Vivian Gornick | Foto: Sexto Piso

El deseo de errar

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Vivian Gornick | Foto: Sexto Piso

“En el West Side, la vida parece real. Inteligencia atrapada en dolor. Me recuerda por qué camino. Por qué caminamos todos.”

Vivian Gornick (Nueva York, 1935), escritora, ensayista y periodista curtida en el activismo feminista de los años setenta, sobresale en la exploración de estados mentales y emocionales en sintonía con la ciudad que es su amor definitivo. Con treinta años de retraso, pero con gran sentido de la oportunidad, Sexto Piso publicó en 2017 Apegos feroces (Fierce Attachments: A Memoir, 1987), la primera entrega de sus memorias. Un año después la editorial publica La mujer singular y la ciudad (The Odd Woman and the City, 2015) —esta vez en traducción de Raquel Vicedo—, otra espléndida obra de narrativa personal que contiene reflexiones de gran interés, con sesgo sociológico y perspectiva histórica, sobre las masas metropolitanas. Ambos libros han sido traducidos también al catalán, reunidos en un único volumen por L’Altra Editorial.

Editorial Sexto Piso

De todos los libros extraordinarios que hombres de genio literario escribieron sobre las mujeres a finales del siglo XIX —Jude the Obscure (1895) de Thomas Hardy, The Portrait of a Lady (1881) de Henry James, Diana of the Crossways (1885) de George Meredith, etc.—, la autora centra su atención en Mujeres sin pareja (The Odd Women, 1893) de George Gissing y toma prestado el término “mujer singular” —odd woman—, que se emplea para referirse a las mujeres que desprecian la esclavitud del amor y el matrimonio. Vivian Gornick, que se sumó “con enfervorizada intemperancia” al feminismo radical de los años setenta y ochenta, fue una de esas pioneras que reclamaron el derecho de recorrer solas las calles y los bares, la libertad de pasear en busca de descubrimientos y hallazgos fortuitos, de estímulos o aberturas inesperadas; hizo suya, en definitiva, la actitud del flâneur, figura emblemática de la modernidad que se conduce por la ciudad con una embriaguez anamnética y empática a la vez —en palabras de Walter Benjamin (Das Passagen-Werk, 1927-1940)—, siempre en posesión de una individualidad que no es jamás absorbida por el mundo exterior ni diluida en la masa —Victor Fournel (Ce qu’on voit dans les rues de Paris, 1867)—, pero cuya pasión y profesión es adherirse a la multitud —Charles Baudelaire (Le peintre de la vie moderne, 1863)—. Apunta certeramente Lauren Elkin, en Flâneuse (Malpaso, 2017), que las oportunidades y las actividades de flânerie —y la subsiguiente rêverie, facilitadora de nuevos modos de percepción y prácticas estéticas— habían sido privilegio del ocio masculino en las metrópolis europeas de la segunda mitad del siglo XIX. Pero las mujeres singulares contribuirían a cambiar esa situación.

“La calle no para de moverse, y es imposible que no te guste el movimiento. Tienes que encontrar la composición del ritmo, escribir la historia a partir del movimiento, comprender y no lamentar que el poder del impulso narrativo sea frágil, aunque infinito. ¿La civilización se está fracturando? ¿La ciudad está enloquecida? ¿El siglo es surrealista? Muévete más deprisa.”

Gornick había soñado desde pequeña con la ciudad, como si viniera de provincias —en realidad, se crio en el Bronx, lo que para ella fue como crecer en un pueblo—. Un paseo por Manhattan la reconcilia con la vida, le aplaca el dolor y el resquemor: “ver cómo la gente se esforzaba de mil maneras distintas por seguir siendo humana […]. Notaba en las terminaciones nerviosas la resistencia de todos a hundirse”. Antes de irse a dormir, experimenta “una sacudida de placer al ver las hileras de ventanas iluminadas”, y siente que la abraza el cúmulo anónimo de los habitantes de la ciudad, ese enjambre de colmenas humanas. Como Isabel Bolton —odd woman que en sus novelas privilegió la voz y la ensoñación por encima de la trama—, está sola pero es capaz de salir adelante porque ama la ciudad. Su Nueva York es como el Londres de Charles Dickens y Samuel Johnson: “Para Johnson, la ciudad siempre fue lo que lo ayudaba a levantarse cuando estaba deprimido […].  La ciudad tenía sentido porque hacía soportable la soledad.” Por otra parte, explorar la ciudad acciona la introspección, y caminar equivale a un lúcido perderse en el propio pensamiento; en este sentido, dice Rebecca Solnit —Wanderlust: una historia del caminar (Capitán Swing, 2015)— que pasear es un modo de atravesar ese paisaje que es la mente y, por eso, la acción de pensar se parece a la de recorrer.

Gornick es la odd woman, la feminista radical que fue evolucionando con los años, redefiniendo sus ideales, conociéndose y aceptándose en interacción con los demás. Mientras camina por la ciudad, pasa revista, como quien no quiere la cosa, con una trabajada espontaneidad y una inspirada dispersión, a sus fantasías de juventud en colisión con la realidad; la asalta la idea de que nació para inventarse sus propios agravios, y de que se aferra a ellos de por vida; asume que “liberarse de las heridas de la infancia es una tarea que nunca se acaba, ni siquiera cuando se está al borde de la muerte”; constata la infidelidad de los propios intereses, la volubilidad de las afinidades emocionales, la fluidez e imparable transición de la vida interior; consigna su desinterés por las cosas materiales, vinculado a una especie de temor, inquietud o pánico —la “incomodidad un poco cateta ante el color, la textura, la abundancia, el glamur”—; analiza sus dos breves y fallidos matrimonios —“Sólo maduré sexualmente […] cuando aquellos matrimonios se terminaron, y en aquel proceso aprendí algo […]. En una palabra: hacer el amor era sublime, pero no lo era todo para mí”— y examina su arcano temor de escoger al hombre equivocado y convertirse en una de aquellas mujeres desdichadas y mediocres que tanto aborrecía; comprende, al fin, que ella ha nacido para encontrar al hombre equivocado —“Fue entonces cuando comprendí el cuento de hadas de la princesa y el guisante. Ella no buscaba al príncipe; buscaba el guisante”—, y admite que el auténtico sentido de su viaje es corroborar su insatisfacción patológica.

La figura de la madre, personaje chejoviano por antonomasia, aglutinaba las experiencias de Apegos feroces y aparece también aquí, aunque no de manera central; Gornick alude a ella para hablar de la herencia malsana que le legó en vida, la utopía del amor romántico, “inyectado como un tinte en el sistema nervioso de mis emociones, entrelazado a conciencia en el tejido del deseo, la fantasía y el sentimiento”. En cambio, Leonard, su amigo del alma, sí resulta crucial en estas memorias: su figura abre y cierra el libro y constituye una suerte de alter ego de la narradora. Lo ve una vez por semana y comparte con él la política del daño: “La sensación, en nuestro interior, de haber nacido en una injusticia social preestablecida. Nuestro tema es la vida no vivida”. El amigo íntimo, ingenioso y de sofisticada infelicidad, es concebido como testigo y cómplice; como coartada, molde o espejo donde proyectar la propia imagen, aunque sea deformada. Uno de los temas que atraviesa la obra entera es el de la amistad, y Gornick recurre también a la literatura para hablar de ella, a partir de ejemplos ilustres y por lo general desgraciados: Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth; Henry James y Constance Fenimore Woolson, etc.

“Cuando el ciclo de sentimientos encontrados, falta de coraje y voluntad paralizada llega a su fin, el deseo de volver a vernos apremia y la mano que está a punto de levantar el teléfono por fin completa la acción. Leonard y yo nos consideramos amigos íntimos porque nuestro ciclo sólo tarda una semana en completarse.”

“Lo que somos, de hecho, es un par de viajeros solitarios que avanzan con esfuerzo por el territorio de sus vidas, y que de vez en cuando se encuentran en el límite más alejado para intercambiar noticias sobre el estado de las fronteras.”

En La mujer singular y la ciudad asistimos a las lúcidas y afiladas conversaciones con Leonard, al apego feroz a la madre, a las relaciones más contingentes o circunstanciales con otras personas. También ocupan un lugar preponderante las consideraciones, de lo más sinceras y experienciales, sobre el amor, al que la escritora parece haber renunciado. Gornick teoriza sobre los modos y estadios de las relaciones entre amantes, que devienen esclavos de la intensidad generada por la pasión; así, considera que, en una relación sexual, la aventura de haberse sentido conocido se diluye y se convierte en angustia de sentirse expuesto. Valora la amistad profunda por encima de todo, porque tiene la certeza de que saberse simplemente deseada en la cama y desprovista de un vínculo más sólido la deja a la intemperie y la condena a ser postergable o sustituible en cualquier otro contexto: “Empezaba a darme cuenta de lo que todo el mundo sabe y olvida sistemáticamente: que ser amado sexualmente es ser amado no por el yo real, sino por la capacidad de despertar el deseo en el otro.” La irrealidad se apodera de los cuerpos enredados en el abrazo amatorio, y se manifiesta en una suerte de velo sutil e invisible.

“Por primera —aunque no por última— vez sentí de manera consciente que los hombres eran de una especie distinta a la mía. Distinta y extraña. Era como si una membrana invisible hubiera caído entre mi amante y yo, una lo suficientemente fina para ser penetrada por el deseo, pero lo suficientemente opaca para ocultar la hermandad entre seres humanos.”

Vivian Gornick nos sirve apuntes, fogonazos, anécdotas a veces semejantes a sketches o bocetos de la vida en la ciudad: hilachas de conversación cazadas al vuelo, declaraciones que le llaman la atención y enraízan en su memoria, descripciones a vuelapluma de matrimonios adinerados, amantes intempestivos, vagabundos atrabiliarios o —por el contrario— comedidos, clientes resabiados, conductores irascibles, transeúntes que no toleran que su atención sea reclamada ni su comportamiento enjuiciado… Consigna y exalta la dignidad de la gente que recibe sin afectación ni excesivas muestras de agradecimiento una ayuda que merece; el orgullo, también, de quienes no se comportan con ostentosa condescendencia ante los achaques de los demás. Tan pronto comparte la rabia y la tristeza de ver cómo se encarcela en un asilo una mente brillante —“Alice se había pasado la vida luchando para convertirse en un ser humano consciente cuyo mayor gozo era utilizar su cerebro; y ahora estaba atrapada en un ambiente creado para ignorar […] ese esfuerzo constante y valeroso”— como ironiza sobre una cena en Park Avenue, donde el anfitrión protagoniza un claro episodio de mansplaining:

“Después, con notable ecuanimidad, procedió a hacer un resumen maravillosamente razonado de la postura feminista con la que me identificaba. Cissy y yo estábamos allí sentadas, asintiendo con la cabeza como dos estudiantes agradecidas a las que su experto profesor hubiera librado de su incompetencia mental.”

La mujer singular y la ciudad es, entre otras muchas cosas, un libro de memorias, un ensayo personal, un autorretrato y una guía literaria. Por estas páginas desfilan los nombres y el legado de numerosos ciudadanos letrados, críticos y flâneurs que han sabido destilar en sus obras la tensión, genuinamente neoyorquina, “entre la devoción a la melancolía y la atracción por la expresividad”. Tampoco falta una reflexión sobre el modo en que el 11-S marcó la fisonomía y el ritmo profundo de Nueva York, irremediablemente más confusa y descuajada después del atentado, como si se hallara a las puertas del fin de la civilización —perdida la nostalgia, sin atreverse a añorar el pasado, los supervivientes habitan “un mundo de posguerra permanente, observando aquella pureza fría y silenciosa”—. Pero, por encima del momento histórico, hasta cierto punto ajena a la emergencia política, está la multitud que bulle y serpentea, dispensa frases impensables y sorpresivamente ingeniosas, retazos de conversaciones y anécdotas de las que Gornick está ávida de contaminarse. Entre lo más conmovedor y destacable de estas fascinantes memorias está el invencible y fecundo asombro que la existencia humana produce en la inspirada cronista, así como el gusto por las digresiones, en su caso bellas y pertinentes excursiones literarias que le permiten hallar sus raíces como escritora y como flâneuse, esto es, construir su propia genealogía como “mujer singular”.

“De lo que no puedo prescindir es de las voces […]. Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobre otras.”

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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