Violeta Serrano | Foto: Magdalena Siedlecki

La escritura es el viaje

/
Violeta Serrano | Foto: Magdalena Siedlecki
Violeta Serrano | Foto: Magdalena Siedlecki

No sabemos cuándo comienzan a escribirse los libros que tenemos entre manos. Ni los ajenos ni los propios. No sabemos cuándo la vida adquiere consistencia y textura literaria, en qué momento la anécdota, el paisaje, el recuerdo de una noche o el despegue de un avión cristalizan en la materia prima que nos permite (re)crear algo nuevo, distinto, propio, algo que hasta entonces no estaba ahí y que quizá, ahora, permanezca para siempre. El arte construye el mundo, no lo imita. Si aceptamos eso, sabremos, por ejemplo, que nada es más ficcional que la delimitación de los mapas mentirosos y la fundación mitológica de todas sus ciudades.

No sabemos cuánto de la vida de un autor destila en sus versos, cuánta sangre de su sangre hay en la tinta, nadie precisa el porcentaje porque importa poco. Quien escribe desdice y deshace su existencia buscando ser tan otro como pueda, remueve en su argamasa ejerciendo una arqueología de sombras y gestos tan familiares como olvidados. Quien escribe, Violeta Serrano, lo advierte en los versos de saludo de Camino de ida, se enfrenta «con el payaso que te mira desde el otro lado del espejo». El espejo bien puede estar al otro lado del mundo. Del mundo conocido, se entiende, del que nos vio nacer. En el caso de Serrano, el espejo saluda desde hace varios años en Buenos Aires y su reflejo no es certero ni perpetuo, es un reflejo inquieto que no deja de alterarse a medida que el tiempo pasa y la mirada, ojo de poeta entrenada, se afianza en la conquista del nuevo territorio. Una batalla interna, un ser en transición que no deja de mirar hacia atrás para entender el instante que habita.

Camino de ida late en un pasado ibérico, castellano. Un pasado que trasciende la juventud de su autora y que elige a Leopoldo María Panero como referente de su primera fuga. Así estructura Serrano su obra, en tres fugas. Las primera dedicada a Panero, la segunda a Juan Gelman. Ambas se extienden como un certificado de sus muertes. Serrano los homenajea dedicándoles poemas donde los trae de vuelta, hablándoles como solo se habla con los muertos que nos pertenecen, los que elegimos amar. Panero y Gelman mueren y su fuga de este mundo precipita certezas dolorosas. La continuidad de la existencia en una soledad que ahora es más grande.

La tercera fuga dispone el contrapunto necesario. No se dedica a una ausencia, se ancla con una observación, una propuesta: «Adaptarse a un nuevo índice de mortalidad». La muerte ya no es cita, herida u homenaje, es estadística. El cierre del poemario, su tercer movimiento, trata de asimilar lo indigerible. Un paisaje urbano donde la infancia es juventud diezmada de antemano:

«A la gran ciudad le falta piedad / para resistir a la desazón / de las quimeras».

Cada fuga, así como la apertura y el cierre del libro, están ilustrados por Lute S. Quintana con recortes de paisaje abocetados que funcionan como ventanas efímeras perpetuadas en la impresión. La tercera fuga, la definitiva, la mortal, ironiza con un paquete arrugado de Ducados donde aún se lee “España” y la cansina advertencia “fumar mata”.

La autora dialoga con el pasado oscuro de sus patrias: «fusilar es más sencillo / que desaparecer a un chico». Constata una evidencia brutal para que nos interroguemos sobre la realidad política y social que nos atañe.

La guerra civil española, sus repercusiones aún obviadas, están presentes en la primera parte del libro.  «Se oyen voces que te recuerdan el tiempo que pasaste en el reclinatorio de aquella iglesia. Se escuchan risas ingenuas que no saben de raciones de patatas podridas pero tú si recuerdas aquello». La voz de Serrano interpela a los testigos y a los herederos.

«Describimos / el error como culpa ajena / y queremos pretender / la perfección en retinas / extendidas, / en aguas de estrépitos, / en márgenes de escamas. / Pero no cabe tanta estúpida insolencia en la piel de las mariposas. / No somos águilas / honestas, / esperando el momento cumbre / para matar».

En esa fuga primera hacia el pasado Serrano cifra su conciencia poética, su deuda pendiente, su crédito:

«No sé si sabes / aunque yo creo que sí / que si me lees / debes de saber / que una se escribe / de las voces que oye / de las que no escucha / de las que desearía oír».

Camino de ida cumple lo que su título anuncia, un viaje, un recorrido por un itinerario emocional donde el pasado, tan propio como histórico, es vital e inevitable y donde el paisaje no es la excusa, sino recuerdo:

«Y saluda al día / como si nada pasase / como si no echase en falta / el agua, los pinos, la brisa: / su aire».

La lectura avanza no solo en tiempo, también en distancia. La distancia del mapa mentiroso precipita el vacío de los cuerpos y la desmemoria en una Buenos Aires extranjera:

«Cuando llegué aquí no había nombres / me vi en la obligación de nombrarlo todo / de componer un estado de las cosas / un inventario de la causalidad del escenario».

La poeta se sabe tan precaria en su conquista del nuevo mundo, como alguna vez lo fueran los primeros españoles que llegaron a estas tierras. Aquellos para quienes América  fue el mismísimo Paraíso descrito en las Sagradas Escrituras y que levantaron un imperio a cristazos, como decía Unamuno, y a metáforas.

Sin embargo, siglos de civilización no fueron en vano, dejaron espantosas cicatrices y Serrano enfrenta otro indómito paisaje que cauteriza con la precisión de quien paladeó a los clásicos argentos y entonó el tango inevitable que acosa a los turistas y nutre el imaginario y el (in)consciente colectivo.

«Me tiraron a la calle / me dejaron a mi suerte / y vi el rostro del hacendado / indemne al desquiciado lobo / que le acechaba insolente / entre Córdoba y Maipú». (…) «Y el río sigue lleno de mierda / y Rivadavia sigue separando / el mínimo norte del enorme gran sur. / El riachuelo ya no, / ya no acapara cuchillos / Borges se desdobla a sí mismo / en Kodama ofreciendo tiros / a todo el que ose plagiar a su autor».

Editorial Modesto Rimba
Editorial Modesto Rimba

Violeta Serrano decidió que la presentación de su libro en Buenos Aires fuera algo más que una lectura de poemas y me atrevo a decir que esa decisión la tomó su nueva y reluciente piel porteña. Consciente de que en la ciudad de la furia se presentan libros y hay ciclos de lectura todas las semanas, buscó la forma de darle una impronta personal. Un libro no es solo el montoncito de papel que descansa en la estantería, es la suma de todo lo que le sucede, lo que se dice o escribe sobre él y lo que se le hace. Tuve la suerte de que la autora me eligiera para darle forma a esa primera lectura pública y durante varios meses trabajamos sobre la selección de textos para elaborar una partitura nueva. Sus poemas se vieron acompañados por testimonios de viajeros que conocieron la Buenos Aires de principios del siglo XX y algunos textos míos sobre el ecosistema ficcional porteño. El resultado fue un recital donde nos dimos el lujo de rescatar joyas como la canción sefardí “Abridme galanica” y el popular romance “La molinera y el corregidor” reivindicando ese imaginario lejano del que venimos. A ese exotismo antiguo se le sumaron inevitables tangos interpretados para la ocasión por Federico Justo. La presentación fue el dos de julio y a mediados de agosto el montaje participó en el III Festival de Espacio Enjambre – Hacia un afuera de la escritura-, que este año precisamente cuestionaba la conexión con los otros en el proceso creativo.

Abordar un libro ajeno como propio, memorizarlo, inventarle un nuevo orden y conectarlo con otros materiales es un ideal de lectura que, por supuesto, rara vez sucede. Atravesar esa experiencia en compañía de su autora y valorizar la lectura en voz alta como una interpretación y no un mero recitado, categoriza como prodigio. Es desde esa intimidad que me permito afirmar que Camino de ida es mucho más que la experiencia de transformación de una voz. No es solo una prueba del sedimento porteño que queda en toda lengua después de cierto tiempo respirando el voseo y los modismos argentos. Su lectura ofrece un testimonio de lo que implica el exilio voluntario (¿?) en nuestros días. Un violento cambio de paisaje que obliga a crecer de golpe y a depositar el horizonte de expectativas un poco más lejos todavía. Si las ciudades son ese infinito conglomerado de causas y azares que lo habitan, si se ubican en nuestro imaginario sin necesidad de haberlas visitado nunca, sin duda, este poemario viene a sumarse a la gran tradición de los que tratan de explorar y retratar una Buenos Aires siempre en fuga. Pero también, por supuesto, es una continuidad de ese pasado que aún está por descubrirse: el de España.

Macarena Trigo

Poeta, actriz y directora de teatro. Licenciada en Teoría de la Literatura Comparada, Historia del Arte y Comunicación Audiovisual. Desde 2005 reside en Buenos Aires. Investiga sobre la puesta en escena del texto poético y la creatividad actoral. Trabaja como asistente de dirección de 'La omisión de la familia Coleman' (Dir. Claudio Tolcachir). Sus últimas obras como autora y directora son Esas cosas que se dicen y son tan extrañas y Por eso las curitas. Publicó los poemarios 'Polaroids de aeropuerto y otras breves escenas sin Bruce Willis', 'Cuatro angelitos', 'Los poemas perdidos de Eleonora que Mariana encontró no sabe dónde', 'Mutis sin aforo' y 'Cuaderno porteño'.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Zup, plaf, la atracción fatal de las gotas

Next Story

Turquía, cuando el autoritarismo se disfraza de democracia

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield