La fe ciega
Gustavo Nielsen
Páginas de Espuma
Descubrir a Nielsen ha sido como aprender de una vez a apreciar el mate. Primero, en la ceremonia de la lectura, uno —gallego al fin y al cabo, con el paladar educado en el café dulce y la tibieza— recibe el libro de otras manos y tantea con la bombilla esa infusión escrita, desapacible y recia. Después ese amargor se instala en la boca, pero al rato el poso de la yerba y la liturgia entre compadres llega a hacerse familiar, entrañable aun sin edulcorantes, activando ese resorte inefable de la complicidad que se establece entre los caracteres más fuertes, sin milongas ni remilgos. No importa ya el sabor duro y roto de esas letras, sino el porqué de la propia lectura, lo que nos reúne en torno a cada cuento en La fe ciega. Lo que tiene relevancia en estos relatos es lo que convocan en nosotros al dejar reposar el texto, y no tanto lo formal de las historias.
En La fe ciega no hay escritura complaciente, ni placebos, ni cuentos de receta. No hay soluciones ni diagnósticos, sino la convalecencia de unos textos enfermos, y por lo tanto vivos, si la enfermedad es el lenguaje de la vida cuando protesta, cuando reclama un pedazo de esperanza para sÃ. La condición humana demanda desde la herida y la fiebre —esa escritura de la que hablaba Cortázar y que ha de ser incendio para deshacer el coágulo— una redención, la cura del miedo en forma de consuelo. Ese es, de algún modo, el tema de fondo de los relatos de este libro: todos, en algún momento, somos el niño enfermo que, sin decirlo, no espera cuentos, sino la mano del padre en la frente.
Gustavo Nielsen tiene el acierto de permitirse la arruga y las zonas de sombra en el tejido narrativo, de admitir la imperfección como sÃntoma definitorio de toda vida, y en algunos momentos le concede a sus cuentos la virtud de lo no premeditado, del punto ciego en la perspectiva, a pesar del buen trabajo de estructura que se percibe en todo el libro. Hay una arquitectura no tan funcional y sà tentativa e integradora en cada texto, como esas casas abiertas al entorno, colgadas sobre un risco, con un patio central que respeta un árbol viejo o una escalinata que muere en el rÃo. No hay imposición de la técnica sobre el terreno, sino asunción de la fragilidad, como el ciego que también lee el mundo con el tacto y la duda, como la fe que mueve a algunas personas a buscar alivio a esta vida alienada en territorios sin mapas, a tientas, por el puro impulso del enfermo que no se resigna.
A pesar del buen manejo de la tensión narrativa y de la inclusión de los elementos habituales del género, como los puntos de giro y demás artefactos, ninguno de los cuentos de La fe ciega peca de esa miopÃa mojigata de los que escriben el mismo cuento a perpetuidad. Es verdad que a veces la presentación de los personajes en algunos cuentos, o el planteamiento de la historia, o el dibujo del ambiente, sobre todo al inicio, ofrece una primera impresión algo abigarrada, por lo menos hasta que arranca de veras el texto, y entonces cada personaje llega a ser, en vez de decir, y el relato respira, en vez de funcionar, y la atmósfera cuaja y se hace, en vez de quedarse en la palabra escrita. Como si a priori les llamaran desde demasiados lugares a la vez, los narradores en los que Nielsen se apoya atienden apresurados a todas esas voces y sólo después —eso sÃ, casi al instante—, al dejarse ir, el discurso de unos y otros se va armonizando y los cuentos cobran vida propia.
Tiene uno la sensación, ciega, injustificable, pero tan cierta como la fe en las tripas del creyente, de que Nielsen viene de muchas literaturas. Hay algo norteamericano en sus cuentos, no desde el canon usual, sino emigrado de Monument Valley a la Patagonia, como un Woody Allen forajido en Corrientes —si el judÃo genial hubiera nacido desacomplejado y valiente, esto es: con su ironÃa y la sal de su lenguaje pero sin el discurso del siempre loser—. Se perciben trazos de lo eslavo en los cuentos de Nielsen, el desapercibimiento y la fina malicia de los narradores de Bohumil Hrabal o la mirada de Kundera —de un Kundera que supiera cortar la carne de un texto sin rodeos—. Hay algo de Roth —Joseph— y de Bellow, como una tristeza soterrada en la ironÃa, pero una tristeza atrevida, cierta atracción por el lado oscuro de las cosas, como si al instalarse en esa ceguera los personajes de Nielsen encontraran un paisaje más habitable, más a resguardo de la demasiada luz, un refugio infantil entre las sábanas. Y por supuesto, Cortázar, mucho Cortázar, algo de Onetti, y quizá un atisbo —una temperatura— de Quiroga.
En La fe ciega el orden de los cuentos es acertado, aunque el libro no sólo se dejarÃa leer perfectamente al revés, sino que incluso ganarÃa un tono distinto con ello. Desde luego, «El café de los micros» merecerÃa encabezar el Ãndice, pues es, sin duda, el mejor relato del conjunto.
«Adiós, Bob» exhibe la incuestionable capacidad del autor para el retrato del mundo femenino, lejos de clichés, y con el lienzo del 11-S de fondo, aunque de una manera tangencial —de efecto retardado— en el argumento. Nielsen consigue sin embargo dotar de un peso especÃfico el ambiente y darle coherencia a la toxicidad que exudan las relaciones de esas mujeres, como si ya de antemano estuvieran respirando el humo y la ceniza de lo que estaba por venir, por caer del cielo. En este relato las marcas y cicatrices de las heroÃnas, la mastectomÃa de Joan, la amputación de las torres gemelas del WTC, la agonÃa de la gata neoyorkina, la castración de la supremacÃa ―doblemente fálica― americana o la liquidación de su intocabilidad, la decapitación de esa soberbia encarnada en la patinadora masculina que molesta al escupe-fuegos árabe en el parque, la rabia y el rechazo de sà misma de la Mariana inmigrante, cada sÃmbolo y cada juego de espejos convoca ―sobre todo al dejar reposar la lectura― la inteligencia y la complicidad del buen lector. No importa si hay o no algo premeditado en ello por parte de Gustavo Nielsen ―por algo mucho más obvio que el juego con los tÃtulos de ambos relatos―, pero existen decenas de ligazones y paralelismos ―la naturaleza felina y huidiza de los personajes, la emigración como forma de soledad, esos dos finales desolados― entre este cuento y «Bienvenido, Bob», de Juan Carlos Onetti.
«La fe ciega» es otro estupendo relato, uno de los tres mejores del libro, junto a «Adiós, Bob» y «El café de los micros». Como en el último cuento, en este que da tÃtulo al libro se establece con talento la relación entre el mundo infantil y el adulto, muy a lo Salinger, con ese humor implacable de los niños que no nacieron idiotas y a través de una utilización atinada de lo onÃrico ―los sueños del tÃo, la imaginación de la niña que todo lo cuestiona―. En ese tipo de cuentos hay una asunción de ese mundo infantil que no tiene nada que ver con el paternalismo, y que explora la innata capacidad del ser humano para la brutalidad cuando se siente amenazado ―impagable el diálogo de la página 52 en torno a Papá Noel―, convirtiéndola en algo que casi enternece, porque viene del afecto en peligro, de la sagrada búsqueda del consuelo. No en vano, en la página 55 se menciona como una de las claves del libro: «El consuelo es algo difÃcil de manejar. Una de las cosas en las que me gustarÃa tener una fe ciega».
Tanto «Redención» como «Turf», siendo muy dignos, son los textos que menos atrapan del libro, a pesar de la insana mala leche que en el primero canibaliza a un gordo y a la conciencia del protagonista, o del perfecto y sutil retrato de un hampón en el segundo. Como demuestra en varios cuentos, el humor de Nielsen ―de perfil bajo pero divertidÃsimo «La vida cantada»― es fino y tiene el punto justo entre crueldad y compasión hacia sus personajes, según el momento. En «Aniquilación de un poema», con el que el lector no puede evitar pensar en Rayuela, hay guiños tan agudos como lo de quemar el libro de un tal Nielsen o tan gratos como el darse cuenta de que no es fácil encontrar cuentos mejores que los de Salinger, y de que, al mismo tiempo, no existe el libro perfecto, ni siquiera Nueve cuentos. Este de Nielsen tiene una lucidez agridulce, echa mano del salvavidas del cinismo, con el timón del sexo navega por la ilusión de ese puñado de argentinos ―insufribles, como gauchos en una pampa de vasta pedanterÃa― por formar parte de algo en el lado luminoso de las cosas, en el reverso de la mediocridad, que tampoco es la brillantez, sino una mediocridad distinta, bajo otra luz. «Aniquilación de un poema», al fin, es la coartada para la ceguera a la que se acoge la bohemia ilustrada, tan pútrida como vistosa, mientras allà fuera en el mundo sucede la realidad.
Para terminar, sobre «El café de los micros» no cabe decir demasiado, y es mejor dejar a los lectores casi a ciegas, despertar su curiosidad, pero una curiosidad febril, insolente, como de niño empecinado, esa pasión inconsciente que se parece tanto a la fe. Es un relato soberbio, vivÃsimo, un cuento excelente y heredero de muchas cosas, escrito hace tiempo ―tiene casi siete años, por lo que se deduce de los agradecimientos del libro― y se supone que muy grato para el autor, por su recorrido. Pero créanme ―no es dogma, pero casi―, porque no les miento y tengo una fe ciega en esto: si «El café de los micros» lo hubiera escrito un tal Sam Shepard, por ejemplo, ya serÃa parte del canon, ya lo habrÃan rodado los hermanos Coen, o David Lynch, o Kusturica, o Kiezlowski, o cualquier otro realizador capaz de plasmar esa calidad fÃlmica que tienen los espacios abiertos en la Argentina; capaz de contar en fotogramas la bella y violenta historia de un padre, un hijo, las bestias del exterior, los demonios interiores, la fiebre y el café dulce y tibio de la infancia; capaz de poner en imágenes ese viento feroz ―como el mate más genuino: un viento sin milongas― que azota lo literario en aquella página meridional del cuento en castellano desde la que escribe Gustavo Nielsen.
Sergi Bellver
Bitácora de Sergi Bellver