Que la vida va en serio

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 August Strindberg | Foto: Herman Anderson | WikiMedia Commons
August Strindberg | Foto: Herman Anderson | WikiMedia Commons

Y todos los antiguos alumnos habían tenido ocasión de comprobar no solo que la vida va en serio, sino que además es amarga cuando ya nadie es un muchacho. Para estos hombres, pasada ya la mediana edad, el pasado no es otra cosa que “la paja en que medraba el presente; una paja que había fermentado, carecía sustancia y comenzaba a enmohecerse”. Y así es como se dieron cuenta:

“De que ya nadie hablaba del futuro, solo del pasado, por la sencilla razón de que nos encontrábamos ya en ese futuro que habíamos soñado, y habíamos perdido la capacidad de imaginar otro”.

Mármara
Mármara

Bajo esta premisa, el narrador de Solo, de August Strindberg, que al igual que sus viejos camaradas acusa a cada uno de los otros de deserción, opta por la soledad. Y en buena medida el músculo del relato consiste en esa forma de inventarse, de comenzar una nueva vida, de mantenerse al margen de la nueva gente, de ser un misántropo y un observador, un tipo que ha convertido sus párpados en balcones, un voyeur de lo cotidiano. Strindberg (Estocolmo, 1849 – 1912) crea a un personaje en el que sobresale la capacidad de fingir, crea a un narrador de su propia historia para vivirla, fingidamente, en el libro. Cualquiera que haya leído Gog, de Giovanni Papini, o La caída, de Albert Camus, y haya disfrutado de estas obras maestras, no se verá decepcionado al enfrentarse a este Solo, una novela también sobre la misantropía que uno se impone a sí mismo. Algo que seguramente nazca de la autocompasión, pero ese espíritu queda oculto, tapado y bien tapado bajo la proyectada potencia del narrador.

Se nos presenta aquí su vida introvertida, a la que pretende dar viveza a sus días a base la obsesión por el mal, del hedonismo no cimentado en los sentidos, del cinismo con que quiere ver algo que se le antoja, por voluntad propia, sin explicarnos la razón, como espectral. Pero que se trata, a la hora de la verdad, de una realidad que añora. Porque le obliga a mantenerse desocupado, a no ejercitar las emociones. Para el narrador, no querer formar parte de esta sociedad enferma, es síntoma de salud. O debería serlo, solo que nadie más lo entiende, porque a estas alturas cree banal tratar de imponer la opinión propia, limitarse a escuchar la propia voz, que es a lo que dedicamos en cien por cien de nuestro tiempo. Su refugio es su pensamiento, que da por supuesto que es el puente entre su interior y lo externo. Pero la vida, para él, es lo que se queda dentro. Y así se enreda, según sus palabras, en la seda de la propia alma:

“Durante ese tiempo, uno vive de sus vivencias, y vive también, telepáticamente, la vida de los otros”. “Lo que he ganado con la soledad es poder decidir por mí mismo mi dieta espiritual”, asegura.

Pero cabe preguntarse, al revisar la historia humana, al revisar tantas biografías, al revisar Gog, La caída o Solo, si el que elige la soledad puede permitirse el lujo del cinismo. La soledad es trabajo y es combate. Es miedo. Sobre todo cuando uno está entrando en la senectud, donde si quiere contar con la esperanza como aliado se dará bien de bruces contra el universo. De ahí ese final de esta obra que aparenta tener trazas autobiográficas, un final que se deshilvanará tras revisar a Balzac y a Goethe, al hijo perdido, a un mendigo que salió de presidio, a la aparición de alguien más en sus días y, cómo no, a la muerte.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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