ocurrÃan, de una u otra forma, incluso cientos de años antes. El descanso eterno de algunos reyes y conquistadores, por no hablar también de la gente adinerada, de vez en cuando ha sido interrumpido por oportunistas que esperan encontrar fortuna entre los huesos; algunas joyas, un par de brazaletes, o por lo menos un diente de oro. La vanidad humana es tanta, que los hay quienes incluso hoy dÃa siguen creyendo que la muerte es más digna mientras se guarde alguna riqueza en el féretro, tentando con esos caprichos las aventuras nocturnas de algunos aprovechados. Pero también hubo un tiempo en el que la ganancia bajo tierra no eran los lujos que el muerto se llevaba al otro lado, sino el cadáver mismo. Ganancias considerables mientras más fresco e Ãntegro se encontrará.
Aquello fue, según los interesados, solo negocio, aunque algo de morbo debÃa haber. Es solo una conjetura. Sobre las filias de los resurreccionistas, como se hacÃan llamar estos profanadores, no se lee una palabra en Diario de un resurreccionista, aunque es posible enterarse sobre otros asuntos no menos morbosos. En principio anónimo, el texto se atribuye a un tal Joseph Naples, un hombre cortés y de buena conducta, miembro de una banda escandalosa que entre 1811 y 1812 saqueó los cementerios para satisfacer las demandas de los cirujanos y anatomistas de Londres y Edimburgo.
El diario cayó en manos de James Blake Bailey, bibliotecario del Real Colegio de Cirujanos, quien lo estudió y editó para presentarlo a los miembros del mismo instituto. Agregó al escrito de Naples un comentario académico en el que explica las indignaciones, el escandalo moral y el porqué de esa práctica para muchos despreciable, para otros pocos de gran lucro. Pues mientras que en Alemania, Francia e Italia los anatomistas perfeccionaban su oficio gracias a leyes que reflejaban la sofisticación de sus sociedades, en el Reino Unido apenas podÃan dar unos pasos por culpa del puritanismo de una población mojigata que veÃa al diablo en el progreso cientÃfico. Los profesores y estudiantes de medicina no tuvieron otra alternativa más que hacer tratos con arribistas y criminales, gente salida de lo más bajo de los estratos británicos, que proporcionaban a los médicos con cadáveres frescos que terminaban sus dÃas en las mesas de disección en lugar de la paz del camposanto.
Aunque su autor fue Naples, editorial La Felguera presenta este diario a nombre de Bailey, ya que el grueso de la edición es su comentario sobre la vida y negocios de los resurreccionistas. Esto es una fortuna, pues, aunque el diario en sà es de un valor importante para entender este periodo, su contenido no deja de ser un poco seco, muy al grano, y limitado solo a breves imágenes de la banda, mientras que las observaciones a color de Bailey pintan al Londres de aquellos tiempos como un lugar en el que asesinos, cientÃficos y ladrones se codeaban por beneficio mutuo. Una imagen conocida que, como indica Juan Mari Barasorda en su prólogo, ha quedado para siempre en el imaginario cultural gracias a su presencia en la obra de Stevenson y Dickens, entre otros tantos. El libro entero está ilustrado por imágenes salidas de tratados anatómicos y folletines criminales, lo que no hace más que acentuar su atmosfera negra.
Los resurreccionistas desaparecieron poco después de que el Parlamento aprobara la Ley de AnatomÃa de 1832, permitiendo asà que los indigentes fallecidos en los hospicios fueran donados a las escuelas. Los cementerios quedaron de nuevo en paz, los familiares podÃan confiar en el descanso de sus muertos. Aun asÃ, las prácticas de los anatomistas no dejaron de escandalizar a la población, y tendrÃan que pasar algunos años antes de que se les dejara de ver como pervertidores de la santidad corporal.
Hoy dÃa muchos ven a este cuerpo y su contenido como la totalidad del ser, y no piensan que exista algo más allá de su materia. Y sin embargo, según algunas teorÃas antropológicas, nos volvimos hombres, en el sentido en el que entendemos a nuestra especie, cuando comenzamos a enterrar a nuestros antepasados. A estos entierros toscos les siguió el desarrollo de un culto a la muerte y a fuerzas animistas, creencias que veÃan a la carne como un recipiente precioso para el espÃritu. Creencias que alcanzaron un refinamiento en las culturas milenarias del Creciente fértil, sobre todo en la de Egipto, y terminaron por migrar en los ethos judeocristianos.
Visto asÃ, puede entenderse el disgusto y el miedo de aquellos pobres ingleses perturbados por las hazañas de unos destripadores titulados. A nadie le gusta terminar bajo el escalpelo de un estudiante nervioso por su primera disección. No sin el debido permiso firmado. ¿Qué importa que ya estemos muertos? Los fantasmas también sienten.