CaÃn. José Saramago
Traducción de Pilar del RÃo
Alfaguara (Madrid, 2009)
En un principio fue creado, a partir de la oscuridad genésica, todo animal que se mueve, vuela o repta sobre la faz de esta esfera girando sobre su eje; mas si el dedo omnipresente la soltara como una honda, todo saldrÃa despavorido hacia la colisión final tan promocionada como la segunda gira del Redentor, auspiciada por Coca-Cola®.
José Saramago, en CaÃn reescribe el Antiguo Testamento, cual lo ha hecho con el Nuevo, en El evangelio según Jesucristo; tal como lo hizo Nikos Kazantzakis, en La última tentación de Cristo; asà como reinventamos nuestro constante perecer, al poner la pata izquierda, simios nosotros, desencontrados con el dÃa a dÃa que, mientras no lo advirtamos que no viene en serie, todo va bien con la rutina.
Es certero este re-cuento de la historia bÃblica antigua, sobre todo cuando se trata de ironizar, con negra veladura, asaz, agria, digamos con la espada de la sinceridad de quien reflexiona, a partir de un hecho hasta hoy tan cierto como alegórico, el Antiguo Testamento.
CaÃn recrea las antiguas escrituras dictadas a los profetas en un rapto de empatÃa entre el OmnÃmodo y sus criaturas súbditas, desaladas.
Estamos pues frente a una bomba maléfica (la urdida por el octogenario escritor, autor de El Cuaderno), para los entendidos eclesiásticos, entre otras cofradÃas religiosas.
La puesta en reflexión (¿o deberÃa decir la puesta en blasfemia?) de una verdad que jamás se nos hubiera ocurrido a tan doblegados y mortales seres que acuden a misa los domingos, y tienen, en esa floral institución con cirios y santos, y una que otra canilla de mirra e incienso, su panacea espiritual, de sólidas cúpulas y estructuras, que cada final de jornada les purifica el ánima cochambrosa, no sólo por el smog repletado en los cornetes del ronque, sino también por la rutina obligada de ser el rey en esta selva de cemento, so pena y brecha infernal de morir devorado por el más recio de los hombres.
Los seres humanos, creados a imagen y semejanza de su Creador, valgan verdades, tienen errores, y si al origen de la simiente y divina fuente me remito, valga también apreciar que el creador ciertamente tuvo errores, entre ellos, hacer semejante a su Majestad creadora al hombre, con todo y sus defectos, entre otras sutilidades, como ser invencible, ególatra, entre otro dedo de férrea anulación, para que bien te portes. Creado también sensible, el hombre, ñoña debilidad, conflagración poderosa cual bombardas de los más ostentosos ripios lÃricos melosos hasta el alfeñique del hartazgo, alrededor de ese mal que por mal viene, el amor sensual, debidamente registrado en los fanales poéticos de cada lÃrida descorazonado, que más se aproxima a los ángeles que a los querubines, por delicados y falsos.
CaÃn entraña el personaje siniestro, el asesino, el “Sol negro levantándose sobre el horizonte de los ojos†—aplaude un irónico CaÃn, loándolo no sólo como urdidor de novelas escépticas, tanto como fabricante de tomos de poesÃa completa, de sus caros inicios sin gloria—
La ofrenda de CaÃn, consistente de tres tristes mieses, no llegó al Señor, cual humo ahogado, expandido por el viento en los aires, como sàla de su hermano bueno, Abel, incinerado ovejo ascendente en irrefrenable columnata de humo hasta las puertas del cielo; esto se repite varias veces (una semana, creo), avivando la furia del protagonista hermano, el malo de la historia.
El punto de conflicto de la novela espina acontecimientos que estaban como sacramentados por una perfección metapoética trazada con la estilográfica de los profetas tocados por rayo divino; santas escrituras que no debÃan ser refutadas bajo pena de sacrilegio, con su cohorte de castigos, según la gradación a la que se maleaba el autor intelectual de la afrenta en aquel tiempo.
Si los ateos hubiesen pensado hasta este momento en las injusticias, que según el autor de estas reflexiones sacrÃlegas, ponen en tela de juicio la Divinidad absoluta, quizá hubiesen colapsado en el intento de ser los ateos perfectos; más aún, se hubiesen decepcionado más todavÃa de la estolidez que prefigura de por sà la contradicción de no creer en Dios (esto de que “el ateo no existe†hubiese corroborado la presencia del maligno), aun presenciando de oÃdas las recreaciones del escritor portugués, entre las negociaciones de las dos autoridades máximas; la una, la del bien, coronada con triple corona y cetro, trajeado con piel de cielo y destellos armoniosos de lago; la otra, la del mal, con la cornamenta y malasaña fulgente a la cabeza poseedora de bÃfida lengua imprecando poco más que contradicciones, como la de sonsacar a la vÃctima creada a costillas del jovencito y rojo Adán, Eva de mis sueños, su verdad prohibida, que entre el rapto onÃrico o vanidad que sucede al halago maléfico serpeando en edénicos lares, a unos ocho orgasmos por lecho de hierba, gracias a la indumentaria prÃstina de un Adán sin ombligo, ni taparrabos ni faldita de piel derivada de los trajes que por primera vez vistió con pesadas pieles el Absoluto, apareciese en el principio del Edén a la horda de aves oscureciendo el cielo al tronar de dos dedos, por su cólera divina ante tal desobediencia. Tal Eva, enredada en la trampa de quien hace soltar una verdad que se malicia: Con que el Señor os ha ordenado que no comáis de todo fruto de cuanto árbol aquà crece, No, eso no es cierto, el Señor nos ha prohibido comer de toda fruta de cuanto árbol crece; menos de uno, que es el árbol del Conocimiento y de la Vida, fruto del pecado, con que yo comÃ, y convidé también al tibio compañero de mis futuros desenlaces reproductores a punta de azadón y sudor en la frente.
En el sueño, el simbólico acto de probar de la manzana, entraña que la verdadera historia del pecado original se nos muestra en sentido figurado, simbólico, cuando la pareja edénica sabÃa perfectamente —y en esto no perdieron el tiempo, según narra el mago— que estaban desnudos desde que el Magnánimo los arrojó al retozo de sus placeres, el JardÃn de mis Pecados. Que este sueño confirmara que mordieron hace rato la prueba ominosa y jugosa del pecado, viene a cuento, cuando de ajustar cuentas se trata, ser arrojados a desérticos terrenos, para que se las vieran, trajeados de pesadas pieles de sabe qué carnÃvoros, sabe el Hacedor por qué ángel degollados; bamboleándose sobre sus piernas como hombres de las cavernas, que por vez primera salieran de sus covachas de sombras de fuego, castigados por la Autoridad celestial, que con ella no se juega.
Adán en lo de cultivar la tierra donde crecerÃan cardos y otras malas hierbas, Eva en lo de pujar para dar el fruto de su descendencia y desobediencia, que, hasta hoy el escarmiento original jamás se desobedece, so pena de morir de hambre en el intento.
La historia entraña ya un primer personaje reflexivo, un Adán descontento que empieza a filosofar desde ya, ante la grata impresión de Azael, querubÃn de recia complexión, espada fulgente al ristre, cuya mano traviesa toca el seno sudoroso de una Eva harapienta que con sus tretas femeninas (y sus bamboleantes tetas) lo convence para que le traiga unos frutos del ParaÃso (un costal, para caer en detalle), de manera que sortearan la hambruna que se pasaba fuera de sus puertas, que no era poca, como consecuencia de su rebeldÃa de tamaña mordedura hasta hoy atracada en la garganta nuestra.
No habÃamos pensado en otros seres de igual parecido que poblaron los alrededores del Edén —nos refresca el escritor—, caravanas que con auspiciosa ayuda en los gastos del hogar a la pareja, palanquean lo que comienza a despuntarse, la historia que ya todos saben, aunque sea de oÃdas, desde los primeros grados de educación religiosa, la otra parte de la historia que hasta hoy no termina de desgraciarnos, a unos; y de alegrarnos, a otros, como que unas son de cal y otras de arena, y ni vuelta despavorida que darle.
El niño CaÃn está sentado frente a un árbol que recién ha plantado, se le acerca la madre y le dice que los árboles no crecen mientras son espiados; ante lo cual —filosofo como su padre— CaÃn le refuta que en cuanto ella deje de mirarlo, éste reanudará su crecimiento. Comienza aquÃ, la eterna discusión entre Dios y la mancha negra de la historia; el Sol negro rayando en la frente menguante del fratricida, que ha de terminar, sabe Dios, en una sucesión de discusiones comparables a los parlamentos, a las borracheras doblando jornadas enteras con el rayar del Sol y la cebada que no cesa de resbalar por las gargantas.
Montado en su burrito, CaÃn, luego de perpetrar el alevoso fratricidio a quijadazo limpio de jumento, contra su hermano y burlón Abel, al que, entre engaños de que una zorra se escondÃa en una cueva (le gustaban los animalitos, al bueno), lo arrastra a la desaparición oficiosa de pastor por el mundo, que no ha de haber sido tan bueno como para alentar la ira del hermano humillado por su pequeñez de ofrenda al Señor, consistente de cuatro hierbas secas que ni a humarajos llegó.
Comienza a atacar a Dios, CaÃn, el marcado, el fratricida; cuestiona las pruebas que les infringe a sus súbditos, como el citado fratricidio, ocasión aquella que pudo haberse evitado, pero que se dio por esta lógica de que Historia que es, nadie la cambia. Mejor castigo que la errancia por tiempos disÃmiles en espacios y lugares repentinos a lomo de piajeno bÃblico, no habrÃa podido darle al malhechor de sus dolores de Universo, ya que aceptando una muerte que pudo evitarse, lo condena al vagabundeo, no sin la punzada culpable, cuña de error en las estadÃsticas iniciáticas de la historia sagrada, que el incisivo CaÃn, última novela de Saramago, osa atacar, sacudir polvo antiguo, mismo ateo contestatario.
El homicida llega a tierras de Nod, donde se inicia en el trabajo de pisador de barro. Su destino cambia cuando Lilith, la ama y señora del pueblo lo acoge en su recámara como guarda, so pretexto de exprimirle hasta la última gota de semental, en refocilos de animales en celo, acto que darÃa como fruto a Enoc, quien desaparece al abordar su padre manchado, el crucero Arca.
Cumpliendo la orden de la enrancia, CaÃn debe continuar. Deja embarazada a Lilith. Camino al monte de SinaÃ, CaÃn —siempre con el jumento apertrechado de agua y alimentos, que en otro espacio babélico enterrara en pleno barro, a limpia coz, a un cristiano que osó confundirlo con jamón— detiene el brazo asesino a Abraham, antes que el ángel enviado, que por fallas defectuosas de sincronización de sus alas no llegó a tiempo para detener el degüelle de la ofrenda, Isaac, al Señor. Ahà no sólo se maquina el intento de asesinato, planeado y alevoso, sino que también —nos dice el relator—, da cuenta de que la complicidad Omnipresente sigue ocasionando vÃctimas, que más adelante se contarán por miles, pero para esto habÃa ya acondicionado el Barbón las gónadas de sus creados al trato carnal con cuantas mujeres se les cruzaran; sean éstas o no de la familia, suegras, yernas, cuñadas o concubinas, o hasta madres, en un incesto digno de Arca.
CaÃn novela una sarta de cópulas sucesivas, llegando incluso al incesto, donde Cam, hijo de Noé, aprovecha durante el crucero en el Arca de seiscientos pies de largo, por cien de ancho y sesenta de alto, todo un jumbo del diluvio universal, el ofrecimiento en posición fetal del ortencio desnudo del ebrio vejete, jefe de la tribu a salvarse de las aguas universales, con todo y animales, que más cagaban que otra cosa. El aprovechado Cam, viéndolo indefenso, aprovecha para enterrársela sin remilgos, por la puerta falsa, a lo que sin reparos divulga por todo el crucero diluvial, lo que le costará la maldición de su progenie, de esta y de tribus futuras.
Siguiendo con el curso de los tiempos arbitrarios, épater le bourgeois, Dios mediante, llega CaÃn a Sodoma. Hay un diálogo con Abraham, donde se cuestiona la frase aquella de “pagan justos por pecadoresâ€, dimitiendo asà que la visión de El de Arriba no apunta a detalles insulsos, y trata a todos iguales, con mano de hierro, infringiendo castigos vistos desde una distancia no menor a los millones de años luz, que separan al Cielo de la Tierra. Castigos a diestra más que a siniestra, que unos pocos justos pagan también, como en las cárceles de hoy. Para el caso de Sodoma, los niños que murieron calcinados por la lluvia de fuego y azufre, amén de la curiosa mujer de Lot que quedó convertida en estatua de sal, sufrieron esa llamada minorÃa, que en teorÃa, salvaba a toda la horda pecaminosa, pero que en la práctica, todos murieron refritos, castos y depravados, por el Dedo creador.
A trote en el mismo jumentillo, que valÃa su peso en oro en aquellos tiempos y lares de denuesto, CaÃn presencia la conflagración de la Torre de Babel, donde —por bien intencionado y arduo que sea— llegar al cielo atenta contra la Divinidad en persona, que a tiempo de voltear las ancas, montado en su asno, CaÃn presencia su destrucción como por vendaval o soplo de magia, quedando reducida a polvo, como todo, que del polvo al polvo retorna. Hay una frase que acota este capÃtulo, resumiendo toda la canallada: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a élâ€, para corroborar la confusión de las mil lenguas carajas durante la construcción a ladrillo limpio, previamente cocido, de una torre que intentaba llegar a su celestial Presencia, quien infligió tal castigo alevoso de confusión plurilingüe, paralizando la obra civil más bÃblica de la arquitectura, hasta hoy conocida.
Uz, las tierras de Nod, SinaÃ, Jericó, La Torre de Babel, las encinas de Mambré, sacrificios que daban jugosos réditos de prisioneros de guerra y mujeres con o sin marido o sofocador de tibias noches, para el gasto de ejércitos de las mil y doce tribus consteladas desde los tiempos de Abraham, el Multiplicaos a diestra y siniestra que sigue la cuenta regresiva, hasta nuevo año. Cabezas de ganado, ovejas, entre otros enseres de eficiente contadurÃa se transaban en tal antigüedad de matanza como castigos, amén de la regulación hidráulica maquinada por el Ingeniero celestial, de cuanta fuente bañara la naranja achatada a los polos, y todo movimiento, sea animal, volador, algal o fúngico, poblando su comarca mundana que quedó atrás, como el polvo de la historia.
Asà pues, no del todo queda puesto en el tapete del desenlace la eterna discusión divina con el lunarejo de CaÃn —quien para esta parte de la historia ya habrÃa despanzurrado al bÃblico jumento de tanto rodar por el mundo—, quien a vivo desenlace le declara la guerra a su propio Creador, diciéndole desde su bÃfida lengua con la que comÃa, que con el mismo odio con que mató a su hermano saldó el rencor que aún no desenlaza entre Jehová Dios y el enemigo de los hombres, CaÃn, el castigado a la enrancia y a la muerte a salto de mata, quien descendió secundado del Arca, hacia últimas lÃneas de la narración, por un séquito de animales meados y cagados por tantos y abombados cuarenta dÃas de diluvio universal, con sus noches, donde, no sé por qué capricho propio de la historia en curso, la paloma de la paz trayendo la ramita de olivo, ni sus plumas, menos aun las caras vÃctimas del inefable rencor de CaÃn, retornados al polvo de humana descendencia, cuando no a fósiles enterrados en milenario lecho marino hasta el fin de los dÃas.
Jack Farfán Cedrón
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