Un Infierno poético (o la muerte del artista)

Infierno. Teatre Grec, Barcelona
29 y 30 de junio de 2009

Dirección, escenografía, iluminación y vestuario:
Romeo Castellucci
Compañía Societas Raffaello Sanzio

Música original:
Scott Gibons

Coreografía:
Cindy Van Acker y Romeo Castellucci

Colaboración en la escenografía:
Giacomo Strada

Esculturas, mecanismos y prótesis:
Istvan Zimmermann y Giovanna Amoroso

El resto de la trilogía: Purgatorio, en el Teatre Lliure (hasta el 7 de julio), y Paradiso, en La Capella (hasta el 6 de julio).

Foto: Luca Del Pia
Foto: Luca Del Pia

Uno de los platos fuertes de este Grec. La versión libre de la Divina Comedia de Castellucci había creado muchas expectativas. La primera propuesta, Infierno, se ha podido ver, únicamente durante dos días, en el incomparable espacio del teatre Grec de Montjuic que no sólo sirve de escenario, sino que forma parte de la obra, en la que el paisaje es un personaje más. Prescindiendo del texto, el italiano propone un seguido de imágenes plásticas, más cercanas a la perfomance que al teatro convencional, que nos hacen reflexionar sobre la muerte, la soledad o la idea de sí mismo que  tiene el artista contemporáneo.

Mientras esperamos que arranque el espectáculo, unas letras luminosas, en las que se lee el título de la obra, tiemblan y producen sonidos histriónicos, que nos recuerdan al último Lucio Fontana que utilizaba luces de neón para insistir en su espacialismo. Es un aviso. Hemos venido a ver una obra de arte, una instalación.

Foto: Luca Del Pia
Foto: Luca Del Pia

Se trata de una apuesta muy personal y, consciente de ello, Castellucci comienza su peculiar Infierno rodeado de perros furiosos que le atacan. Asume los riesgos. De esta manera, firma su puesta en escena y acompaña así, como si de Virgilio se tratase, a unos espectadores que acto seguido ven cómo un actor escala la montaña, saliendo del cuadro escénico, hasta perderse en el bosque. Silencio durante varios minutos. Desde lo más elevado, cae una pelota que sirve como metáfora del primero de los nueve círculos de los que nos habla Dante y por los que hay que descender hasta llegar al centro del infierno.

A partir de ese momento, las imágenes poéticas no van a parar de aparecer. Las luces y los sonidos, a falta de texto que acompañe la narración, van dando pistas. No hay personajes, sólo actores anónimos, figurantes, viejos y niños que golpean un muro del que no pueden escapar, el muro de la muerte y el olvido. Alguien pisa una calavera hasta que la rompe. Lo que hemos sido y lo que nunca más volveremos a ser. Una bailarina se mueve arrastrándose por el suelo. Y el cubo… uno de los momentos más enigmáticos, y más angustiantes, de la propuesta. Aparece un cubo en forma de espejo que primero nos refleja, nos muestra que nosotros formamos parte de lo que se está viviendo en el escenario, pero que de golpe se ilumina y enseña el interior: un grupo de niños que, ajenos a los que está pasando en el exterior, juegan y hablan entre ellos mientras una masa negra les persigue. La inocencia vista de frente, que asombra tanto como aturde.

La aparición de Andy Warhol da un giro a este Infierno. Se muestra al autor, al artista, que es autoconsciente y que, como anunciaría Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, construye una obra que ha perdido su aura. Nos fotografía. Nosotros también estamos condenados a la muerte. En la pared se pueden leer algunas de las obras más importantes del artista americano. No en vano es el ejemplo de Warhol, de su Brillo Box, el que utiliza el crítico Arthur Danto – véase la coincidencia casi exacta con el nombre del autor de la Divina Comedia – para explicar la transfiguración del lugar común, de cómo el objeto corriente se convierte en objeto artístico y, por lo tanto, protagonista de una interpretación sin la cual no hay obra estética. No hay obras originales desde Warhol, sino copias, reproducciones y, con el pop art, el ritual deja paso a la autoconciencia del artista, que sabe que sin teoría no hay posibilidad se seguir con la historia del arte.

Foto: Luca Del Pia
Foto: Luca Del Pia

Una tela blanca cubre, por unos minutos, al público. Se ha des-velado el secreto. La pureza de lo virginal desaparece, y se nos presentan las imágenes más poéticas, pero más duras y trágicas. Un piano arde, un enorme y perfecto caballo blanco es manchado con pintura roja y se oye una voz que dice “¿Dónde estás?”. El grupo de figurantes muestra afecto y, a la vez, violencia, y se van degollando unos a otros. Suena, incesantemente, el ruido de coches que frenan y chocan. La muerte del Hombre moderno que, mediante el progreso, se ha ido mutilando, auto-aniquilando.

No hay duda de que estamos ante un espectáculo en el que se consiguen momentos de gran belleza plástica. No hay fronteras entre los géneros, y la danza (el día que ha muerto, precisamente, la coreógrafa Pina Bausch, creadora de la “danza-teatro”), la pintura y la instalación parecen ir de la mano. No podemos dejar de pensar en el reciente premiado Bill Viola, y algunas de las imágenes propuestas, como cuando los actores suben al cubo negro y se dejan caer de espaldas hacia el vacío, parecen un guiño directo al “inventor” del videoarte y a obras como Resurrection. Pero es precisamente ese carácter fragmentario, y genéricamente híbrido, el que hace que el espectador acoja el final de una manera algo tímida y fría. Todas las imágenes provocan, evocan, una sensación profunda, incluso mística, pero se echa en falta un hilo conductor, una cierta continuidad argumental. Estamos ante un museo, una galería, en el que nos enamoramos de cada artificio visual, pero en la que no podemos experimentar la catarsis griega, el mimetismo entre el escenario y la platea, entre el espectador y el actor, porque el ritmo no está marcado por un diminuendo y un crescendo. Cada artefacto poético es autónomo y el tempo se encuentra en cada individualidad, en su estructura interna, pero no en el conjunto de la versión.

La Divina Comedia de Romeo Castellucci, a pesar de prescindir del texto y de no estar sujeta a una unicidad compacta, es bella, impactante, y, de hecho, sigue siendo theatrón siempre que se entienda éste como el “lugar para contemplar”. Se nos explica el sufrimiento a través de metáforas espectaculares, la soledad a través de analogías sugerentes, y, por encima de todo, la muerte del artista si no se convierte en sujeto autoconsciente.

Albert Lladó
www.albertllado.com


Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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