“La luz ya está recorriendo el cielo, inmensamente alto, sin estrellas, sin campanas, sin inciensoâ€.
Ese es el recorrido de la literatura del ángel desolado, que es como Thomas Mann calificó a Annemarie Schwarzenbach (Zurich, 1908 – Sils, Engandina, 1942). Ahà está presentes los tres sentidos sobre los que se construye casi toda la literatura: la vista con un cielo negro, el oÃdo con su silencio, y el olfato que no percibe ninguna fragancia. Y ese será el tono que desplegará, como banderas al viento de la nostalgia, en esta obra, El valle feliz, donde la felicidad se identifica con la tristeza, con una despedida que se demora, que nunca termina de producirse:
“¿O es que quieres contar tu dolor para conmover el corazón de la gente y conseguir una sentencia benévola?â€
Se interpela a sà misma hacia el final del libro, cuando no sabe cómo ponerle fin, porque el libro sucede en el tiempo de la memoria, y ese, bien lo sabemos, es una sucesión permanente de sensaciones. Como las que percibimos por la vista, por el oÃdo y por el olfato. Aunque si uno tuviera que elegir, dirÃa que Schwarzenbach es en primer lugar auditiva. Pero detrás de la sensación vendrá la emoción, que se gesta como si brotara la lluvia en sus entrañas, para luego, por fin, remitirnos a la imagen.
Al fin y al cabo, Schwarzenbach recorre el mismo camino que los sueños: primero atraviesa nuestro cuerpo el sentimiento, y luego lo asociamos a una imagen onÃrica. De ahà que las enunciaciones de los sentidos, que no cesan, sean siempre presentimientos, premoniciones. Al igual que las evocaciones, traen aquÃ, al presente que es la escritura, lo lejano. Escribir es para ella una tortura y un alivio. Ambos se hacen presentes en nuestras vidas de múltiples maneras, asà pues, debemos afrontarlos:
“Unos deberÃa elegir sus enemigos igual que sus objetivos: de acuerdo con las fuerzas de que disponeâ€, reflexiona.
Con el objetivo de facilitar los azotes de la memoria, pues El valle feliz no es el cuaderno de campo de su visita a Persia, a lugares de la actual Siria, sino un libro Ãntimo a partir de aquel viaje, Schwarzenbach crea una segunda voz que aparecerá a mitad del libro. Es una voz que tiene algo de profeta, pues alude al amor perdido sobre una tierra en la que vertió sus sentidos, sus razones, sus creencias, sus ilusiones. Una tierra que se caracteriza por la paradoja inhumana de ser un lugar arqueológico, un oficio que ella desarrolla allÃ, sobre antiguos asentamientos, pero sobre la que viven pueblos en constante emigración. Asà pues, de alguna manera Schwarzenbach se refugia abrazando la nostalgia y un espÃritu anárquico. Es una persona que rechaza lo que representa la ley y el orden. Una persona cuyo consuelo es la belleza. Y cuya maldición es el arrepentimiento. Vierte lágrimas en el desierto mientras pasa sed.
Existe algo de lirismo autocompasivo, sÃ. Posiblemente merecido y verdaderamente bien justificado, que impone el tono del texto. En ocasiones, cuando acude a lo más cotidiano de su experiencia, nos hace recordar obras como Los alimentos terrestres, de André Gide. Pero ese tono obedece a la tristeza que supone la búsqueda de su identidad, cuestionarse por qué fue más feliz allà que en ningún otro lugar que hubiera pisado. Y ella sabe que nadie puede bañarse dos veces en el mismo rÃo, que por mucho que regrese, no recuperará ese sentimiento de plenitud.
De esta manera, a Schwarzenbach le queda su prosa poética para seguir luchando contra su aliento. Lamenta la soledad en el desierto, que es precisamente el escenario simbólico de la soledad. Pero sabe que es allà donde debe someterse a un acto de bautismo, a una ceremonia en la que renazca. Aunque ignora cómo ejecutar dicha ceremonia. De hecho, lamenta esa difusa frontera entre la religión y la espiritualidad. No quiere encerrarse en la primera, pero ansÃa que cada célula de su cuerpo sea algo más que pura biologÃa. Schwarzenbach escribió un libro de viaje diferente, pues por encima de todo, está el alma. Hablar de otra cosa, es volver la espalda al universo.