Traducido en esta edición como La mirada del ángel, habÃamos conocido esta obra como El ángel que nos mira, por ejemplo. Aunque no es fácil sustituir en nuestro idioma la expresión con que Thomas Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900 - Baltimore, Maryland, 1938) quiso que conociéramos su primera obra: Look Homeward, Angel. Interpela a un ángel, sin duda, pero para ordenarle que vuelva la vista hacia atrás, hacia el pasado. Pues de eso trata esta extraordinaria novela, que deja en juego de niños casi cualquier otra experiencia de autoficción. El subtÃtulo será también revelador: A Story of the Buried Life, algo asà como una historia de la vida enterrada. Y Wolfe se propuso incluir toda una vida, sin concesiones de ningún tipo a la estrategia narrativa que esgrimÃa Hemingway, la teorÃa del iceberg. Aquà se intenta que todo aparezca reflejado. Las intenciones de Wolfe son las de explicar el universo a partir de unas vidas aparentemente de provincias.
Nada más comenzar el libro, uno se da cuenta de que la voz elegida será en sà mismo un estrato de lectura. Sin duda poética, pero de una poesÃa sin contención, repleta de descubrimientos expresivos, de enumeraciones que son una lección de cómo describir, fÃsica y emocionalmente, a partir de los sentidos, de expresiones contradictorias que pueden azotar nuestra mente y dejarnos un buen rato pensando: «honradez salvaje»; «la belleza sensual de la religión»; «era moral para aquello que se le negaba»; «desperdiciado sigilo»… son apenas unos ejemplos. La prosa de Wolfe es un auténtico torrente de palabras que sumadas a palabras dan mucho más significado que la mera adición de términos. Cada imagen que crea es una sorpresa y es un acierto. En realidad, Wolfe es un escritor de los que se dedican a incorporar, de los que necesitan mucho tiempo para describir un segundo. Tal vez por eso merezca ser leÃdo en los momentos en que nos encontramos mejor dispuestos a recibir literatura.
«¿Quién de nosotros ha conocido a su hermano? ¿Quién de nosotros ha mirado en el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no sigue estando eternamente prisionero? ¿Quién de nosotros no es eternamente un extraño que está solo?»
El párrafo está al inicio de la obra y nos aclara que, además de incorporar todos los acontecimientos que caben en una memoria, y en la de Wolfe son casi infinitos, tratará de explicar profusamente a los personajes. Estos son trasunto de su familia numerosa, seres con unas limitaciones que el narrador quiere conocer antes de plantearse si es posible perdonar. Sobre todo, porque es consciente de que el olvido es imposible. Wolfe era el pequeño de la estirpe, un muchacho que encontraba refugio en la lectura, es decir, en la soledad. El protagonista hereda este don, pues de un don se trata, en un mundo con una hostilidad sin descanso, más áspera que aguda. El padre, Gant, se entrega al alcohol y a las consecuencias del alcohol, tanto sociales como humanas, y está constantemente intentando rehabilitarse. La madre, Eliza, es tacaña y trabajadora. Eugene, el BenjamÃn de la familia, es un soñador, un idealista que busca en la realidad las heroicidades que cree reconocer en las novelas. El conflicto entre realidad y deseo vuelve a ponerse sobre el tapete, y de él sale una de las pocas cosas buenas que pueden surgir: literatura. El mundo es sucio, agresivo, lleno de feos impulsos que impone el deseo, también el sexual, está embarrado y parece que apenas luce el sol lo bastante como para permitir que existan sombras.
Y Wolfe decide escrutarlo con una mirada que se traduce en una voz oracular, salvaje, interminable. Como interminables son los estÃmulos que nos ofrece esta realidad. Asà pues, no queda más remedio que condensar, como en los contrastes de los que hemos hablado, o en las enumeraciones: «Asà pues, se creÃa en el mismo centro de la vida; creÃa que las montañas bordeaban el corazón mismo del mundo; creÃa que de todo el caos de accidentes aparecÃa el hecho inevitable en el momento inexorable para añadirse al total de su vida». Aunque quien cree es, a la vez, espectador de quien cree. El planteamiento es que cada uno lleva un ángel dentro, que puede ser oscuro o un ser de luz, con todos los grises intermedios, y Wolfe lo que busca es definirlos, sabiendo que es una tarea imposible. Esto le permitirá hacer el tiempo un ente elástico y maleable. Nada sucede al ritmo que entendemos que es normal que sucedan los asuntos. Es barroco, sÃ, pero no sólo en el estilo: es barroco porque habla de la desvalorización del hombre y de la naturaleza, porque habla de la desconfianza y de la angustia, porque contempla ruinas y reconstruye con arte.
Asistimos a la educación sentimental o, más bien, emocional, pues la emoción es el primer impacto y el sentimiento surge tras la digestión de éste. Y estamos contemplando cómo se digiere el mundo casi por entero. Estamos sobre la superficie de lo habitable sin instrucciones de uso, sin un tipo que nos alumbre con una linterna, llenos de defectos y preguntándonos por qué todo es sórdido. El elenco social completo son los secundarios que asisten a la creación y al desarrollo de una familia que funciona como un único ser, pues será quien construya al narrador, con él, contra él, desde él, a pesar de él, tras él. El sinvergüenza y derrochador, convivirá con la abnegada, el que no tiene futuro con el egoÃsta, y el amable con el tartamudo y con el fanfarrón. Todo dentro de un ambiente en el que pesa la pérdida de los tres primeros hijos al poco de nacer, los que deberÃan haber sido piedras fundacionales de la familia. Hay tanta desunión como dependencia en los afectos que se entrelazan, porque esa parte del deseo que guardamos en la memoria, quiere ver afectos en la reproducción del pasado. Quiere ver afectos no sólo en los momentos salvÃficos, que Wolfe también esconde, sino hasta en los mezquinos y en la existencia precaria.
Y luego está la inevitable referencia a William Faulkner, que tenÃa a Wolfe por un maestro coetáneo. Es fácil entender la razón si uno osa leer esta obra maestra.