«Yo no represento a Francia en su conquista de Austria o de esos estados alemanes por los que se encuentra tan alterado. Soy el espÃritu de la Revolución francesa, de la Revolución norteamericana, de cualquier maldita revolución que sea de su agrado. La nación es una doctrina falsa, alemán idiota. El deseo de morir por una nación es un pecado. Lo que quiero es una Europa unida, no un hatajo de pequeñas naciones que no hacen más que ladrar y pedorrerar […] Aprenda pues, de mÃ, en qué consiste nuestra historia moderna. No se trata de la lucha entre naciones, sino de la luchan en el seno de la propia sociedad. Comenzó en el ochenta y nueve, con el levantamiento de los oprimidos contra el opresor. Eso tuvo lugar en Francia, pero entonces no se hablaba de una grandiosa edad dorada especialmente acuñada por los franceses, ni de la liberación general para que todos lloraran de alegrÃa en los gloriosos bosques franceses y todas esas malditas tonterÃas. No se hablaba de la nación. Era cuestión de liberar a los esclavos, no ya sólo a los franceses, sino a los esclavos de todo el mundo. Porque en toda Europa la opresión era la misma: reyes y prÃncipes glotones, asà como eclesiásticos de vientre prominente, el poder y la gloria suyos por siempre jamás, amén. Usted habla del destino de esta fouque alemana, o como se diga. Pues bien, el destino de los franceses era el destino de un grupo de personas que habÃan visto la luz primero, no de una maldita nación renaciente. Y ese destino consistÃa en erigir y preservar la primera república modelo de hombres libres e iguales y, a la vez, en enseñar sus principios a aquellos que aún no habÃan visto la luz». (Palabras de Napoleón al alemán que ha intentado atentar contra su vida).
Anthony Burgess, el autor de la aclamada Una naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962), y después de la experiencia de la pelÃcula basada en su novela y de su amistad, fraguada por esta adaptación, con el cineasta Stanley Kubrick, acepta su sugerencia y afronta el reto de escribir una historia de Napoleón Bonaparte bajo la forma sinfónica prestada por la III SinfonÃa de Beethoven, Heroica, originariamente dedicada a l’Empereur. La trama la formarán cuatro cuadros sobre la vida del corso que seguirán los cuatro movimientos de la obra musical e intentarán reproducir literariamente aquello que Beethoven expresó musicalmente: Allegro con brio (compás 3/4, en Mi bemol mayor): la campaña de Italia y Austria bajo las órdenes del Directorio, la campaña de Egipto, el regreso a ParÃs, la conspiración contra el Directorio y la instauración del triunvirato, la batalla de Marengo y la coronación como Emperador; Marcia Funebre (Adagio Assai) (compás 2/4, en Do menor): el atentado fallido, el divorcio, el acuerdo con Rusia para el reparto de Europa, la campaña de Rusia y la retirada, la caÃda; Scherzo (Allego) (compás 3/4, Mi bemo, mayor): el exilio en Elba y la batalla de Waterloo; y Finale (Allegro Molto-Poco andante-Presto): el exilio en Santa Elena y muerte.
«Treinta y cinco años de edad, habÃa recorrido un largo camino en poco tiempo (¿un largo camino? Qué ridiculez: todo el camino), y lo mejor de la vida aún estaba por venir […] Un don nadie de origen corso se habÃa convertido en un personaje aún más grande que Carlomagno.»
Espantado y superado por la grandeza de Guerra y Paz y con la intención de sacudirse la larga tradición francesa, literaria y hagiográfica, referente al Emperador, Burgess bucea en los ricos fondos de la tradición literaria británica del siglo XIX para alumbrar una novela merecedora del XXI; bajo la advocación de Pickwick y con el homenaje expreso a su admirado Joyce, huye del plano general y fija su mirada en lo particular, centrando su interés en cuestiones históricamente episódicas, y mediante rápidos cambios de registro en función de quién tome la palabra o de la escena que de que se trate, presenta a un Napoleón a partes iguales cómico -el “polucionador nocturnoâ€, «pequeño cabrón», son calificativos que le regalan sus subordinados-, trágico -el Prometeo torturado por las potencias nacionalistas europeas-, bruto -«lo infrahumano y lo sobrehumano se semejan en el hecho de que no son humanos»-, inculto -«los intelectuales nunca fueron de fiar. VenderÃan a sus madres con tal de soltar alguna agudeza»-, cÃnico -«hay que obligar al pueblo a ser libre»-, maleducado -«primero se conquista, luego se civiliza»-, manipulador -«en la historia, nada es un mero paréntesis»- y, a menudo, grotesco -«Â¿No os dije acaso que la primera regla en el ejército es, en caso de duda, joderlo todo?»-; vertiginosos saltos de escenario sustentados en ingeniosos y ágiles diálogos -dar la voz a los protagonistas de un determinado episodio refuerza la «veracidad» de lo narrado, añadiendo subjetividad al hecho pero acercándolo al lector, que obtiene información «de primera mano»-; cambios de registro constantes, uno en cada escena, sucediéndose con rapidez y conformando una acción ágil; un brillante hiperrealismo en las escenas bélicas, la lógica de la guerra no es apta para estómagos débiles; la comicidad e irracionalidad de la alta polÃtica, y el agudo cinismo en las tramas conspirativas.
«El electorado no sabe nada de constituciones, alabado sea Dios, ni precisa ni deberÃa saberlo. Creo en la oscuridad de las constituciones, pero pienso que han de ser breves para que parezcan simples.»
Burgess hace gala un estilo elegante, tan british, que es capaz de traspasarlo a sus personajes, y de un dominio espectacular del idioma, lo que lleva a intuir que tal vez ciertas novelas británicas de esa época, tal vez lideradas por los representantes más notorios de los Angry Young Men y algunos escritores no adscritos, se sitúan, estilÃstica y aparentemente, muy por encima de sus contemporáneas norteamericanas.
Burgess posee la sabidurÃa del que ha asimilado a sus precursores y los recursos del escritor de raza, haciendo gala de un férreo y absoluto dominio del lenguaje, rico, evocador y preciso; intercalando poemas y citas, y reflejando la vida del Emperador en una ópera cuyo protagonista es Prometeo; desplegando un estilo elegante pero sin pretenciosidad; y ejerciendo un férreo y completo dominio de la trama, rinde homenaje, desde la agudeza más inteligente a la parodia más inverosÃmil, la que conecta al Lazarillo con Joyce y a Rabelais con Pynchon, a toda la tradición literaria occidental.
«Es ésta una novela cómica -una lectura acorde no ha de ser en vano-, como tal debe juzgársela provechosa o infructuosa.»