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Revista de Letras

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William Saroyan | Library of Congress | WikiMedia Commons

Un día en el atardecer del mundo

23 octubre 201725 octubre 2017
Críticas/Portada
William Saroyan | Library of Congress | WikiMedia Commons

El caso de William Saroyan (Fresno, 1908 – 1981) es el del escritor solo contra el mundo. Sus obras, que respiran demasiado autobiográfico, demasiada conciencia de que la creatividad está en el eje de lo que le formó como para pensar cuánto hay de novela y cuánto de realismo, versan sobre la soledad. Lo que no termina de explicar es si la soledad obedece a un proceso adaptativo o de resignación. Desde Mi nombre es Arán, tal vez su obra imprescindible, hasta este Un día en el atardecer del mundo, el personaje principal se asemeja mucho a él, o a la imagen que él tiene de sí mismo. Algo cínico como medida defensiva, testarudo, con la empatía puesta al margen para centrarse en ella más adelante -de ahí la limpieza de sus textos-, con un toque de nihilismo, todo ello expresado en una frase tan sencilla como:

“Eran personas agradables, serias, constantes, metódicas y aburridas”.

Un reflejo de cómo estar en el mundo o, quién sabe, puede que de su miedo a estar así en el mundo, a ser su propia némesis. En cualquier caso, marca una distancia con los demás para poder creerse libre.

La libertad es un tema que se vincula a la emigración no sin desdicha. Saroyan fue hijo de inmigrantes armenios, y hacia el final del libro un personaje relata su pasado como luchador, ganándose la vida en combates ilegales, que bien podría ser la historia del padre de Saroyan.

Acantilado

Bien podría tratarse de su forja e, inevitablemente, de algo que heredará Saroyan. El hijo de alguien así, criado en Fresno, regresa a Nueva York, a un hotel de mala muerte, para negociar con empresarios contratos sobre sus obras. Su cotización intelectual está en el sobresaliente, pero los empresarios son gente que no da su brazo a torcer, ni en el comercio de los libros ni en el de las neveras. Este viaje es un paréntesis del protagonista en su relación con los hijos. Se distancia de la familia para la que vive. Está lleno de deudas y las telarañas campan por sus bolsillos. Aun así, se empeña en imponer condiciones frente a generosas ofertas. ¿Por qué? Porque cuando no te queda otra forma de dignidad uno se aferra al dicho: pobre, pero honrado. Y esa honradez es la tabla de náufrago, a la que se agarra con vehemencia. De hecho, la vehemencia del personaje es tal, que no entiende que a la gente no le gusten las cosas que él adora, como si le hubiera costado un gran esfuerzo ser fan del béisbol, por ejemplo.

De esta manera, el alter ego de Saroyan vuelve a Nueva York y vuelve a sentirse extranjero. Y es que las dimensiones de esa ciudad, incluidas las dimensiones de las relaciones entre la gente, no son humanas y guardar cierta distancia se impone para conservarse íntegro.

Algo que se ve acrecentado por el mito que arrastra la palabra escritor:

“Si usted quiere escribir, debemos ser corteses y orgullosos enemigos”.

No se puede expresar mejor. Pero deja que sea el lector quien deduzca. El ejercicio de malabarismo literario de Saroyan es conseguir que todo avance, que todo suceda, abandonando en muy pocas ocasiones el diálogo. Hasta cierto punto, Un día en el atardecer del mundo podría ser una obra de teatro. Pero el proyecto literario de Saroyan y de Arán, y de los narradores de Saroyan, se mueve al margen de la estrategia:

“En la vida nada espera. Todo avanza y siempre se te escapa el tren. Todo el mundo lo ve alejarse y lo lamenta, se toma una copa, cuenta un chiste, reza, llora, besa, maldice”.

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Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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