Gregor von Rezzori | Foto: Ulf Andersen-Getty Images

Sobre el acantilado

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Gregor von Rezzori | Foto: Ulf Andersen, cedida por Sexto Piso
Gregor von Rezzori | Foto: Ulf Andersen, cedida por Sexto Piso

La potencia del punto de vista: El cisne

«En el retraído silencio que rodeaba al muerto, suspendido allí como el aliento contenido en medio del calor estival, una enorme mosca de destellos iridiscentes enhebraba el arabesco confuso de su ferviente canto de vida con una desquiciada trayectoria que trazaba el jeroglífico de la absurda existencia en la mórbida tarde en la que, ajena y perdida, se había sumido la casa, con sus carcomidas contraventanas y sus deshilachadas cortinas de damasco, escapsulada malamente en una penumbra atemporal, alrededor del solemne centro de luz creado por las llamas de unos cirios desde los que se alzaba un humo jabonoso.»

Con este excepcional despliegue da comienzo el primero de los cuentos del volumen Sobre el acantilado y otros relatos de Gregor von Rezzori, en manos de un narrador en primera persona descreído y cínico, que cuenta un incidente que se produjo en su infancia mientras intenta averiguar cuál es su lugar en un mundo que cambia a un ritmo inasumible y sueña con mantener relaciones sexuales incestuosas con su hermana, con la que le une una extraña complicidad que recuerda a la de Ulrich con Agathe de El hombre sin atributos; el cuento se abre con el velatorio de su tío, un personaje típicamente centroeuropeo, desmesurado hasta el patetismo, digno representante de un mundo en vías de desaparición, un redomado impostor que sólo en la muerte ha podido convertirse en el personaje que ansió ser toda su vida. El tío se ha suicidado, incapaz de mantener la impostura en un mundo cambiante en el que los valores del pasado han perdido la preeminencia de la que habían gozado porque la ola del tiempo nuevo ha arrasado el edificio, que ahora se revela en su extrema fragilidad, que los había cobijado. El hecho de que el fallecido quisiera efectuar su tránsito disfrazado

«Con el uniforme de la guardia de un imperio hacía tiempo desaparecido, dotado con las insignias de un grado que habría alcanzado si hubiera seguido en Rusia y si Rusia hubiera seguido siendo el imperio de los zares, cubierto y constelado de medallas que supuestamente le habrían sidom concedidas por participar, con supuestos honores, en gloriosas campañas bélicas que jamás tuvieron lugar…»

reviste el carácter de homenaje particular desde la propia impostura a una gran mentira que se resistía, patéticamente, a retirarse y ceder su sitio a la ineluctable realidad.

«La regla básica de toda prestidigitación -solía aleccionarlos el tío Serguei, que también era dueño de una asombrosa habilidad con los dedos- es la distracción: se atrae la atención hacia una maniobra falsa para realizar la verdadera por la espalda.»

Sexto Piso
Sexto Piso

El relato parte del lugar común del regreso de la ciudad al campo: la vuelta a los orígenes desde el punto de vista de alguien que, perteneciente a la nobleza rural y, por tanto, con un elevado estatus no tanto económico como social, busca traspasar a otro medio una sensación de superioridad que en la ciudad es irrelevante por una cuestión de grado de disolución: mientras que en la ciudad la guerra había provocado el traspaso del dominio social desde una nobleza que había sido la verdadera perdedora -el fin del imperio la había dejado sin base sobre la que sostenerse- hacia una emergente burguesía que se había visto vencedora en el predominio social de clase -a pesar de haber perdido también la guerra- y en la emergencia del dinero, en lugar de la sangre, como nuevo valor de cambio y de referencia. Un regreso al campo que sólo puede ser obligado por una muerte -reflejo de la muerte de un modo de vida-, como es el caso, porque el narrador ya no pertenece a ese paisaje.

«La gran meretriz Babilonia se había adaptado a una nueva era universal, se había aburguesado, pero no por ello era ahora menos ostentosa ni tenía menos pretensiones […]. Su atractivo era irresistible, yo mismo lo había experimentado mientras recorría varios países a mi regreso del colegio. Y lo supe enseguida: ésa sería, algún día, mi patria.»

Ese extrañamiento puede adoptar diversas formas de manifestación; Rezzori lo materializa con la imagen del lento transcurrir del tiempo, las horas ociosas, el aburrimiento

«Días en los que la soporífera regularidad de comidas demasiado copiosas encandía el vacío correr de las horas»,

con los relojes detenidos por haberse oxidado los engranajes:

«Percibíamos el tiempo en nuestra circulación sanguínea. A veces me sorprendía mirando a Tania fijamente, creyendo sentir cómo sus senos iban crecien do bajo la tela de su blusa.»

Rezzori despliega, junto con los elementos puramente narrativos, de acción, una capacidad descriptiva realmente notable, pues no se trata de descripciones completas sino únicamente de aquellos detalles que, escogidos del conjunto de la escena, posibilitan al lector la recreación ajustada de aquello que se describe. El mérito pues, en este caso, nos es que el autor suministre la totalidad de elementos presentes en una escena determinada sino que la elección que lleva a cabo, a pesar de omitir los importantes, cree en el lector la impresión de que son suficientes.

En todo caso, cabría preguntarse -es una pregunta pertinente, a menudo, aunque con igual frecuencia de imposible respuesta a no ser la pura especulación- cuál es el motivo que lleva al protagonista a «escribir» esta historia; de entre todas las respuestas posibles -un recuerdo de la infancia, un homenaje a un modo de vida extinguido, y todos los que se quiera- toma fuerza el carácter de relato de formación -¿Bildungsgeschichte?- en el que el funeral del tío sería el último acto de una infancia anormalmente prolongada, que subrayan esas risas incontenibles incluso ante escenarios luctuosos como frontera que marcaría el punto de la pérdida de la inocencia infantil,

«A día de hoy, se me antoja que ya entonces sospechábamos (o por lo menos intuíamos) que esa risa ocasional e incontrolable surgía de una desesperación cuyas causas residían en la comprensión del carácter efímero de toda existencia […]. Aún no había llegado este momento de cambio en el que uno deja atrás el umbral de la infancia, un cambio con el cual nuestra risa desesperada devendría una risa malvada»

y la muerte del cisne, el episodio conceptualmente central del relato, la excusa, el motivo, el desencadenante a partir del cual el narrador teje el relato -pero esta sería una característica formal, y lo que se intentaba era desvelar las motivaciones, perdón por el tropo, «psicológicas»-, el inicio de un estado adulto precozmente provocado; y en ambos, la presencia ininterrumpida del personaje en honor del cual parece confeccionado el relato -y de este modo queda respondida la pregunta con que se inicia este párrafo-: la hermana.

«Fue el tiempo, en conjunción con otras experiencias de nuestra juventud, lo que hizo que [el incidente del cisne] se realzara en todo su significado. Sería necesaria toda una vida llena de experiencias muy distintas para hacerme comprender -y hablo sólo de mí, ya que mi hermana Tania murió muy poco después- por qué aquel día funesto llegaría a pesar tanto sobre mi alma, como si encerrara un pecado que no fuera sólo un delito contra las normas de corrección de la caza […], sino una mácula en la pureza de nuestra infancia, una mácula, por si fuera poco, inconscientemente intencionada.»

O tal vez, volviendo a las motivaciones, todo sea mucho más sencillo -y ahí sí, el autor, desmonte toda posible exégesis, análisis o deconstrucción que quiera cebarse, exageradamente, en su texto-, y la verdadera razón por la que el narrador articula su relato sea la contenida en el último párrafo que, como comprenderán, no voy a desvelar.

Ignoro -y no me hace falta conocer- si el relato contiene elementos autobiográficos, pero parece imposible conseguir un nivel de detalle, no tanto en los hechos como en las reflexiones del narrador, tan acertado, exacto, perfecto, minucioso, pormenorizado, si no se trata de la reproducción de algo que le ha sucedido realmente al autor. O tal vez lo que sucede es que esté sólo al alcance de una especie privilegiada de la raza de escritores. Y si esa especie existe, no cabe duda de que von Rezzori es un contrastado representante.

El lector como marioneta: Sobre el acantilado

Un solitario y excéntrico tallador de madonnas -primera ironía, nada más empezar: un protestante que hace de las tallas de la Virgen María su profesión- reflexiona, desde un sólido presente, acerca de algunos episodios de su vida pasada: su complicada relación con las mujeres, desde la mutua violación de la criada hasta las fantasías eróticas con su madre que dejarían al «complejo de Edipo» como un juego para párvulos; con descripciones atentas y detalladas para, a continuación, cambiar de tema, pasar de una aparente calma y reflexión a una explosión digna de un síndrome maníaco-depresivo de manual.

El tema que parece subyacer al relato, por más que la variedad de asuntos tratados por el protagonista haga difícil hablar de un solo tema, podría ser la relación del artista con el arte, con su ética y con las personas que le rodean, pero desde el punto de vista maximalista de que sea el propio artista quien hable de ello. Siendo como es conocida la beligerancia de von Rezzori con las especulaciones freudianas -un elemento intencionado que se recoge a lo largo de su obra-, Sobre el acantilado contiene una despiadada parodia acerca de algunos de los lugares comunes que más fortuna han alcanzado en el imaginario colectivo y en el devenir de las pseudociencias: el efecto sobre la sexualidad adulta de las supuestas experiencias eróticas de la infancia, el autoerotismo derivado de los sueños de muerte y mutilación, y la concepción, que Freud -que acostumbraba a llegar tarde a todas partes; el psicoanálisis no sería más que el romanticismo epigónico aplicado a los desórdenes psíquicos… del creador de la doctrina- recogió del romanticismo, del artista, aislado en su torre de marfil «sobre el acantilado», como personaje torturado por la inspiración, obligado a dar salida a sus impulsos neuróticos mediante la creación. Y el modo que escoge von Rezzori para desactivar esas especulaciones es la reducción al absurdo mediante el recurso a la hipérbole: la madre del protagonista obligándole a acostarse en su cama

«Su única muestra de afecto era darme permiso -más tarde la orden- para acudir a su lecho tras las comidas y echar una siesta […] Aquello muy pronto se convertiría en una fuente incesante de inquietud para mí. Mi madre su tumbaba sobre aquella cama casi desnuda, sólo cubierta por una bata de finísima seda, debajo de la cual yo adivinaba la presencia de sus pechos voluptuosos bajo el sostén. Pronto mi imaginación, sin embargo, se fue colmando con otros pensamientos. Sentía una especie de vértigo cuando pensaba en esas partes del cuerpo que se ocultaban ahí debajo: su torso de piel tersa, con la honda fosa del ombligo, el inicio del vientre hasta llegar a las bragas que seguramente llevaba puestas y que yo imaginaba tan pequeñas y ajustadas como para mostrar el dibujo en relieve de su vello púbico»,

y amenazándole con las peores enfermedades venéreas -y el consiguiente miedo a la castración- si se acuesta con otras mujeres

«Mi madre despidió a la chica y luego, para comprobar qué efecto había tenido sobre mí el despido, me contó que había tenido que echar a Lisa, ya que aquella mocita campesina, de apariencia tan inocente, padecía una enfermedad venérea»;

el impulso erótico provocado por la actividad del carnicero cuando descuartiza un animal que provoca en el artista pensamientos homoeróticos

«Las manos del carnicero eran bellas, tenían venas con carácter y dedos sensibles, cuyas uñas, en forma de palas, permanecían limpias a pesar de estar hurgando siempre en la carne sanguinolienta. Eran manos de artista. Y lo más impresionante eran sus brazos: macizos y musculosos, imponentes, como si se nutriesen del contacto continuo con la carne. La piel de los antebrazos era opaca como el marfil, y estaba cubierta de un vello negro y sedoso. Sólo en la parte interior permanecía desnuda, tan lisa y blanca sobre los codos como los senos de algunas mujeres muy hermosas»;

o el contraste entre la supuesta pasión con que el protagonista esculpe unas imágenes para el mercado de esculturas fabricadas en serie:

«Mis figuras talladas encontraban buena salida en las galerías de arte, y tenía que producirlas en serie, pero lo hacía todo a mano. También eso era trabajo mecánico. Para las producciones más creativas, los prototipos de los muy solicitados conjuntos de la Anunciación o de las más populares estatuillas de la Mater dolorosa o de la Pietà, evitaba dejarme influir por los modelos conocidos de la historia del arte italiano. Lo que me inspiraba era la naturaleza.»

Todo este aspecto paródico no es, sin embargo, el único componente que hace del relato una obra que roza la maravilla; junto con él, vale la pena detenerse un momento en el personaje del protagonista como narrador. Esos cambios de humor, la facilidad con que pasa desde contar con un alto grado de excitación hasta el punto de mesura, casi objetividad, a la hora de relatar los hechos en los que niega estar personalmente implicado hace dudar de su fiabilidad, como si se dejara ir cuando habla de aquellos asuntos que le conciernen directamente pero reprimiera bajo la máscara de la objetividad -¿de la frialdad?- sus verdaderas motivaciones. ¿Cuenta el narrador las cosas tal y como sucedieron realmente? ¿Por qué, en la segunda mitad del relato, su carácter parece suavizarse y su discurso, lejos de las afirmaciones taxativas del principio, parece dulcificarse? ¿Está preparando meticulosa y manipuladoramente al lector, poniéndolo de su parte, antes de acometer una revelación que podría comprometerle?

«El más mínimo error espanta. Has de tener conciencia de que cualquier paso en falso descubrirá la farsa que estás a punto de escenificar.»

En todo caso, aunque todo esto no fueran más que especulaciones y se tratara solamente de una alucinación del lector, ahí está, de nuevo, un episodio final para devolver las cosas a su sitio, para obligar al lector a releer de cabo a rabo el relato teniendo en cuenta esa revelación -es lo que ha hecho este lector, inmediatamente después de acabar-, y a concluir, sin exageración, que la maestría de Rezzori a la hora de manipular al lector no parece conocer límites.

La creación de un personaje: Alfanjáuer

Es de general conocimiento que, en su imparable avance, el progreso siempre se alía con una clase aspirante -la fidelidad es de pobres- para arrasar el viejo orden: se asoció a la burguesía para acabar con la nobleza para, posteriormente, ir de la mano de la política para desbancar a aquélla. Pero igual que sucedió en cada relevo, la aparición de nuevos actores modifica el equilibrio de fuerzas que hace que la humanidad pueda seguir viviendo una vida socialmente aceptable, pero que precisa de factores de corrección que a modo de aliviadero suavicen los excesos y aligeren los puntos donde la tensión podría causar el naufragio del sistema.

«Sus clientas pagaban ahora con cheques cubiertos, aunque el dinero de esa cobertura fuese robado: daba igual quién lo hubiera robado, ya que en las habilidades manuales de los políticos uno no se mira demasiado la limpieza de las uñas. En cualquier caso, a la almiranta ya no la despachaban, como antaño, con dudosos giros bancarios de maridos o amantes de aristocracia provisional en la arriesgada industria del cine.»

En este tercer relato que cierra el volumen, Rezzori nos traslada a la Italia de la segunda mitad del siglo XX, en la época de auge de la Democracia Cristiana -y primera gran época de la corrupción- bajo la guía de un narrador omniscente cuya falta de escrúpulos a la hora de relatar y juzgar las conductas de los personajes lo convierten en el confidente ideal del lector, y bien que cumple esa función cuando esboza los antecedentes materno -dominante- y paterno -irrelevante- del personaje titular de la acción. Y de nuevo, esta vez directamente, torpedenando a la línea de flotación del psicoanálisis:

«Corresponde a les especulaciones de tipo psicológico explicar del modo que mejor le parezcan las razones por las que la almiranta […]. Suponer eso no sólo entraría en contradicción con una regla de tres psicológica, casi irrefutable, según la cual los llamados hombres de acción no tienden a la observación contemplativa de las trastiendas de sus coetáneos […]»

El relato se entretiene, se demora, poniendo al lector en situación (una villa campestre engullida por una autovía y una urbanización, una mujer de armas tomar -la almiranta citada anteriormente- dueña de una firma de moda) para acompañarlo hasta el protagonista, Mario, un cuarentón sin oficio ni beneficio que se limita a vegetar y, merced a una posición económica desahogada, vivir una vida sin preocupaciones ni sobresaltos hasta que, reflejo de un nuevo traspaso del centro de gravedad de la importancia social, traba amistad con una influyente programadora de la RAI que le brinda relaciones con los emergentes poderes de la juventud, la cultura y la bohemia, y le provoca una tan inefable como mal digerida epifanía acerca «lo real de la realidad»; es decir, le abre al mundo, despegándole por fin de la falda de su madre.

«-La historia no tiene moralejas. Aunque quizás las tenga: y una de ellas es que todo puede ser el resultado de un malentendido, que, de hecho, todo lo es. Quiero decir que la misma cosa no es siempre la misma […]. Lo que quiero decir es que hay una diferencia entre una cosa en referencia limitada a uno mismo, desde la proximidad, o verla desde cierta distancia, en un contexto más general.»

Rezzori juega al doble sentido con un inesperado pero verosímil -a la vez que esperado e inverosímil, doblez excluyente que fija la grandeza del relato- final, en el que intercambia los papeles de los actores convirtiéndoles en inanimadas marionetas del fatum, de un destino que, pese a ser implacable, no pierde ni un ápice de comicidad.

«Era un malentendido, pero, ¿eso qué importaba? A fin de cuentas, era un malentendido más en esta realidad del mundo, donde los valores están tan confusamente revueltos.»

Como si fuera una conclusión de unas premisas que tampoco lo son

Pretender que se puede entender la literatura europea del siglo XX atendiendo solamente a los hitos que la crítica y la tradición -pues cualquier pasado, aunque reciente, es susceptible de generar tradición; es más una cuestión de calidad que de antigüedad- han establecido como canónicos, Proust, Joyce, Beckett, Kafka, es una muestra de supina ignorancia o de manifiesta mala fe. Alrededor de esos cuatro -o cinco, o seis, a gusto del consumidor y a expensas de las comisiones de beatificación- astros, en órbitas independientes pero complementarias, surca el espacio literario un conjunto de escritores cuya obra, por razones no literarias, ha sido ignorada, menospreciada o simplemente olvidada. Céline, reciente aún la vergüenza del veto de las autoridades de la república francesa, apoyada por la intelligentzia institucional, con la decisión política de no celebrar el aniversario de su muerte -¡con lo dados que son los franceses a las efemérides!-, sería un caso paradigmático; algunos escritores mitteleuropeos, hijos a su pesar de una era liquidada y de un imperio desaparecido, como si esa desaparición se los hubiese llevado consigo engullidos por el nuevo orden, se sumarían a la nómina de desahuciados del mainstream canónico; Gregor von Rezzori sería uno de los casos más flagrantes: autor de una obra asombrosa en cantidad y en calidad literaria, se ha tendido a considerarle simplemente como un epígono de una de las literaturas más fructíferas de los últimos doscientos años y, como tal, a arrinconarle en el pelotón de los escritores “que no aportan” ninguna innovación, que siguen el camino trillado que unos aventureros llamados precursores establecieron, y que se limitan a imitar y reproducir clichés caducos.

¿Cómo subsanar este error? De la única manera posible: leyéndolo. Después de la extraordinaria Edipo en Stalingrado, los irreductibles editores de Sexto Piso nos regalan este Sobre el acantilado y otros relatos (Der Schwan; Über dem Kliff; Affenhauer: 3 novellen, editado póstumamente en 2005), un conjunto de tres nouvelles tan representativos del autor como como cualquiera de sus grandes novelas, que contiene, en formato reducido y concentrado, una pertinente muestra del estilo apabullante del autor y de los temas centrales de su producción; no se trata de un ensayo, de un intento, de material de calentamiento, ni de textos menores: su extensión es corta pero concentrada y contienen a Gregor von Rezzori con toda su potencia desplegada. Algún día, toda la literatura debería ser así.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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