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De la bastilla al frenesí del degüello

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Eric Vuillard en 14 de julio (Tusquets, 2019) y François-Henri Désérable en Muestra mi cabeza al pueblo (Cabaret Voltaire, 2016), componen dos trabajos singulares sobre la Revolución Francesa, acontecimiento histórico que ha sido objeto de numerosos acercamientos en todos los campos. Ambos libros demuestran la posibilidad de seguir extrayendo ficciones de ella desde una mirada personal que más que ficcionalizar la Historia, la literaturizan.

“¿Y cuántos más había, cuyos nombres cayeron en el olvido? Nadie lo sabe. Nadie los conoce. Sin ellos, no obstante, no hay multitud, no hay masa, no hay Bastilla. Por fuerza hay que llegar a ellos a través de la pequeña maraña de los testimonios, a través de esa linde que se deshilacha, que arranca de los grandes testigos y se diluye conforme nos dirigimos a la multitud, conforme nos acercamos al pueblo”. (Vuillard)

En 14 de julio, Vuillard se centra en la toma de la Bastilla a través de una polifonía de voces y de personajes, la gran mayoría, figuras anónimas pertenecientes a esa masa informe del pueblo. Por su parte, Désérable ofrece diez relatos en Muestra mi cabeza al pueblo dedicados a personajes que fueron guillotinados. Es decir, uno relata el punto de inflexión, la eclosión de un malestar que condujo al inicio de un cambio que venía gestándose tiempo atrás; el otro, se adentra en el recuento de diez casos que representan el momento del Terror, en 1793, cuatro años después de lo narrado por Vuillard, cuando los revolucionarios más radicales de los primeros años acaban siendo considerados contrarrevolucionarios en una espiral de violencia y paranoia social que desvirtuó en términos generales lo iniciado ese 14 de julio.

Para narrar la gestación y desarrollo de la toma de la Bastilla, Vuillard, salvando las distancias estilísticas, lleva a cabo un trabajo similar al de Jean Echenoz en 14, en la que, de manera breve narraba el desarrollo de la Primera Guerra Mundial en Francia dejando fuera nombres y paisajes de la contienda. Vuillard, en cambio, sí pone de relieve nombres, pero no aquellos que han pasado a la Historia y han sido destacados. Es más, enfatiza cómo muchos de los grandes nombres ni estuvieron presente en la toma de la Bastilla. El escritor arranca la novela con el hambre y la carencia del pueblo llano, del Tercer Estado, frente al bienestar y la opulencia aristócrata y noble, para incidir en un contexto de miseria y necesidad como uno de los detonantes de un malestar en aumento que condujo a la revolución.

“Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito”. (Vuillard)

Tusquets Editores

A lo largo de las páginas de 14 de julio, Vuillard conduce al lector desde el 28 de julio de 1789, con el saqueo de la folie Titon: “así comenzó la revolución, el 28 de abril de 1789; saquearon la hermosa mansión, rompieron los cristales, arrancaron los doseles de las camas, rasgaron las tapicerías de las paredes. Lo rompieron y lo destruyeron todo”; y continúa con la vida versallesca y los bailes de ministros, la deuda del país y el hambre que ha ido generando en un gran porcentaje de población, la formación de los Estados Generales, los inicios de la rebelión y los hechos en el Monte de Piedad y los Inválidos, hasta llegar a la toma de la Bastilla, su caída y el saqueo final. Pero Vuillard narra todo lo anterior atendiendo a un personaje colectivo del cual extrae otros anónimos dentro de la masa, muchos de los cuales acabaron muriendo en el asalto. Cuerpos abatidos y olvidados por la Historia a los que da voz, o, al menos, sitúa en el relato histórico, tanto aquellos que fenecieron durante la toma de la Bastilla como aquellos que lo hicieron antes. Los pasajes en la morgue son de gran relevancia para entender cómo Vuillard opera a este respecto: cuerpos sin vida convertidos en trámites burocráticos:

“No era ya ni un cadáver, ni siquiera un hombre, se trocaba en un objeto, unas líneas en un registro, un algo que se quería clasificar, catalogar, para liquidar el asunto. Miró por la ventana y no vio nada, sólo la pared de enfrente, y al ordenanza, que fumaba al fondo del patio. Y sin interrumpirse, el escribiente pasó de la ropa a las heridas, como si aquello formara parte de un catálogo, como si no hubiera diferencia entre un viejo pañuelo y una herida mortal, entre un chaleco que se arroja a la basura y un cadáver que se baja tambaleando en unas parihuelas a los calabozos del Châtelet”.

Vuillard acomete su narración como en su siguiente novela, El orden del día, mediante una mirada que quiere transmitir cercanía, como si el narrador hubiese estado presente durante los hechos y, por tanto, pudiese reproducirlos desde una objetividad cercana a lo notarial en el recuento de los hechos, pero tamizada mediante una estética literaria que pone de relieve, por un lado, quienes construyen el relato histórico y, por otro lado, quiénes la escriben. Vuillard no busca -como en El orden del día– ficcionalizar lo histórico, sino convertirlo en literatura, conformar un espacio literario que remita a unos hechos concretos, pero sin olvidar el poder evocador y fabulador de la literatura para transmitirlos de una manera muy particular, combinando una cierta frialdad expositiva con una emoción que surge, precisamente, de la contención, de una perfecta medición a la hora de exponer los hechos. Que la literatura sitúe la acción en su momento a partir de datos, pero también a quienes participaron más allá de las formas historiográficas (de ahí, por ejemplo, los comentarios de Vuillard sobre el historiador Jules Michelet en determinados momentos).

Si en La tristeza de la tierra, Vuillard deconstruía el mito del far west hasta convertirlo en una forma fantasmal, y en El orden del día creaba diferentes estampas para mostrar el apoyo de grandes empresas alemanas -muchas todavía en activo- al nazismo, evidenciando la mezquindad y la grisura de muchos de aquellos hombres que contribuyeron a que Europa se abocara a un drama de gran magnitud, en 14 de julio parte igualmente de hechos concretos para ahondar en aquello que suele estar relegado dentro del gran relato histórico para, a su vez, crear una conexión con el presente que, quizá, resulte un tanto precipitado finalmente, pero que desde luego funciona a la hora de potenciar esa perspectiva del narrador que observa y constata lo que está sucediendo en las calles parisinas. Porque crea una suerte de relato ahistórico basado en un malestar transversal que, tarde o temprana, acaba manifestándose. En este sentido, se puede considerar la novela de Vuillard como política, por su forma y por su fondo, en tanto que plantea al lector una reconsideración en su mirada hacia el pasado y hacia el presente.

“Deberíamos abrir más a menudo las ventanas. De cuando en cuando, así como así, de improviso, mandarlo todo a hacer puñetas. Sería un alivio. Deberíamos, cuando se nos encoge el corazón, cuando el orden nos envenena, cuando el desasosiego nos asfixia, forzar las puertas de nuestros Elíseos irrisorios, donde los últimos vínculos terminan de pudrirse, y birlas las carteras, camelar a los alguaciles, morder las patas de las sillas y buscar por la noche, bajo las corazas, la luz como un recuerdo”. (Vuillard)

De una manera diferente, los diez relatos que componen Muestra mi cabeza al pueblo, también asumen una forma política por razones similares, si bien, en este caso, Désérable no establece una relación directa entre pasado y presente, como Vuillard, asumiendo una corriente ahistórica, pero sí sitúa al lector ante diez historias que cuestionan, desde la literatura, desde la ficción, lo histórico al romper el gran fresco narrativo de la Historia al centrarse en figuras particulares.

“Llamadme descreído, pero el pueblo no quiere ni libertad ni República. Lo que quiere es pan. Lo que lo impulsó a tomar las armas y la Bastilla, a abolir los privilegios, a decapitar al rey no fue la lectura del Contrato social o del Espíritu de las leyes. Fueron los borborigmos del estómago vacío, la boca seca que, de noche, mastica alimentos imaginarios, el tintineo del tenedor sobre el plato, limpio nada más empezar a comer”. (Désérable)

Cabaret Voltaire Ediciones

Désérable estructura su novela en forma de cuadros históricos que funcionan de manera independiente, en la que cada relato tiene entidad propia, pero es ampliado por el resto en cuanto a que se establecen diálogos internos entre cada texto. Muestra mi cabeza al pueblo comienza su libro con «Es el final lo que corona una obra», dando voz a Charlotte Corday, asesina de Jean-Paul Marat, quien rememora ante un pintor, que está realizando su retrato antes de dirigirse al cadalso, su vida y sus actos; y termina con Mi mayor hecho de armas, relato en el que un soldado del Gran Ejército de Napoleón rememora su época de gendarme y su implicación en el arresto de Maximilien Robespierre. En Los pechos de la reina, uno de los carceleros, a modo de diario, narra los últimos días de María Antonieta; El banquete relata la última cena de los Girondinos antes de morir bajo la guillotina la noche del 31 de octubre de 1793; Ella se sonrojo sigue los pasos de Adam Lux, revolucionario alemán que se enamoró de Charlotte Corday al verla de camino a la muerte, visión que cambió su vida por completo para acabar precisamente como ella; Muestra mi cabeza al pueblo, relato que da título al libro, se centra en la figura que, precisamente, expresó esa sentencia, Georges-Jacques Danton; Antoine Lavoisier es el protagonista de El más grande genio francés del siglo pasado; en Lantenac en la Conciergerie, Déséreable lleva a cabo un trabajo, magnífico por otro lado, de fabulación a partir del personaje de Víctor Hugo, el marqués de Lantenac, de su novela Noventa y tres, sobre la inmortalización que puede llevar a cabo el arte por parte del pintor François-Élie Corentin, protagonista de Los once de Pierre Michon; El Caín del Año II se estructura a modo de larga carta de Marie-Joseph Chénier a su hermano André Marie Chénier, muerto en la guillotina; y, finalmente, en La promesa de Nivoso, Désérable se centra, con gran lógica, en Charles-Henri Sanson, verdugo durante cuarenta años en París y encargado de cortar la cabeza de Luis XVI.

Para componer este fresco, Désérable varía las voces y, con ello, las miradas; en ocasiones opta por dar voz a quienes irán a la guillotina, en otras, busca otras perspectivas y cede la narración a un tercero, elige el relato histórico para crear aún más distancia. Aunque diferentes entre sí, en casi todos los relatos intenta, de una manera u otra, adentrarse en esos momentos previos a una muerte anunciada, a cómo enfrentarse a un hecho inexorable para todos, pero más acentuado para el condenado a muerte. Con una base de documentación histórica que se traduce en sus páginas sin necesidad de enfatizarlo, percibiéndose en su lectura, el escritor francés muestra un gran trabajo de síntesis, experimentando con cada tono, pero evidenciando en todo momento que, aunque las voces sean coetáneas a la época en que se producen los hechos, es una mirada presente la que compone los relatos.

“-Voy a morir -dijo el marqués-. Pero esto no ha hecho más que empezar: al encargar mi retrato a un genio, el Comité cree celebrar el triunfo de la Revolución sobre la Vendée. Pero ignora, señor mío, que por la gracia de un simple pincel me saca del limbo, y me nimba de gloria para la eternidad”. (Désérable)

Désérable no emite juicio de valor alguno sobre los personajes ni sobre los actos que han causado que acaben guillotinados. Está interesado en relatar el proceso, en narrarlo y, después, en reflexionar mediante la literatura en el gesto final, tanto en el tránsito hacia la guillotina como en ese preciso momento en el que la cabeza es cercenada: un instante de fugacidad en el que, al parecer, no se siente nada, si bien cabe preguntarse qué guillotinado ha podido precisar tal aseveración.

Frente a las novelas históricas largas y construidas sobre una mastodóntica sucesión de datos y acontecimientos, tanto Vuillard como Désérable apuestan por la concreción como forma de transmitir el gran fresco histórico. También por literaturizar la Historia, no tanto en ficcionalizarla, para extraer nuevas perspectivas sobre unos hechos ampliamente tratados. Vuillard habla de quienes fueron formas anónimas dentro del gran relato de la Historia, mientras que Désérable se acerca a grandes nombres para convertirlos en figuras tan trascendentales como, en el fondo, simples representantes de un terror. En Muestra mi cabeza al pueblo transmite de manera atmosférica una época en el que la paranoia y la violencia fueron en aumento, convirtiendo en víctimas a quienes antes eran verdugos en ese gran frenesí del degüello.

“Robespierre, ya de por sí pálido, se puso lívido, cerró los ojos y agachó la cabeza para que el gentío no viera sus lágrimas difíciles de contener. En el cadalso, ni siquiera se le ocurrió una frase ingeniosa. No todo el mundo es Danton. La cuchilla cayó. Y con ella, el telón de aquella gran obra de teatro que había sido la Revolución”. (Désérable)

Ambos autores también ponen de relieve, en dos procedimientos muy diferentes, el gran teatro de la crueldad que fue la Revolución Francesa, en su representación interna y en las variaciones que fueron produciéndose en cada etapa, cambiando de nombres y de calendario, transformándose según avanzaba en un continúo caos constitutivo. La Historia, a su vez, se ha encargado de conferir un aspecto todavía más teatral. Vuillard expone a los personajes secundarios de esa representación, mientras los principales, los grandes nombres, apenas interpretaron su papel durante la toma de la Bastilla; Désérable, por su parte, recurre a algunos nombres propios de gran calado histórico para mostrarlos como unas piezas más dentro de un gran engranaje: sus ejecuciones, muy sonadas, en verdad no tienen nada de especial en un contexto de terror más generalizado. De hecho, incluso la guillotina, deviene en el gran atrezzo final de unos sucesos de gran relevancia para el mundo contemporáneo. Algo que se aprecia en dos obras singulares sobre tal período.

“Por último, fruto de una descabellada y sublime ocurrencia, las turbas llegaron a forzar las puertas de los teatros. Penetraron en los almacenes de utilería y convirtieron sus réplicas de escena en auténticas armas. Blandieron los escudos de Dárdano y la antorcha de Zoroastro. Las falsas espadas se trocaron en auténticos bastones. La realidad desnudó a la ficción. Todo se volvió verdad”. (Vuillard)

Israel Paredes

Israel Paredes (Madrid, 1978). Licenciado en Teoría e Historia del Arte es autor, entre otros, de los libros 'Imágenes del cuerpo' y 'John Cassavetes. Claroscuro Americano'. Colabora actualmente en varios medios como Dirigido por, Imágenes, 'La Balsa de la Medusa', 'Clarín', 'Revista de Occidente', entre otros. Es coordinador de la sección de cine de Playtime de 'El Plural'.

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