El profesor Ignacio Sánchez-Cuenca (en adelante ISC) se ha embarcado en un proyecto delicado y valiente, a medio camino entre dos referencias inevitables, el reciente El cura y los mandarines de Gregorio Morán y las ya casi clásicas Imposturas intelectuales de Alan Sokal y Jean Bricmont. Desmarcándose con cierto escrúpulo de Morán, se propone, sin intención de destruir la reputación de nadie en los campos en que destacan, “llamar la atención sobre la pobreza de su argumentaciónâ€. O dicho de otro modo algo más crudo, sacarles los colores a esos figurones, todos varones, que opinan sobre lo divino y lo humano en los medios de comunicación sin la preparación adecuada y con total impunidad.
Sirviéndose de una distinción que atribuye a Diego Gambetta, ISC habla de “cultura holÃstica†(frente a “cultura analÃticaâ€) para describir la clase de juicios que emiten estos personajes conocidos de todos los que accedemos en uno u otro soporte a la prensa. Prefiero no mencionar nombres aquÃ. Yo transcribo los delitos de su prosa y seguro que el lector identifica a los delincuentes: superficialidad, frivolidad, vanidad, incoherencia, veletismo, moralismo… y empecinamiento con la idea de España. SÃ, sÃ, ése que usted está pensando es uno de ellos. Y seguramente está afectado por el “machismo discursivo†que los caracteriza, esa prepotencia fálica que ignora la precisión y desprecia la crÃtica.
Lo que se propone ISC, siendo una tarea más que necesaria, serÃa en sà mismo bien sencillo, como puede concluir cualquiera, de no ser por los riesgos que se corren enfrentándose a esos figurones tan bien relacionados y, sobre todo, el abnegado sacrificio que supone el trabajo de leerlos para poder criticarlos. El propio autor legitima su misión en dicha necesidad y termina animando a la crÃtica de los demás para tratar de poner coto a la desfachatez con que estos intelectuales perpetran libros y artÃculos, idea que abrazo sin la menor reserva y hete aquà que, en mi condición de crÃtico de la crÃtica, es a él mismo al primero al que someto a escrutinio.
Quizá un primer problema de su libro se deriva de la inclusión de nombres en su lista de sospechosos habituales. ¿No hay un poco de mezcla de churras con merinas? Mientras que se leen en el libro nombres fuera de toda duda en cuanto a su condición de macho discursivo, aparecen citados acá y allá otros (pienso en Juan José Millás o Rafael Reig) a quienes habrÃa que mirarles con más detalle la entrepierna para llegar a conclusiones.
Ante el opinionismo sin fundamento, ISC se alza en representante de un sector, el investigador universitario, que trata de imponer en el debate público los mismos exigentes requisitos que guÃan la investigación académica. En ese planteamiento, el manejo de datos positivados (porcentajes, cifras, estadÃsticas) le resulta indispensable, y se comprende, aunque a veces su fe en los datos académicos le lleve a hacer juicios que, como poco, hacen enarcar las cejas: según esos estudios serios, el grado de corrupción de un paÃs vendrÃa a ser inversamente proporcional al número de lectores de periódico. Asà que combatir la corrupción, puede pensarse, serÃa tan sencillo (o tan complicado) como animar a la gente a leer más la prensa. Como semantista, advertirÃa a ISC de que los términos son conceptos especialmente bien definidos, cosa que él no hace en circunstancias crÃticas. Por ejemplo, corrupción: ¿a qué corrupción puede referirse si se cura leyendo el periódico? Cuestión previa a combatirla será qué definimos como tal y, evidentemente, ISC debe referirse a la de los pobres, tÃpica de paÃses con baja renta per cápita y población analfabeta muy extendida. Eso, por no decir otra cosa, es simplemente un prejuicio, y una definición alternativa nos darÃa resultados muy diferentes. Este crÃtico no duda en llamar “corrupciónâ€, y de un grado incomparablemente más grave, a la que afecta a paÃses muy ricos y con una altÃsima tasa de lectura de periódicos, pero capaces de sostener una tupida red de paraÃsos fiscales, por referirnos sólo a la actualidad.
En último extremo, lo más llamativo de ISC es que, acusando a los figurones de estar obsesionados con el problema de España y su especificidad, acaba explicando los problemas que detecta como… problemas de España y su especificidad: de la organización de su periodismo, de los hábitos de sus intelectuales, de las caracterÃsticas patrias a fin de cuentas. Como botón de muestra:
“En una comunidad intelectual algo más articulada, con unas normas comunes y unas prácticas consolidadas de intercambio de ideas, extravÃos como estos de Gustavo Bueno no tendrÃan cabida. En España, sin embargo…â€
Y lo que es negro en España es blanco en… los paÃses anglosajones, que conforman el epÃtome de la perfecta y honesta organización: cuando se contrapone una alternativa al torpe mundo del periodismo español, plagado de literatos intrusos, ésa es la de los paÃses angloparlantes; cuando se cita como contraste a las opiniones de los machos discursivos patrios a expertos extranjeros, siempre escriben en inglés; si alguien habÃa adivinado y denunciado la burbuja inmobiliaria antes de que estallara, todos ellos tienen nombres y apellidos estadounidenses. No hay ni una referencia a un autor francés, o húngaro, o alemán, o indonesio. Nada existe fuera de España y la anglosfera, contrapuestas como el yin y el yang. El autor de La desfachatez intelectual llega incluso a identificarse con su lector en la siguiente afirmación:
«También a mà me gusta soñar con que tengamos un mercado de trabajo eficiente como el de los paÃses anglosajones».
Bueno, yo le dirÃa a ISC que algunos no soñamos con esas cosas salvo, quizá, en nuestras pesadillas, que existe también un serio problema detrás de la definición de «trabajo» (¿es trabajo lo que hacen camareros o taxistas en Estados Unidos, quienes viven exclusivamente de las propinas, o no serÃa más bien mendicidad organizada?) y que el precariado creciente puede irle dando ya alguna satisfacción pero, si se aprueba el TTIP, como en el chiste, se va a hartar de eficiencia anglosajona en el mercadito de marras.
En suma, uno entra en el libro frotándose las manos con la denuncia y poco a poco se encuentra cada vez menos cómodo con el denunciante. De carcajearse con algunos de los dicterios que se citan con sorna el lector pasa a preguntarse con cierta sorpresa primero, y con preocupación después, si, tras su amor por los datos, la razón y los buenos argumentos, el intelectual ISC no estará tan enganchado al esquematismo como los figurones a los que desenmascara y, a distinta escala, por medio de un mismo fundamento, al que él precisamente no parece conceder especial poder explicativo: la hipnosis que ejerce sobre ellos el poder.