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Diario de un hombre decepcionado

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«4 de marzo de 1915. La personalidad de cada hombre es un tesoro inagotable. Podría dedicarse a hurgar en ella toda la eternidad, si ese fuera su gusto y hallara placer en la introspección. Me gusta ponerme bajo el microscopio y, con todo el distanciamiento de que soy capaz, contemplarme vivir, anotar observaciones sobre lo que digo, siento, pienso. A falta de otros, soy mi espectador: ¡crítico, exigente, vigilante, indulgente! Mi propio Boswell, astuto y bobo a un tiempo. Este espectador que me observa, me parece a mí, debe ser un caballero de elevada moral y eminentemente superior. Sus atenciones incesantes, mientras yo sigo comportándome mal, me conducen algunas veces a algún estado de amargo malhumor, como le sucedía al doctor Johnson. No soporto que me sigan tan de cerca y hablen así de mí. Sin embargo, en conjunto -igual que le pasaba al viejo Samuel-, me gusta que describan con detalle todo lo que hago. Me halaga saber que por lo menos una persona se interesa constantemente por lo que hago.»

Bruce Frederick Cummings, el nombre real del que W. N. P. Barbellion es seudónimo de pluma, escribió a lo largo de su vida un diario que fue recogido en tres volúmenes: este  El diario de un hombre decepcionado (The Journal of a Disappointed Man, 1919) fue el primero en publicarse, aún en vida del autor, y recoge la mayor parte de su obra memorialística; con posterioridad a su muerte, Enjoying Life and Other Literary Remains y el breve A Last Diary completan su producción literaria.

«11 de junio de 1916. Lanzo estas páginas al rostro de las personas timoratas, furtivas y respetables y exclamo: «Â¡Aquí estoy! ¡Este soy yo! Os parecerá bien o mal, pero así son las cosas. Y os desafío a seguir mi ejemplo, a enfocar el reflector de vuestra conciencia en cada remoto rincón de vuestra vida, os invito a todos a la introspección. Sed francos, sinceros, tirad los tabiques de vuestro cubículo, salid de la madriguera, gusanos.» Si somos gusanos, al menos seamos gusanos sinceros.»

El diario de un hombre decepcionado comienza como un registro de notas de excursiones a la naturaleza y de la localización, búsqueda, observación y experimentación con diversos animales; el mismo autor, naturalista vocacional y relacionado profesionalmente con esta faceta a lo largo de su vida, lo califica como «diario de las observaciones de un naturalista»; sin embargo, ya en edad muy temprana, especula acerca de temas existenciales poco comunes, entradas en las que parece emerger, por debajo de su vocación por la naturaleza, un intelecto humanístico de primer orden.

«15 de enero de 1905. Me parece que, en conjunto, soy un individuo muy descontento. Padezco ataques de lo que yo llamo la manía del «Â¿qué sentido tiene?». No paro de preguntármelo hasta que la pregunta me agota: «Â¿Qué sentido tiene ir al campo ha hacer de naturalista? ¿Qué sentido tiene estudiar tanto? ¿Adónde lleva todo esto? ¿Lleva a algún sitio?»»

Esa mirada enfocada al exterior se redirige, de forma progresiva a medida que aumenta su edad, hacia el interior de sí mismo, también en función de las limitaciones que le impone la vida adulta y comienzan a ensombrecerse las ilusiones infantiles.

«10 de enero de 1910. Mejor, pero todavía muy pachucho: un animal pálido: un gorgojo en una nuez. Tengo el corazón delicado y un sistema nervioso débil; no tengo dinero para seguir estudiando; odio el trabajo periodístico, especialmente el que carece de ingenio; y, por último, pero no menos importante, están las mujeres. Todas estas preocupaciones combaten por mi cuerpo como los chacales por la carroña. Y, sin embargo, lo único que me interesa es la zoología. ¿Por qué no querrá la vida dejarme en paz?»

Cuando es consciente por primera vez de los condicionantes económicos familiares y de los inconvenientes que representa su frágil salud, sus preguntas cambian de terreno y, aunque su interés por las ciencias naturales permanece intacto, sus reflexiones elevan el tono y se convierten en cuestiones más de supervivencia que científicas.

Alba Editorial

«26 de septiembre de 1914. Mi vida ha sido una lucha continua contra la mala salud y la ambición, y no he conseguido dominar ninguna de las dos. Intento decirme que esta maldita mala salud no afectará a mi carrera. Azoto mi voluntad con la esperanza de ganar al final. Sin embargo, en el fondo sé que es muy improbable que viva lo suficiente para realizarme. Durante mucho tiempo no he tenido otra esperanza que convencer a los demás de lo que podría haber hecho de haber vivido lo suficiente. Eso ya sería algo. Pero ni siquiera tengo mucho tiempo para eso. Jamás he vivido con sensación de seguridad. Nunca me he sentido instalado permanentemente en esta vida, no soy más que un difuso sustituto, un espectro, un festón de niebla que desaparecerá en cualquier momento.»

La alegría y la esperanza infantiles se ven sustituidas por un escepticismo adulto y por la formulación, por primera vez, de preguntas sin respuesta. De este modo, el diario del naturalista acaba convertido en un diario personal -el diario literario propiamente dicho- en el que el sujeto observado es el propio escritor.

«16 de marzo de 1911. Nadie entenderá nunca si no lo ha vivido que una criatura tremendamente tímida como yo, llevada a consumirse, se convierta en el más infeliz de los hombres. He llegado a odiarme a mí mismo: mi carácter minucioso, hipersensible, morboso, dedicado siempre a pensar, hablar, escribir sobre mí ¡como si el mundo exterior no existiera! Soy un anillo dentro de otro, círculos concéntricos y con intersecciones, un laberinto, un lío: observo si me comporto bien o mal, reflexiono sobre la impresión que causo a los demás o lo que piensan de mí.»

A medida que Cummings va profundizando más en sí mismo se le revela la paradoja del egotista: la focalización de la mirada sobre uno mismo, la conversión del discurso hacia un amable solipsismo y la combinación de ambos con la percepción de la poca consideración personal, de la valoración sincera de las propias capacidades y de las taras físicas y psíquicas llevan al diarista a una contradicción que le provoca, al final de sus razonamientos, una valoración negativa que, en el caso de Cummings, deviene en una verdadera, solemne y sincera confesión.

«14 de julio de 1912. La mayoría de la gente, cuando se pone enferma y va a morir, se consuela un poco pensando en la notoriedad que obtendrá con su misma muerte […]. Pero por nada del mundo puedo encontrar el menor atractivo en mi muerte inmediata: el discreto fallecimiento en una cama de huéspedes de West Kensington de un entomólogo rencoroso, decepcionado, morboso y prepotente. ¡Qué tragedia tan insignificante! Resulta duro no ser nadie, ni siquiera llegada la muerte […]. Sea cual sea la desgracia que me ocurra, espero firmemente ser capaz de hacerle frente sin flaquear. No temo a la mala salud en sí misma, pero temo su posible efecto en mi cerebro y en mi carácter… ya estoy cambiando poco a poco. Por ejemplo, siento ya por mí una lástima quejumbrosa.»

En contraste con el tono triste y pesimista de las entradas del diario en las que se refiere a sí mismo -excepto en aquellas en las que la zoología o el amor acuden al rescate-, en su vida social Cummings despliega una agradable simpatía y un perspicaz ingenio; es un hombre cultivado, a pesar de carecer de la titulación académica que le facultaría para ejercer su vocación, y extremadamente inteligente; en realidad, son estos destellos -y la gravedad fehaciente de su enfermedad- los que descartan la hipocondría en las referencias a su salud y dotan al texto de una incuestionable verosimilitud en lo que respecta a su autorretrato.

«29 de mayo de 1913. Quizá, por primera vez en mi vida, he olvidado mis miserables ambiciones, he olvidado a los que triunfan, a los oportunistas, a los soberbios, a los altaneros, a los misericordiosos y a los condescendientes: en definitiva, a todos los que hasta la fecha han sido como espinas en mi piel y, sin saberlo, me han incitado a redoblar mis esfuerzos para triunfar. «Pobres -he dicho-, déjalos en paz. Que sean felices, si pueden.» En un estado de ánimo sumiso, me he sentido dispuesto a incluirme entre las filas de los fracasados de este mundo y obviar cualquier idea de éxito. He perdonado, con gravedad olímpica, a todas las personas que, de un modo u otro, han frustrado mis propósitos. Y, lo que resultaba más raro todavía, no me habría costado nada fundir esta gélida rectitud moral con un interés sincero por la carrera profesional de mis combativos contemporáneos. Con total renuncia, les he tendido la mano y les he deseado a todos buena suerte.»

A pesar de sus limitaciones, de una salud en extremo precaria y de la imposibilidad de realizarse en el plano profesional -además de la permanente escasez de dinero-, Cummings evitar caer tanto en la autocomplacencia como en la indulgencia; consciente de sus carencias, incluso en el terreno amoroso, no cede en su ambición de una vida mejor y profesionalmente gratificante y, aunque todo lo que puede poner de su parte no es suficiente para alcanzarlas, ni las pierde de vista ni las descarta, al contrario, las fija como meta improbable pero no imposible.

«25 de octubre de 1914. Cuando un individuo casi inválido se ve obligado a vivir en un aislamiento social casi completo, en mitad de una ciudad bulliciosa como Londres, se sume en un estado similar al trance. Los días rutinarios se suceden tan deprisa como el movimiento de una lanzadera de una tejedora, aturdiendo el espíritu y convirtiendo la vida palpitante en una muda exposición de imágenes. En todas partes, las calles están siempre llenas de gente -millones de personas- que no conozco y que se desplazan con prisa. No paro de mirar, bostezo, y un día como hoy me levanto y me lanzo a la carrera fuera de mí, como una bolsa hinchada a punto de estallar de esperanza, amor, tristeza, alegría, desesperación.»

Cummings se ve aquejado, en sus últimos años, cuando la posibilidad de mejora ha dejado de ser contingente, de frecuentes crisis de melancolía, y ni es un tipo iluso ni propenso a dejarse llevar por falsas esperanzas.

«Me pregunto por qué me pinto con tan horribles colores, por qué obtengo este morboso placer simulando, delante de las personas a las que quiero, que soy un bestia y un cínico. Imagino que padezco de un amor propio lacerado, de una dolorosa soledad, de la conciencia de lo ridículo que resulto y de que la mayoría de la gente, si lo supiera, me miraría con desagrado y repugnancia.»

La resistencia a las adversidades se apoya en dos pilares fundamentales: la pura voluntad de vivir, aun cuando no existan razones concluyentes que la sostengan, y la tarea autoimpuesta de la redacción de su diario -al que no le falta cierto carácter terapéutico: «me repliego en este diario como cualquier otro pobre diablo se da a la bebida»-, que culmina la totalidad de sus ambiciones literarias -Cummings es un excelente lector, y las referencias literarias una constante a lo largo de la obra- y de posteridad.

«1 de enero de 1915. Si tuviera el coraje moral de desempeñar mi papel en la vida, ocupar el escenario y ser yo mismo, de disfrutar de la deliciosa sensación de hacer que se sienta mi presencia en lugar de esta representación evanescente, este diario sería prácticamente innecesario. Para mí, expresarme es una necesidad vital y lo que no puede expresarse de una manera, debe expresarse de otra.»

A medida que pasan los años y se agrava su enfermedad, Cummings hace aparecer con más frecuencia a la muerte, y entabla con ella un diálogo que, descartado todo tipo de negociación, pone en evidencia una aceptación estoica del final que presiente próximo y para el que se confiesa preparado.

«20 de noviembre de 1916. El motivo de que no pase los días sumido en la desesperación y las noches llorando de abatimiento es que estoy enamorado de esa ruina que soy. Por ello no merezco compasión alguna y lo probable es que no la obtenga: ya basta con la compasión que siento. Estoy tan abominablemente interesado en mí que ningún detalle de esta tragedia, por pequeño que sea, se me escapa. Día tras día, acudo al teatro de mi propia vida y contemplo cómo se va acercando al final el drama de mi historia. Quiera Dios que el telón caiga en el momento oportuno, no vaya a decaer la obra en un largo y tedioso anticlímax.»

Aunque no se retiene de expresar dos grandes reparos: uno, humano, el pesar que siente por tener que abandonar a su esposa y a su hija recién nacida -incidiendo más en el futuro que les espera a ambas que en el propio hecho de su desaparición-; y otro, artístico, la pesadumbre por no sufrir una muerte heroica -o literaria- en lugar de consumirse lentamente hasta desaparecer sin dejar rastro.

«8 de noviembre de 1915. A pesar de las náuseas, aquí estoy tan contento hablando de mí y de mis contratiempos. Estoy harto de mí y de mis lamentos neuróticos, por ello de vez en cuando intento llevar una vida nueva y enviar al diablo este diario. Quiero destrozarlo, romperlo en pedazos. ¡Petulantes, hipócritas lectores! No tendréis más noticias mías. Sé que es cierto todo lo que decís, incluso antes de que lo digáis, y conozco ya, de antemano, todas las críticas que me haréis. De manera que podéis hacer el favor de ahorraros el trabajo. No podéis decirme nada nuevo sobre mí. Lo sé todo. Me disgusto profundamente y vosotros, vosotros, lectores, podéis iros al diablo junto con este diario.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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