Una saga moscovita

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 For whom the river flows | Foto: Platon Terentev | Flickr Commons
For whom the river flows | Foto: Platon Terentev | Flickr Commons

«La vida discurre monótona mientras los acontecimientos se acumulan y se aproximan para de repente desplomarse sobre uno, como una paletada de nieve arrojada desde un tejado.»

A mediados de la segunda década del siglo XX, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, conocido como Stalin, es nombrado Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética; detentará este cargo hasta 1952, poco antes de su muerte. Este período crucial en la historia de Rusia, que comprende como hitos fundamental la Segunda Guerra Mundial, de Europa y, por extensión, del mundo, y la represión dentro de sus fronteras, enmarca la historia de la estirpe Grádov, la saga familiar que da título a la impresionante novela de Vasili Aksiónov.

«Nikita hablaba con la voz entrecortada, como si estirara la cinta de papel de un telégrafo. Mientras se preparaba para irse, el profesor se dio cuenta de repente de cuántas cosas les habían robado los acontecimientos de los pasados años tanto a sus hijos como a él: su primogénito había perdido una juventud que nunca había conocido, todas aquellas encantadoras tonterías que se saborean en familia para después discutir con seriedad de importantes acontecimientos mundiales. Pero su hijo había pasado directamente de la adolescencia a aquellos malditos acontecimientos, y ya no había sido posible hablar con él de otra manera que no fuera con seriedad.»

En cuanto al contenido de la trama, el autor fija una serie de hitos alrededor de los cuales explicita y concreta el retrato de la época; en primer plano, como dice el dicho, que la primera víctima de la guerra -pues situación de guerra es la que se mantenía en la URSS durante la época estalinista- es la verdad. Todo el mundo conoce la verdad, pero actúan como si nada, apoyando la verdad oficial sin avergonzarse: saben perfectamente que el emperador está desnudo y, sin embargo, rivalizan para ver quién alaba mejor sus extraordinarios ropajes.

«Entretanto, el organillero, conocido en toda la ciudad, acababa de entrar con sus papagayos en la taberna de Papá Niko. Aquella trinidad, al igual que el viejo cachivache musical, estaba aquel día en plena forma, la vieja melodía se oía nítidamente, el organillero canturreaba y los pájaros revoloteaban por encima de las mesas. En Tiflis, la gente discutía a menudo sobre por qué los papagayos no se escapaban del organillero: ¿acaso los ataba por las patas con hilos invisibles? Sólo el borracho ocasional comprendía que el organillero, para los pájaros, representaba la idea de «patria».»

Aksiónov llama la atención sobre la vuelta de tuerca mediante la cual la misma Revolución sustituyó el romanticismo -era burgués– por el realismo, pero en un sentido diametralmente contrario al esperado: el exceso ya no era un asunto romántico, sino realista; y el propio materialismo acababa adquiriendo los atributos de la mística. Todo ello levantaba la paradoja de que una vez establecido los que era revolucionario, no se podía distinguir lo que era ultrarrevolucionario de lo que era contrarrevolucionario.

«-El tiempo de la ironía ha pasado, Nina. Nos ha tocado vivir tiempos heroicos.

Nina se encogió de hombros.

-Sin ironía, Irina, es difícil sobrevivir en estos tiempos heroicos.

-Esto es un sofisma.»

Finalmente, el autor expone la paradoja de la pertenencia. Si mediante la colectivización de la personalidad se lleva a cabo la disolución de la individualidad en el confortable nosotros, y esta es una adscripción obligada, ¿qué sentido de pertenencia se esconde en ella? ¿Supone una identificación total? Si ese nosotros designa lo válido y no admite ni matices ni discusión, ¿significa que se acepta como propio cualquier atributo colectivo? –Zamiatin ya dio una muestra del poder de ese pronombre en una novela titulada exactamente así, Nosotros-. Y más importante, ¿quiénes son ellos? ¿Existe tal concepto?

«Ahora, en la noche cerrada, sentado sobre un tocón de pino del antiguo nido de los Grádov, Nikita, […] estaba asqueado de la guerra. Ansiaba la no-guerra. Había vuelto al Bosque de Plata, no por razones sentimentales, sino para estar en contacto con algo más eterno, algo que existiera más allá del contexto militar, fuera de la Historia y, aún más importante, algo que irradiara y absorbiera amor. Ni siquiera buscada a su madre y su padre en persona, sino que buscaba los sentimientos de maternidad y paternidad.»

La guerra, la IIGM, ocupa gran parte de la trama, tanto en su transcurso como en sus epígonos, principalmente el inicio de la Guerra Fría pero también por sus consecuencias. Una de ellas, derivada del hecho de que el conflicto bélico consistió en un episodio terriblemente cruento para la población de la URSS, pero también porque, exceptuando a los elementos de la cúpula del Partido, significó un relevo generacional de los principales actores de la Revolución de Octubre a la siguiente generación: los héroes del conflicto habían cumplido con su papel y debían entregar el protagonismo a los jóvenes que sí que habían participado en la guerra pero no en el levantamiento bolchevique; aunque en la totalidad de la URSS los viejos sátrapas seguían monopolizando el poder, en la sociedad real pintaban más bien poco. Aksiónov lo ejemplifica en uno de los momentos más intensos de su novela, la entrega de una carpeta con material personal de Vuinóvich, amigo de la familia y compañero de armas de su padre, a Borís, de una carpeta con material que la policía de seguridad puede considerar comprometido -no sólo se transmite la posición de poder, también la disidencia-:

Navona
Navona

«Ahora tengo que darme prisa y… sabes, he traído esta carpeta por si acaso, no sabía si podía confiar en ti… Pero ahora veo que se puede… sabes, me gustaría que te llevases todas estas cosas… aquí está mi más… cómo decirlo, mi archivo personal… Fotografías, notas, cartas, versos… bueno, toda clase de recuerdos sentimentales… Necesito dejarlo en algún sitio y, aparte de ti, Boria, no tengo a nadie más… Bueno, está bien, al parecer tengo que contártelo todo. Mira, estoy casi seguro de que un día de estos volverán a apresarme […]. Siento que a mi alrededor se ha formado el típico ambiente que precede a un arresto. Puedo sentirlo en algunas conversaciones aisladas, en las miradas de los agentes especiales, en las preguntas que me hacen en las reuniones del partido. Lo más probable es que alguien de mi círculo más cercano esté informando de mi estado de ánimo, en fin… y además mi expediente de 1938 no se ha perdido… allí, claro, está, se acuerdan de cómo me comporté durante la instrucción… y en el campo… claro está que allí hubiesen acabado conmigo de no ser por tu padre… En una palabra, mi rehabilitación está en el aire, a pesar de todas las condecoraciones y heridas… En fin, no reniegues de la pobreza ni de las rejas, dice la sabiduría de nuestro incomprensible pueblo; sin embargo, no puedo imaginarme que vayan a revolver entre mis papeles, justo entre estos, en los más queridos, esas… -se paró en seco, miró a los ojos a Borís y terminío la frase con firmeza- … esas ratas asquerosas. Por eso pido que te lo lleves.»

Este tipo de novela, la epopeya de una familia compuesta por un buen número de protagonistas en tiempos convulsos, es casi tan antiguo como la literatura y ha sido tratado con multitud de variaciones; excepto en los casos extremos, tales novelas resultan más interesantes cuanto más atractiva sea la época en que se desarrollan o más sugestivos sean los avatares en que se desenvuelven los protagonistas. En el caso de Una saga moscovita se añade a ambas variantes un tratamiento estilístico si no original si, al menos, aplicado con una destreza sorprendente: la mezcla de ficción y realidad en doble sentido. En un primer nivel de la distinción, se alternan los capítulos que componen la historia de ficción, la vida y los avatares de la familia moscovita Grádov desde 1921 y siguiendo su periplo a través de tres generaciones hasta mediados de los años 50, con lo que el autor llama entreactos y que consiste en fragmentos entresacados de las hemerotecas de los mismos períodos. Ahí tenemos, pues, la ficción y la realidad, pero Aksiónov imprime un nuevo sentido a la dicotomía inyectando elevadas dosis de realidad en la parte novelesca, con lo que la ficción parece real, y recogiendo de los documentos de la época aquellos cuyo absurdo -sobre todo los procedentes de los medios de comunicación oficiales- los adjudica, sin ningún esfuerzo, al terreno de la ficción. Mediante este recurso, con el añadido de la interacción de personajes reales con los ficticios, Aksiónov construye una epopeya de corte clásico -y clásicamente rusa, si atenemos a una tradición que el autor sigue y en la que se reconoce- en la que la mezcla de elementos míticos y reales alcanza un grado de virtuosismo notable.

Al mismo tiempo, también el manejo de la trama, múltiple por definición y extensa en su materialización -alrededor de mil doscientas páginas-, requiere algunos recursos que no la conviertan en una sucesión de lugares comunes y clichés prefabricados. Uno de los procedimientos más efectivos, en este caso, es el uso del contraste: el avance de dos acciones paralelas, en el mismo capítulo, fruto de una misma situación de partida que, repentinamente, queda dividida en dos líneas narrativas cuya simultaneidad en el tiempo y sucesión intercalada, acentúan el efecto dramático de ambas -por ejemplo, una fiesta en una dacha familiar y una operación quirúrgica del padre de la saga-; y el cambio súbito de dirección del proceso: mientras una se acerca a su final, relajada ya la tensión narrativa, la otra se acelera hasta alcanzar el clímax.

El tono general de la obra, afortunadamente, huye del efectismo trágico y del manierismo romántico empujados por un realismo estricto que muestra, sin citarlo, el mal sin máscara. La infección del estalinismo en las capas altas de la sociedad rusa -que no soviética- es tratado desde la parodia, explicitando un sentido del humor del que, como todas las dictaduras, las élites, ahora sí, soviéticas, carecían. Aksiónov descarta el envaramiento y la grandilocuencia de la tragedia optando por el tono irónico, dejando que el drama limite su influencia a los hechos narrados sin que este tono afecte al estilo, que adopta el matiz más ligero de la tragicomedia, consiguiendo así, mediante una especie de reducción al absurdo, acentuar su efecto sin cargar las formas. Si la situación se recogiera en toda su sordidez, el exceso haría que pareciera irreal.

«Voroshílov, por lo visto, se deleitaba en su papel de comandante en jefe, filósofo militar y estratega. Regordete, de aspecto saludable, con un bigotillo bien recortado, parecía, incluso con su uniforme impecable que claramente le habían hecho a medida, un comerciante próspero de Kuznetski Most. Un observador atento habría captado en sus ojitos vivos destellos de absoluta estupidez. De vez en cuando, como si se acordase de quién era, se quedaba inmóvil por un instante, centrando la atención en su monumentalidad.»

Asimismo, debe considerarse un logro la ausencia de personajes arquetípicos: eso le aleja de la literatura clásica en versión romántica, y dota de modernidad a la novela -de igual modo que es «moderno» el tratamiento y planteamiento de personajes en Vida y destino, por más que la forma sí sea clásica- por supuesto -lo contrario sería una visión más que sesgada y no menos cierta-, esas ficciones publicadas incluyen no sólo las publicaciones paranoicas de los medios soviéticos antes y después de la IIGM, sino también fragmentos de las grandes revistas occidentales –Times, Life– en plena Guerra Fría, en una escalada de barbaridades que sería lamentable si no fuera patética; más teniendo en cuenta que, en principio, las publicaciones soviéticas seguían los dictados del Gobierno, mientras que las occidentales corresponderían a aportaciones de la prensa libre.

Finalmente, en lo que respecta al tratamiento narrativo, Aksiónov incluye, aquí y allá, interesantes reflexiones acerca de la ficción, de las novelas y de la vida, en una serie de aisladas y sorprendentes llamadas al lector.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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