Yo maldigo el rÃo del tiempo. Per Petterson
Traducción de Cristina Gómez Baggethun
Mondadori (Barcelona, 2010)
-¿Eres tú?
-SÃ, soy yo.
Estas palabras vuelven hoy a la vida de Arvid; pero no llegan a él a través del oÃdo sino del pensamiento. Son, desde el recuerdo, las palabras que cada dÃa, a modo de “buenos dÃasâ€, cruzaba con su madre, en la cocina de la vieja casa familiar. Cuando aún era un niño. Cuando aún era feliz; o asà lo percibe ahora. Cada mañana Arvid esperaba despierto a que ese hombre al que llamaba padre saliera de casa hacia el trabajo para disfrutar de los únicos minutos del dÃa en que tenÃa a su madre “en exclusivaâ€, momentos de intimidad entre ambos mientras sus hermanos se levantaban y mientras ella, dándole la espalda, preparaba el desayuno para todos.
Ahora recuerda también otros momentos compartidos con ella, figura perenne en el árbol de su vida, como cuando recordaban los nombres de los actores de sus pelÃculas favoritas compartiendo un pastel Napoleón en la confiterÃa del barrio o cuando, apoyado en un muro, esperaba verla salir por la puerta de la fábrica de chocolate donde trabajaba; la esperaba y la espiaba; la buscaba y, al mismo tiempo, la temÃa. TemÃa su franqueza, su mirada, su silenciosa desaprobación, sus silencios. Se sentÃa incómodo con esos sentimientos pero necesitaba de todo ello. TemÃa también su indiferencia, sobre todo su indiferencia, y el resquemor que le provocaba la atención que prodigaba a sus hermanos, los celos. Ellos, hasta la muerte del pequeño, siempre estaban presentes en sus vidas –la de los dos- aunque no los recordase. Para Arvid, sólo eran su madre y él.
Hoy lo entiende –o si no lo entiende, al menos, se lo plantea, lo analiza-, aunque sigue sin poder escapar a la influencia que esta mujer ejerce sobre él. Su madre siempre ha mantenido ante sus ojos un halo de misterio que le provoca una imperceptible atracción. Aunque ni se conocen ni se entienden; no tienen nada en común salvo el placer que les provoca la lectura, pero no la de la obra fácil, de mero entretenimiento, sino la lectura inteligente, profunda, de ideas. Su único nexo de unión son los libros y el cine.
-¿Eres tú?
-SÃ, soy yo.
Años más tarde, cuando Arvid se convierte en un joven comprometido polÃticamente con la causa comunista, encuentra su primer trabajo y se independiza trasladándose a vivir a un pequeño apartamento de la plaza de Carl Berner, un lugar mucho más luminoso y alejado del barrio donde transcurrió su infancia, la joven rubia que duerme junto a él, espalda contra espalda, le hace de nuevo la misma pregunta en la oscuridad de la habitación; y el – cómo no- ofrece la misma respuesta.
Pero ni entonces ni ahora podÃa ser nadie más. Ambas sabÃan, sin verlo, que era él, que sólo podÃa ser él.
La novela comienza en el presente del protagonista que a sus cuarenta años se encuentra atravesando una profunda crisis personal: su matrimonio no funciona, su mujer ha decidido abandonarlo, su trabajo le aburre, todo a su alrededor es monótono a excepción de los paseos o excursiones que organiza con sus dos hijas a las que corre también el peligro de perder; sus ideales de juventud se han disipado con el tiempo y la experiencia, la causa comunista queda lejana y sin cabida en su burguesa existencia. Y, para colmo, su madre tiene cáncer.
Su existencia se tambalea, su vida va a la deriva, se encuentra desorientado y ello le hace volver sus ojos al pasado, a la infancia feliz. Pero el tiempo transcurre inexorablemente y es imposible detener las aguas de ese rÃo.
Le cuesta tomar una decisión sobre qué hacer con su vida cuando, casi de forma casual conoce la noticia de la enfermedad de su madre y de su partida hacia Dinamarca para vivir ese final en la tierra en la que transcurrió su infancia. Y en la que la familia pasaba las vacaciones estivales, junto al mar.
Sin pensar Arvid se dirige al puerto y, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido, decide seguir a su madre a bordo del Holger el Danés hasta la pequeña ciudad de la costa de Jutlandia, en Dinamarca, para, en el fondo, intentar recuperar la seguridad que su presencia le infunde, pero bajo el pretexto de ser él quien le sirva de apoyo, de ayuda y compañÃa en estos momentos. No obstante, la idea resulta extraña considerando que si hay en esta novela algo que en ningún momento deja de lado el autor es la intención de reflejar la incapacidad de comunicación entre los protagonistas, y, al mismo tiempo, la necesidad de ella: he ahà la justificación, tal vez.
La obra se articula mediante numerosos saltos al pasado –flash-backs- , que apuntan en diferentes direcciones, de manera un tanto inconexa y aparentemente caótica, pero que responde –digamos- a un estÃmulo común. Son fragmentos de la vida de Arvid que ahora vuelven a su memoria porque, obviamente, han sido importantes y porque, de algún modo, lo han marcado y han hecho de él lo que es hoy. También porque todo ello le ofrecÃa, en el pasado, una seguridad, una estabilidad, que ha arrastrado para siempre el rÃo del tiempo y que se ha perdido irremediablemente. La vuelta a ese pasado hace que se sienta algo mejor.
La fragmentación de la lÃnea de su vida queda reflejada en la propia segmentación del discurso que no presenta una historia que avance de forma convencional sino al ritmo que marca la inquietud del protagonista.
Y su madre ahÃ, siempre presente y siempre ausente. Ella es el elemento en base al cual ha ido construyendo y se va definiendo su vida. La trayectoria vital que se nos muestra del protagonista está macada no por sus decisiones, como suele suceder la mayorÃa de los casos, sino por las variantes reacciones de su madre ante ellas, que en ocasiones no son sino meras provocaciones.
Yo maldigo el rÃo del tiempo es un libro escrito con la incertidumbre y la inestabilidad como hilo conductor, haciendo un uso especial del lenguaje que es claro pero no directo: caracterizado por las frases cortas, por las expresiones y palabras repetitivas, por un uso sorprendente de la puntuación; a veces demasiado en clave, a veces demasiado condensado.
Y como telón de fondo el humano deseo de detener el tiempo:
“Cerré los ojos y hundà las manos en la arena; pensé que lo único que querÃa era quedarme allÃ, y de repente reconocà aquel aire, sentà contra la piel el mismo aire que habÃa sentido año tras año, justamente en ese sitio, pero nunca con tanta intensidad como cuando tenÃa siete años; aunque entonces todo era distinto…â€.
Alejandra Crespo MartÃnez