Francesc Serés | Foto: Antonio Galeote

La piel de la frontera

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Francesc Serés | Foto: Antonio Galeote
Francesc Serés | Foto: Antonio Galeote

Hay una estirpe de libros que no deberían ser reseñados, porque se trata de libros buenos. No de buena literatura, sino de libros buenos en el mismo sentido en que existen buenas personas. Y este, La piel de la frontera, es un libro bueno. Podemos estar ante el cuadro de un mendigo de Ghana que conserva media hogaza de pan podrido como todo alimento para la próxima semana, a pesar de lo cual Francesc Serés (Zaidín, 1972) no nos permite olvidar que también en algún lugar existe para nosotros el paisaje de un valle verde donde se ondula el cereal. Como narrador, mientras nos guía a través de un realismo social duro, Serés mantiene siempre viva alguna de las pequeñas cosas que formaron su educación sentimental. “Lejos de casa estaba la libertad, aunque fuese pequeña”. Esa expresión contiene la felicidad que da el robar unas cerezas o comprobar que la cadena de la bicicleta quedó bien engrasada. Y ese espacio convive con el desahucio humano, con la decantación de las cloacas, ese pozo en el que se cobijan sin salud inmigrantes africanos. Serés demuestra que la aldea global es aldea, porque lo global se ha reducido a un microcosmos cosmopolita, a un relato sencillo, tan sencillo como aquella frase de Camus de que existen dos tipos de personas: los que hacen la historia y los que la sufren.

Nuestra historia contemporánea es de sufrimiento. Aunque lo escondamos debajo de la alfombra, no debemos equivocarnos de relato, porque de hacerlo nos veríamos abocados a la esquizofrenia. Y ese mal no tiene cura, solo se mantiene inerte con fuertes dosis de sedantes. Los pilares sobre los que Serés cimenta el relato, la verdad, tienen que ver con la frontera, sí, con la piel de la frontera que es la piel de quienes cruzan la frontera; con los vínculos entre cualquier forma de desplazamiento, sobre todo la carretera como metonimia de irse a otro lugar, y con una hipersensibilidad hacia el paso del tiempo. Para Serés el tiempo existe, porque todo está sucediendo ahora, porque la memoria es presente. Ahí está una infancia casi ideal y una juventud en la que busca su identidad. Y también la influencia de autores como los hermanos Goytisolo; obras como Antagonía o Makbara han dado pie al surgimiento de un montón de acólitos obsesionados con la prosa narcisista. Sin embargo, ¿por qué no se puede considerar que sus mejores obras son Las afueras y La Chanca? Pues es ahí donde mejor se lee lo que Serés denomina “el carácter de las sombras de la gente”. Que es el tema de la bonhomía de este libro.

Acantilado
Acantilado

Este conjunto de crónicas emocionales abarca diez años de trabajo, pero un universo inmediato en el que el autor se reconoce, y nosotros con él. Su facilidad para expresarse, su claridad, nos permite entrar en esa frontera que muchas veces es la piel del narrador. Desde el principio sabemos que partirá el mundo entre los que van a lo suyo, que es la inmensa mayoría, y los que no sabemos para qué son buena gente. La transcripción de un encuentro poliédrico de personajes del mundo de la literatura, da pie a denunciar la monomanía, triste, pequeña, sin sentido, en comparación con ese lugar donde duele la raza humana, esa escombrera de africanos con los que se sienta a charlar y a fumar un cigarrillo, sin saber fumar, solo para conocer, para aprender. Pero el éxodo no es potestativo de los africanos, como pone sobre el tapete al narrar la supervivencia de una familia de ucranianos que regentan un taller en los Monegros, una gente cuya memoria les provoca un desgarro cada vez que la invocan. Una casa en ruinas, una tapia, los puentes del Turia, cualquier lugar puede ser refugio para el desfavorecido. También una cafetería de paso, donde sostiene una conversación con un hombre de un cinismo muy sentimental.

“Durante mucho tiempo siempre hubo un lugar donde ir y establecerse. Ahora el mundo se ha acabado, todo el mundo está en todo el mundo, pero Majeed no puede moverse de aquí”.

Y ese aquí donde reside el argelino Majeed es algo así como la isla de un Robinson sin techo: un pajar en el que ha quedado varado por culpa de la miseria. Pero no todo es ese realismo. Hay un recuerdo de juventud, acudiendo a un gran concierto en los Monegros, o una conversación con un amigo que padece logorrea, un tipo que trabaja en algo vinculado a la agricultura, al rendimiento de las cosechas, a los transgénicos. Una conversación que es un ejemplo más del darwinismo económico aplicado a productos de primera necesidad, aunque todo parezca casi razonable. Y también es sensible a ese episodio de su vida en el que se dedicó a dar clases a alumnos en programas de integración, a jóvenes que no conocen nuestro idioma y que en algunos casos, como los chinos, encuentran severísimas dificultades si llegan a este país siendo adolescentes. Jóvenes que se tragan las lágrimas porque está en juego su dignidad, como lo está la de los habitantes de los galpones abandonados donde se esconden los adultos formando grupos de hombres solitarios. Cada uno con una historia detrás que es necesario dictar, grabar a fuego. Porque siempre es necesario hablar de la lucha por mantener la dignidad en los tiempos del cólera.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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