Stephanie Danler | Foto: Malpaso

Conspiración sensorial

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Stephanie Danler | Foto: Malpaso

“El paladar es una zona de la lengua donde hay memoria. Donde se asignan palabras a las texturas de los sabores. Comer se convierte en una disciplina obsesionada con el lenguaje.”

Primero dulce y después agrio, ese es el orden en que se presenta el deseo. Así lo entendió Safo: “De nuevo Eros, que desata los miembros, me hace estremecer, esa pequeña bestia dulce y amarga —γλυκύπικρον, en el original griego— contra la que no hay quien se defienda”. El neologismo sweetbitter, tomado de la poeta y ensayista Anne Carson, ha sido el título escogido por Stephanie Danler para su ópera prima. Dulceagrio, publicada en español por la editorial Malpaso —en traducción de María Luz García de la Hoz—, es, ante todo, una novela de formación y aprendizaje vital. Acaso la segunda cita que abre el libro —la primera es el fragmento de Safo—, perteneciente a Fisiología del gusto (Physiologie du goût, 1825) de Jean Anthelme Brillat-Savarin, brinde una clave interpretativa más ajustada.

Dulceagrio contiene juventud, deslumbramiento, sexo, gastronomía. Su protagonista es una chica honesta y aparentemente ingenua, consciente de sus limitaciones y contradicciones, pero dispuesta también a gozar de la abundancia del mundo. Tess llega a la ciudad de Nueva York —el lugar idóneo para acoger “un deseo tan desenfrenado y desorientado”— con veintidós años y en plena ola de calor. En su equipaje lleva un ejemplar de On the road de Jack Kerouac —libro que no terminará de leer, en el fondo porque como mujer no puede reconocerse en esta novela iniciática— y varios objetos de los que se desprenderá con facilidad. Compara el Hudson con el Leteo, el río del olvido: “Digamos que nací a finales de junio de 2006, cuando llegué al puente George Washington”. Al poco tiempo consigue un puesto de ayudante de camarera en uno de los mejores restaurantes de Manhattan. Allí entrenará su paladar.

“El sabor —dijo el Chef— depende totalmente del equilibrio. Lo agrio, lo salado, lo dulce, lo amargo. Ahora tienes la lengua codificada. Cierto conocimiento especializado del sabor, lo cual es una señal de cómo nos enfrentamos al mundo, refleja la capacidad para saborear lo amargo, para desearlo incluso, tal como ocurre con lo dulce.”

A pesar de la dureza del medio, Tess se enamora de la profesión —y de Nueva York, ciudad en incesante metamorfosis— y la convierte en parte activa de su identidad. Su peripecia es ficticia, novelada a partir de la experiencia de la propia Stephanie Danler, una joven licenciada en Escritura Creativa en el Kenyon College de Ohio —después cursaría un máster de escritura creativa en The New School, en Nueva York— que se profesionalizó en el sector de la restauración y trabajó en algunos de los establecimientos más selectos de Manhattan, como Union Square Cafe y Buvette. En tanto que escritora, Danler se reconoce heredera de las autoras estadounidenses Joan Didion, Renata Adler, Elizabeth Hardwick, Susan Sontag y Ann Beattie, entre otras, y acusa una fuerte influencia de poetas como Frank O’Hara o Louise Glück.

En el restaurante donde trabaja Tess, el servicio trata a los clientes como invitados, y pretende —en palabras del propietario— estar “creando el mundo tal como debería ser […]. No tenemos que prestar atención a cómo es en realidad”. La puesta en escena del servicio requiere de una minuciosa escenografía, iluminación y diseño de sonido: mesas bien dispuestas, música suave, luces tenues, capas superpuestas de tintineos… Los camareros deben saber hablar de todo, estar versados en “los sabores de la cultura de clase media-alta” y ser “un compendio de información disponible”. Tess descubre que para trabajar en ese complejo engranaje que es el restaurante no basta con haber aprendido la parte mecánica del oficio, sino que es preciso ser indefectiblemente optimista, insaciablemente curioso, preciso, compasivo y sincero.

“Los mozos de servicio parecían actores, cada uno con sus características, pero como si lo hubieran ensayado. Parecía una puesta en escena expresamente preparada para mí. Llevaban camisa de rayas, de todos los colores. Interpretaban, se interpelaban, aplaudían, lanzaban besos, se interrumpían, diferentes niveles de ruido en armonía mientras yo me hundía en mi asiento.”

Pero, más allá de la puesta en escena, entre bambalinas, el trato entre compañeros es cruel y sin contemplaciones. Tess debe sobreponerse a los insultos y sacudidas, así como habituarse a la férrea jerarquía y a los nuevos códigos relacionales, que implican una furiosa exigencia y, a menudo, una lacerante franqueza. Pronto descubre que el personal de servicio y cocina, ajeno al mundo de “los-de-nueve-a-cinco”, está ávido de noche y libertad: al terminar su turno, cocineros, camareros y lavaplatos, ya sin uniforme, comparten chanzas, confidencias y despropósitos en un local cercano, el Park Bar, donde beben y se drogan hasta que los hiere el sol matutino.

“Ariel y yo en el puente al amanecer, cantando, los que iban al trabajo empujándonos y nosotros sabiendo un secreto que ellos no conocían, que la vida no progresaba inquebrantablemente, no se acumulaba, se dejaba tan limpia como las encimeras al final de la noche y, si manteníamos el ánimo alto, significaba que éramos inagotables.”

En un nivel superior al de sus amigos de borracheras y excesos —entre ellos, la visceral Ariel, el enamoradizo Will y el implacable Sasha, con su belleza de alienígena y su inglés agramatical—, están Simone, la encargada de sala, y Jake, el barman, por quienes Tess se siente irremediablemente atraída. Ellos son el terreno difícil: “No es que fueran las únicas personas fascinantes del restaurante. Pero si los demás éramos el continente, ellos eran una isla: distante, inaccesible, receptora de luces errabundas”. Simone, que se convertirá en su mentora —“Había una especie de aura en aquello de estar bajo su égida”—, es una mujer cultivada y sensible, amante del arte y la poesía, y una auténtica experta en vinos y maridajes. Por su parte, el misterioso e inaccesible Jake sabe, cuando se lo propone, hacer a sus interlocutores cómplices de un lenguaje privilegiado: “Cuando te miraba, era la única persona que te entendía: te sorbía y te tragaba.”

“Simone conservaba el poder por fuerza centrífuga. Cuando ella se movía, el restaurante era arrastrado como por un viento de cola. Dirigía a los miembros de servicio con su habilidad para modificar el enfoque ajeno: su propio enfoque quedaba en primer plano.”

“Jake sabía que parte de su trabajo consistía en que lo miraran […]. Cuando trabajaba en la barra se sometía. Mujeres y hombres de todas las edades dejaban sus tarjetas y teléfonos junto con la propina. Los invitados le hacían regalos sin razón ninguna: esa clase de belleza.”

Tess, que hace gala de una torpeza encantadora, se deja llevar por la emoción y no calcula las consecuencias. Pero sigue los consejos de Simone —“Te falta conciencia de ti misma […]. Sin capacidad para verte, no puedes protegerte”— y empieza a verse desde fuera, a practicar el autocontrol.  Aprende a tomarse en serio a sí misma y a formular de manera justa y precisa sus ideas sobre el mundo —“La superficialidad del lenguaje influye en las experiencias; en vez de asimilarse, se vuelven desechables”—. En el fondo, aun cuando reciba improperios o displicencia, Tess no hace sino aprender. Es joven y optimista, y por eso, porque tiene tiempo para revisar y mejorar, sale indemne y reforzada de “la adrenalizada inmediatez del servicio” y de las noches en blanco. Se halla en un estado de atesoramiento y traza su propio camino de perfección. Poco a poco, se hace a los rituales del restaurante, que deviene algo así como su familia. A medida que interioriza el oficio, sus movimientos se vuelven más elegantes y acompasados: “Comprendí el ballet que componía. La coreografía nunca ensayada, siempre aprendida a media función.” Y entiende también que ella misma tiene unos límites —“bordes, límites, gustos, nitidez bajo las pestañas”— y que está en condiciones de imponerlos.

“Mis ojos se llenaban de energía cinética, mi piel se volvía más sensible intuyendo el movimiento. Percibía las motas de polvo desprendiéndose de las botellas, las sombras danzando en el suelo, los vasos escorados en el borde de los mostradores y rescatados a tiempo. Sabía exactamente cuándo iba a aparecer alguien por una esquina. El Propietario lo llamaba ‘reflejo de excelencia’ […]. El soplo entre consciencia y acción se suprimía. Ni dudas, ni pronósticos ni orden. Me convertí en un verbo.”

Ese saber aprendido —ese sabor paladeado— consiste, por ejemplo, en apreciar los productos de temporada y la comida del terroir; en reconocer que la endibia está en su mejor momento cuando llegan las primeras heladas, o que el otoño es época de rebozuelos, ciruelas y mazorcas de maíz. Tess aprende —experimenta— que el olor almizcleño que despiden las uvas es “una interpretación para solista: todos los demás olores empequeñecieron”. Que las trufas blancas, esos “hongos galácticos”, son los heraldos del invierno y anuncian el exceso frente a la pobreza del paisaje: “El olor se coló en cada rincón de la estancia, pesado como el humo del opio e igual de adormecedor […]. Olí a frutos del bosque, convulsión, moho, sábanas sudadas mil veces”. Descripciones como estas, en que la comida se vincula a la sensualidad e incluso al sexo, son servidas a bocajarro, sin preámbulos, como sucede en la poesía. Así, los equinos son “los ovarios color coral […]. Textura totalmente voluptuosa, sabor totalmente eterno. Se queda contigo durante el resto de tu vida”. Por no hablar de la conspiración sensorial que urden las ostras con la cerveza negra, pesada y cremosa, “persuasiva como el chocolate”.

“¿Había entendido la fragancia y el peso? ¿La dulzura de la pulpa? ¿Había sentido alguna vez la fatalidad del otoño como hacían mis huesos ahora, mientras observaba las pensativas corrientes de la circulación peatonal?”

La franqueza, el empuje y la irresistible sensorialidad de esta prosa —el lenguaje es expresivo y sutil al mismo tiempo, con alguna que otra incursión en la poesía— tienen la virtud de hacer revivir en el lector emociones soterradas. Los inspirados símiles —“Mantuve la cabeza tan inmóvil como un jarrón, como algo rompible que tuviera una grieta”— y las metáforas certeras —“tenía un nido de cables temblorosos en el pecho”—, que jalonan esta narración en primera persona, remiten a un personaje bendecido con una rara sensibilidad y una naturaleza porosa, una mujer joven que se impone la tarea de reeducar sus sentidos —“Tus sentidos nunca fallan… son tus ideas las que pueden estar equivocadas”— y que, a través de múltiples placeres y sinsabores, degustaciones gastronómicas y catas vivenciales, consigue, al fin, formarse un paladar.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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