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El espíritu de los pájaros

Marja-Liisa Vartio, una de las figuras del modernismo finlandés, nos recuerda en su novela póstuma el consuelo que nos brinda la naturaleza ante el aislamiento y los rencores | Foto: WikiMedia

Hace años que venimos oyendo que el sistema educativo funciona en Finlandia como en ningún otro sitio del mundo y lo mismo puede afirmarse de la red de préstamos de libros a través de las bibliotecas estatales. Que el índice de lectura de la población está muy por encima del resto de Europa y que, en definitiva, es el país donde más y mejor se tratan los libros. Así que no podemos extrañarnos de que hayan proliferado en los últimos tiempos escritores de calidad, bastantes traducidos al español, en particular narradoras de fuste, sin contar con los autores de novela negra, tan boyante por las latitudes nórdicas en general.

He de confesar, sin embargo, que la literatura finlandesa es terra incognita para mí, si descontamos, hace años, al poeta de culto Pentti Saarikoski y su hipnótica trilogía Tiarnia y recientemente a Aki Ollikainer y su también enigmática, a más de escalofriante, novela El año del hambre. Entre medias, varias narraciones del inclasificable, desopilante Arto Paasilinna. Si bien creo que mi iniciación fue con la mágica Tove Jansson, que leí con jóvenes a modo de aprendizaje, me acuerdo que la traducción era del gran Jesús Pardo, aunque ahora estoy pensando que puede que escribiera en sueco y no en finés.

Así que no sabía absolutamente nada de Marja-Liisa Vartio, una de las figuras eminentes del modernismo finlandés de mediados del siglo pasado, ni de su novela póstuma Suyos eran los pájaros, libro hermosísimo, delicado en extremo, en su factura, desde la portada hasta el singular, como es marca de la casa, colofón, así como en su contenido y estilo, preciso y teñido de lirismo, con una sensación de naturalidad nunca impostada que atrae sobremanera. Se dice que la escritora, supongo que con Tolstói como referente, pues cita Anna Karenina, Guerra y paz y La sonata a Kreutzer, siempre reescribió sus novelas tres veces antes de publicarlas.

Errata Naturae

Por lo pronto, nada más comenzar la historia, nos encontramos con términos caídos en el olvido como “chantre”, “deana” o “factoría”, síntoma de que nos disponemos a entrar en un mundo ya desaparecido, aquel, por caso, del cuadro del ángelus de la tarde de Millet, cuando el mensaje espiritual prevalecía sobre el costumbrista impuesto por la modernidad. Y por otro lado, a través de la figura casi en ausencia, sólo atisbado en escasos flashbacks, del pastor casado con la viuda protagonista, a la que llaman por eso la deana, se olfatean esos adentros septentrionales que afloraban en las películas de Dreyer o Bergman, y en cierto modo en el grupo Dogma danés, con Lars Von Trier a la cabeza. Personajes medio autistas socialmente, que viven en los hondones bíblicos, dándoles vueltas y más vueltas, no exegéticas, sino existenciales, vicarios protestantes con una interioridad extraña, tortuosa y atormentada, a caballo entre el misticismo y las pasiones insanas. Aquí el pastor muerto cultiva con enajenación su manía de cazar pájaros de todo tipo y esa obsesión ornitológica se renueva en la figura de su mujer, azacaneada de continuo en airear y orear a las aves disecadas. El espíritu del marido la vigila desde los ojos de cristal, gravita sobre su memoria, planeando cual pajarraco de presa, es otra pieza cobrada: “Yo lo padecí todo. Si hubiesen sabido cómo era en realidad…Predicaba, tenía talento, era un hombre ejemplar, dicen mis cuñadas”.

El argumento, desarrollado fundamentalmente mediante el diálogo, a tal punto que algunos capítulos, muchos, forman una especie de cuadros escénicos conversados, descansa sobre la antedicha deana y su peculiar criada, dos mujeres, en su aparente debilidad, muy fuertes. Tienen, al tiempo, la inocencia de las “pobres gentes” y la malevolencia de quienes habitan en comunidades reducidas. Alma, la criada, ha huido de su casa, con su madre impedida y sus hermanos veleta, como esparavanes, hacía todo el trabajo doméstico y campestre. Adele, la deana, la ha acogido a regañadientes, desconfía de ella, ha heredado, como decíamos, no se sabe si como castigo o como expiación, la ofuscación enfermiza de su marido por los pájaros disecados. “Lo casca todo”, la acusan: a ratos, “malvada y amargada”, hoza en la inmundicia propia y de quienes la rodean; otras veces, acuciada por su mala conciencia, se hunde, insomne, pasa las noches rezongando de claro en claro, en vela, con ataques esporádicos de llanto o risa, gritando como una posesa. La tienen, en consecuencia, por loca de remate.

Completan el elenco las cuñadas de la deana, ahítas de orgullo y codicia, deseosas de encerrarla en un manicomio y quedarse con parte de la herencia, que se van llevando a casa, y sus respectivos maridos, médico uno y boticario el otro. Un mundo cerrado, asfixiante, que Vartio consigue amplificar gracias al perspectivismo desprendido del diálogo, junto a las versiones o recreaciones por parte de los personajes de los sucesos que jalonan su devenir, caso del incendio de la rectoría, los avatares sentimentales del hijo de la deana o los devaneos e inseguridades de la criada, tachada por los demás como rústica y palurda, considerada directamente como “estúpida aldeana”, pero con su aquel y sus vueltas.

Son criaturas tan zarandeadas por lo que les ha tocado vivir que parte de su instinto de conservación se ha trasmutado en instinto de conversación. Necesitan, para ganancia del lector, como el aire que respiran, arrullarse con narraciones, aunque sean conocidas, escucharlas de nuevo para sentir la voz del prójimo bajo el peso del tiempo, y fabular, alimentarse de la fabulación, único medio de atención, de vano acercamiento: “¿Es que no recuerdas cómo el pastor David alegró con el sonido de su arpa el afligido corazón del rey Saúl?” le anima a la crida para que le cuente algo, lo que sea, el boticario con pujos de libertino, bastante baboso y casi siempre achispado, que aun teniéndola por marimacho la acosa a menudo.

Todos están, por tanto, atrozmente solos, incluso los que viven emparejados, enjaulados por ellos mismos, con miedo a todo quisque, cociendo a fuego lento la ponzoña que los carcome. El mismo boticario le confiesa retóricamente a la criada: “¿Sabes que cuando una persona está sola se llena de veneno?”, mientras que la sirvienta le espeta a su ama viuda, que le advertirá más adelante, con un existencialismo atroz, que “a nadie le importa nadie, jamás te encariñes con nadie, ni con ningún sitio”: “Se tiene usted por una persona espiritual y ni siquiera soporta a un ser humano a su lado”.

Dejo al lector que apure el argumento de Suyos eran los pájaros hasta la sorprendente –o no, como la vida misma– traca final. Por mi parte, si pienso en la narración, es como si me encontrase aún a la pareja protagonista, tras sacar los pájaros tiesos a ventilarse, paseando tan campantes por el pasaje de abedules, detrás del cementerio. A buen seguro, van charlando de algún asuntillo familiar, dimes y diretes, habladurías vecinales que no acierto a comprender, tal vez echen pestes de alguien, aunque, la verdad, parece pura cháchara, para calmar los nervios, siempre renqueantes, como un entretenimiento para condenadas. Sólo lo parece, las palabras sin duda consuelan del dolor. Y la deana Adela, según la sirvienta, en su psicosis ornitológica claramente aguzanieves, insiste en que la criada Alma, según su ama, claramente avefría boba, lo lía todo y que se lo cuente bien, desde el principio. Vaya pareja. Dan ganas de acercarse y decirles que no se paren nunca, porque si no vamos a tener que empezar a leer de nuevo la novela.

Fermín Herrero

Fermín Herrero (1963, Soria). Autor de 'La gratitud' (Premio de las Letras y la Crítica de Castilla y León 2014 y Premio ‘Gil de Biedma’). Ha publicado los poemarios: 'El tiempo de los usureros', 'Un lugar habitable', 'Tierras altas', 'Echarse al monte', 'Tempero' y 'Sin ir más lejos'. Actualmente colabora en el suplemento de cultura de 'El Norte de Castilla'.

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