Conocida y reconocida en su vertiente poética, Sylvia Plath escribió también literatura infantil y, aparte de unos Diarios de reciente publicación en su versión completa, algunas obras en prosa de las cuales la más celebrada es esta autobiografÃa psicológica, La campana de cristal (The Bell Jar, publicada en 1963 bajo pseudónimo), en la que mezcla la ficción con algunas de sus experiencias emocionales de juventud.
Esther Greenwood, narradora, protagonista y alter ego de la autora, una joven de pueblo, se ha trasladado a Nueva York con una beca de estudios; allà conoce la vida de la juventud despreocupada entre fiestas, citas con chicos y complicidades femeninas, una vida muy distinta de la su lugar de origen a la que asiste, aunque participante, con el estupor del visitante de otro planeta. Se trata de lo que podrÃa denominarse sÃndrome del sujeto desubicado, sin existencia fÃsica en el medio al que pertenece y en el que se reconoce, y transplantada a un lugar cuyas reglas desconoce, aunque intenta imitar, pero al que es incapaz de asimilarse.
Esther es una mujer que relata sus aventuras de juventud con una mezcla de la nostalgia que han añadido los años y la experiencia -aunque ignoremos desde qué punto temporal está escribiendo- y la indulgencia con que se contemplan en la edad madura los pecados de juventud. Sin embargo, su tono y la forma con que trata ciertos temas ponen en guardia al lector con respecto a la existencia de algún conflicto subyacente, y el hecho de que sus recuerdos parezcan abarcar unos motivos determinados y no otros y ciertas fijaciones en aspectos muy concretos revelan algún tipo de turbación psÃquica, derivada o relacionada con aspectos sexuales.
«Hay algo de desmoralizante en observar a dos personas que se excitan más y más locamente entre sÃ, especialmente cuando la única persona que sobra en la habitación es uno mismo.»
El tono oscila entre lo que podrÃa tomarse por prosa poco elaborada: despreocupada, con implicación leve y vocabulario reducido, y la exageración de esa misma prosa, con repeticiones, uso de lugares comunes e intervenciones excéntricas que descubririan la existencia de alguna afectación psÃquica. En todo caso, tanto el tono como la temática plantean la incógnita del lugar desde donde está hablando la narradora, desde qué tiempo transcurrido desde que tuvieron lugar los hechos y desde qué situación anÃmica.
Esa mezcla de indiferencia y candidez -imposible averiguar cuál de ambas prevalece- provoca que se torne imposible establecer la veracidad de las situaciones, por lo demás bastante arquetÃpicas, que la narradora relata, bien en su totalidad, bien en el recuerdo que parece conservar de ellas.
«Pero entonces pensé que en parte podÃa ser verdad, asà que traté de separar lo que probablemente fuera verdad y lo que no […].»
Esa dificultad de distinción entre lo que puede ser verdad y lo que no, incluso la incapacidad para llevar a cabo la discriminación, puede ser soslayada mediante el uso de recursos a favor de la verosimilitud: por ejemplo, citar un hecho importante que hubiera tenido lugar en esas fechas; obviamente, ese hecho y no otro puede ser una pista para el lector, a la hora de caracterizar a la protagonista. El hecho de que se cite la ejecución del matrimonio Rosenberg es determinante para comprender a Esther y prestar verosimilitud a algunas de sus reacciones más excéntricas.
«Se hacÃa cada vez más y más difÃcil decidirme a hacer cualquier cosa en aquellos últimos dÃas. Y cuando finalmente sà decidÃa hacer algo, como la maleta, no hacÃa más que arrastrar toda mi desaliñada, cara ropa fuera de la cómoda y del ropero y esparcirla sobre las sillas y la cama y el suelo, y entonces me sentaba y me quedaba mirándola, totalmente perpleja. ParecÃa tener una identidad propia, separada, obstinada, que se negaba a ser lavada y doblada y ordenada.»
Es la neurosis y no la depresión o el sentimiento depresivo lo que provoca en Esther la pulsión suicida: decide cómo va a llevarlo a término y se procura los efectos necesarios, pero aplaza el acto mediante excusas peregrinas. Realmente, no quiere morir, sólo se siente atraÃda por la mecánica, por el ceremonial pertinente; le seduce la idea de matarse, pero le aterra la imagen de la muerte. Sin embargo, de este modo comienza la escalada, el proyecto va tomando forma, se adueña de su mente y se convierte en una obsesión que, finalmente, encuentra su realización.
«Vi los años de mi vida dispuestos a lo largo de una carretera como postes telefónicos, unidos por medio de alambres. Conté uno, dos, tres…, diecinueve postes telefónicos, y luego los alambres pendÃan en el espacio y por mucho que lo intentara no podÃa ver un solo poste más después del decimonoveno.»
Es a partir de ese intento que la condición psÃquica de Esther se va deteriorando progresivamente, pero el suicidio deja de ser una obsesión, como si ese camino ya recorrido no necesitara ser revisitado, independientemente del fracaso del intento -un caso bastante común entre los suicidas: el intento ya es suicidio, por lo que, caso de no haber muerto, no se insiste de nuevo-. Siguen las muestras de inadaptación, pero la responsabilidad se traslada a la sociedad -las amigas, los médicos, incluso la madre-, y de ahà la belicosidad de su postura.
«SabÃa que debÃa estarle agradecida a la señora Guinea, sólo que no podÃa sentir nada. Si la señora Guinea me hubiera dado un pasaje a Europa, o un viaje alrededor del mundo, no hubiera habido la menor diferencia para mÃ, porque dondequiera que estuviera sentada -en la cubierta de un barco o en la terraza de un café en ParÃs o en Bangkok- estarÃa sentada bajo la misma campana de cristal, agitándome en mi propio aire viciado.»