El siglo de las Luces | Joseph Wrigth | WikiMedia Commons

La cara oscura del siglo de las luces

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El siglo de las Luces | Joseph Wrigth | WikiMedia Commons

Para Guillermo Carnero (Valencia, 1947), quien es uno de los poetas novísimos que antologó José María Castellet, el siglo XVIII es la época más apasionante de la historia de Occidente. Si el siglo anterior fue considerado barroco y el siglo posterior, romántico, el siglo XVIII se reparte las etiquetas de racionalista y neoclasicista. Siglo complejo y rico por la variedad de sus diferencias, el XVIII entraña una ardua labor de delimitación y definición. Carnero advierte que no debemos caer en la tentación de simplificarlo y apuesta por abordarlo como una dualidad dialéctica formada por la razón y la emoción. A la emoción dedica Carnero su estudio, principalmente.

Para Carnero, tomando la duración cultural de un siglo por periodos y no como fechas para acotar temporalmente, el siglo XVIII comienza con el Neoclasicismo de la tradición horaciana y aristotélica en el siglo XVI, pero no es hasta el siglo XVII que se asienta en la cultura francesa. Asimismo, el Neoclasicismo penetraría en el primer tercio del siglo XIX, eso sin contar con la formulación del hispanista inglés Russel P. Sebold, quien propone que el siglo XVIII llegaría hasta el segundo tercio del siglo XIX.

El Neoclasicismo se fundamenta en una parte artística (genio) y otra científica (estudio), en la sabia conjugación de ambas compone el poeta su universo. Su afán didáctico, sobre todo a través del teatro, discurría en la comedia por la ridiculización del vicio, y en la tragedia, por la purificación de las pasiones a través de la catarsis. Moratín, Luzán, Boileau, etc., coincidieron en el peligro que ostentaría un mal teatro capaz de desequilibrar cualquier estado de leyes por el contagio emocional a los ciudadanos.

Para poner en marcha ese didactismo los neoclásicos utilizaron una arcaica noción de psicología del espectador, además de una pasmosa voluntad de difundir y mitificar la ideología que sustentó el Antiguo Régimen. Por tanto, su propuesta, aun con visos de parecer renovadora, era conservadora en relación con la tradición clásica.

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El dogma «imitación de la naturaleza» no quiere decir que el artista solo componga copias de lo que hay en su entorno —aclara Carnero—, sino que de las cosas que este elija se espera un comportamiento adecuado a ellas. No de otra forma se comprendía que la enseñanza moral que aportara llegaría a causar su efecto en el lector.

El hecho de denominar naturaleza de manera general a todo lo que se engloba en ella hace necesaria una distinción entre lo normal y lo anormal, y para esta valoración el artista conviene usar las directrices del decoro, decisión que desemboca en la noción de verosimilitud en el lector.

Así pues, el Neoclasicismo inscribe su verosimilitud en parámetros aristotélicos: el poeta debe escribir sobre aquello que podría suceder. Para aclarar esta óptica, Carnero dispone de tres conceptos que relacionan esa posibilidad de verosimilitud con respecto a la realidad. Dichos conceptos son: lo verdadero, lo posible y lo verosímil. De este modo, lo verdadero sería aquello que brinda la naturaleza y funciona por los mecanismos naturales con que fue concebido; lo posible sería aquello que atendiendo a los comportamientos de lo verdadero se comporta como tal, la suma de ambos discernimientos forma el conocimiento científico; y lo verosímil quedaría al alcance del neófito y no docto, puede coincidir o no con las otras concepciones o hasta contradecirlas.

El poeta, según los neoclásicos, debe adoptar una postura verosímil, incluso si es imposible y falso, siempre que lo verdadero y lo posible sean inverosímiles para el público. El poeta aspira a conseguir lo extraordinario verosímil, solo así se puede estremecer de verdad al espectador.

La noción de decoro que manejaron los neoclásicos consiste en atribuir cualidades a las cosas dependiendo de su naturaleza innata. Es decir, crear lo arquetípico y coherente a todos los niveles. Las unidades resultan de aplicar este tipo de verosimilitud al hecho representado. Este recurso permite el reconocimiento del espectador y evita su distanciamiento de la obra.

Seguidamente, Carnero enfoca su estudio en los valores que permiten la elevación de la emoción y la sensibilidad a cotas supremas de lo ético y lo estético. Esto cristaliza en dos conceptos fundamentales: el gusto, frente a la razón y las reglas, y la sublimidad frente a la belleza.

Claudio-Adriano Helvétius publica en 1758 De L’sprit, escribe que la ausencia de pasión nos conduce al embrutecimiento. Lo cual quiere decir que las pasiones son tomadas por el celestial fuego que da vigor al mundo real. Relacionan la pasión a la intuición y por ello la consideran como algo insustituible, ya que de la intuición de los filósofos y científicos nacen los sofismas que —algunos de ellos— más tarde terminarán siendo axiomas.

Son superiores, por tanto, aquellas obras que provocan una emoción en el espectador. De todo esto da buena cuenta David Hume en los cinco libros que escribió durante el periodo comprendido entre 1742-1757. Hume antepuso lo sensible e instintivo a lo racional, pero al enfrentar su tesis al relativismo anuló como criterio estético el concepto del gusto.

Había que redefinir y desglosar para su mejor entendimiento la noción de gusto y Hume la estructuró en tres rasgos: delicadeza, libertad de prejuicios y experiencia en el conocimiento y trato del arte. Diderot lo resumió todo esto sabiamente en Conversaciones sobre el hijo natural.

Carnero destaca que se atribuye a la belleza la posibilidad de inocular en quien la percibe un placer sereno. Añade que son solo susceptibles de ello los objetos ordenados y regulares. Esto nos lleva a recurrir a la sublimidad. Sobre lo sublime, como hemos comentado, es la obra del retórico Longino que sistematiza y trasciende este concepto de superación moral de la naturaleza frente al ser humano a través de su estremecedora grandeza. Un ejemplo de lo sublime en la literatura anterior sería la Eneida de Virgilio.

La tendencia dieciochesca defiende las emociones como justificación última del arte. Esto deviene en el paisaje como correlato objetivo de los sentimientos humanos y una atención preferente por la naturaleza majestuosa.

Ya Kant anticipó en su Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime esa dualidad del siglo XVIII: «lo sublime emociona, lo bello encanta». Lo sublime terrible, si se produce fuera de lo natural, da como resultado lo fantástico.

La burguesía, como actor principal del siglo XVIII, no aceptaba las condiciones propuestas por un teatro clásico que obedeciese a una visión aristocrática.

La comedia sentimental pretende instalarse en el ciudadano medio para que este se reconozca en sus peripecias, busca empatizar con él. Sus personajes son buenos y se caracterizan por su sensibilidad y capacidad de desarreglo emocional, por seguir al instinto como norma de conducta. La horquilla emocional de estos personajes es amplia: desesperación, llanto, furia, enajenación, patetismo, etc.

La Teoría de la voluntad natural del hombre consiste en esa identificación entre emoción y virtud. Surge la distinción, pues, entre estado natural y estado social. Al estado natural le corresponderían los primeros momentos de la Historia. El estado social se rige por las convenciones.

La moralización, tanto en comedia como en tragedia, se da en la exhibición ejemplar de conductas reprobables. Rousseau opinaba que la tragedia no purifica las emociones, las excita. Elevar el rango del protagonista y la no contemporaneidad del mismo con respecto del espectador, distancian a este último de la obra.

Carnero aglutina la comedia sentimental en tres grupos: ética fundada en el amor sincero, matrimonio y familia (economía) y el Derecho. El primero supone la censura del amor libertino, el segundo son los avatares económicos de la industria y el comercio, el tercero saca sus recursos de una casuística relativa a la forma de aplicar las leyes.

Las tendencias que compusieron la poesía del dieciocho convivieron y se encabalgaron teniendo vigencia simultánea. Por tanto, no debemos pensar que son bloques cerrados o escuelas excluyentes, ya que algunos poetas practicaron varias de ellas. La coexistencia de dichas tendencias no debe verse como algo simplista.

Post-barroca, Rococó, Ilustrada, Neoclásica y Prerromántica, son las tendencias troncales que imperaron en el siglo XVIII. El deísmo buscaba el conocimiento de Dios, no en teológicas bizarrías, sino en la evidencia de su existencia necesaria. Meléndez en El filósofo en el campo dice que el deísmo instintivo es una de las razones de la superioridad moral de los campesinos, quienes por pasar muchas horas en contacto con la naturaleza alcanzan una vivencia mucho más intensa y limpia con la religiosidad que cualquier otro ciudadano medio.

El sentimiento de la naturaleza es uno de los rasgos más característicos de este siglo. Buen ejemplo de ello son obras como Obermann, de Senancour y Viaje a los Pirineos, de Ramond de Carbonnières. Por tanto, y ya para terminar, Racionalismo y Neoclasicismo predominaron en un siglo dieciocho no exento de variedades artísticas y filosóficas, una centuria escindida entre la razón y la emoción, motivo de su singular riqueza cultural e intelectual. Toda esta actividad derivaría en el siglo XIX en un Realismo que daría paso al Romanticismo para culminar con la famosa crisis de fin de siglo, una suerte de trastorno ideológico generalizado que después se descubriría motivado por conceptos como: Modernismo, Regeneracionismo o Generación del 98. Pero eso, es otra historia.

José Antonio Olmedo

José Antonio Olmedo López-Amor (Valencia, 1977). Escritor y poeta, crítico literario y cinematográfico, ensayista, cronista, articulista, divulgador científico. Titulado en audiovisuales. Redactor y colaborador en más de treinta medios de comunicación digitales e impresos

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