Sale el sol, se pone el sol

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Ernest Hemingway | Foto: Wikipedia
Ernest Hemingway | Foto: Wikipedia

En 1926 Ernest Hemingway se dirigió a su amigo y colega Scott Fitzgerald en estos términos: «He corrido la voz de que estaré desarmado en la Brasserie Lipp’s el sábado y el domingo por la tarde, de dos a cuatro, para que todos los que deseen dispararme lo hagan de una vez o dejen de hablar del asunto, por Dios santo». El asunto no era otro que Fiesta. Y es que la segunda novela del autor sacudió los pilares del panorama no solo literario sino cultural, y fue una sacudida con efectos ambivalentes; si bien algunas figuras se sintieron ofendidas y expresaron públicamente su desagrado (Gertrude Stein, Virginia Woolf), sin duda no podemos ver en esto más que una sana y benigna publicidad que contribuyó a relanzar su carrera, pues hasta ese momento la suya no era una de las plumas más valoradas; muy al contrario, era minoritaria y objeto de menoscabo.

Fiesta (The Sun Also The Rises) aparece en un contexto que se resiente de los horrores de la Primera Guerra Mundial. La herida aún no se ha cerrado, y no son pocos los autores que lo ponen de manifiesto, véase Los siete pilares de la sabiduría de Lawrence, véase Tres soldados de Dos Passos, o Adiós a las armas o Sin novedad en el frente, retratando así una realidad llena de crudeza. Es el tiempo de unos hombres confusos, desorientados, que se muestran disconformes con la narrativa anterior y renuevan el estilo; es el tiempo de Steinbeck, de Faulkner o de Dos Passos, el tiempo de una generación perdida.

En este panorama, Hemingway desarrolla una prosa muy personal, que va tomando forma en sus célebres cuentos hasta definirse netamente en la presente novela ―de hecho ese mismo año ven la luz Los asesinos y Cincuenta de los grandes―. Fiesta trasunta la sociedad parisiense de principios de siglo, y en medio del incipiente antisemitismo, de las avalanchas de inmigrantes norteamericanos y del regusto amargo de la guerra se enmarca un reencuentro amoroso. Jake es el hombre, excombatiente, periodista e impotente; Brett es la mujer, libertina, promiscua y licenciosa (tomándole la palabra, »Me siento como una verdadera puta»). Dos condiciones de las que resulta una relación ambigua, una amistad rayana en el afecto, y nada más. Nueve años atrás, ambos mantuvieron un intenso romance durante los no menos intensos años de la Gran Guerra. Ahora ese fuego no parece consumido, tampoco dispuesto a avivarse, sino extrañamente suspendido.

Hemingway en el Café Iruña junto a las personas que aparecen en 'Fiesta' | Foto: WikiMedia
Hemingway en el Café Iruña junto a las personas que aparecen en ‘Fiesta’ | Foto: WikiMedia

¡Ohh, París!, el Napolitain, los cafés de Montparnasse, el Wetzel’s, el café Select, y noches de baile y alcohol y fiesta. ¡Ohh, Pamplona!, el Grand Hotel, el café Iruña, el Hotel Montoya, y tardes de toros y alcohol y fiesta. Aunque la fiesta que titula esta obra no debe relacionarse con las correrías de Jake, Cohn y Bill en la capital francesa sino con las corridas de toros, la divisa nacional por excelencia, para bien o para mal. Pese a todas estas andanzas, no estamos ante una novela de situación. Los personajes, sus lances, sus asperezas, sus diferencias y semejanzas conducen la línea narrativa, que a menudo parece orbitar en torno al personaje de Cohn, puro contrapunto en muchos aspectos.

Hemingway explora y retrata temas tan manidos como el adulterio (que, sin embargo, ha sido una mina para contemporáneos como Richard Ford, que bien podría entenderse como una consecuencia de los anteriores. Temas peliagudos presentados bajo un prisma obstinado en apartar de sí cualquier tipo de moralina, cualquier pretensión crítica, salvo la más personal e introspectiva, como no podía ser de otra manera en virtud de un narrador testigo; forzosamente testigo, podríamos decir. Las circunstancias, más que las necesidades o el arbitrio narrativo, determinan la condición del narrador. Jake se ve abocado a ser un simple observador que documenta la realidad. Una realidad en modo alguno ajena, aunque en ocasiones tenga sus visos. De hecho, en algunos momentos el autor norteamericano parece entrar en sintonía con su oficio, en esos momentos tan íntimos en los que Jake interpela a Brett, a veces en calidad de consejero, a veces como mero oyente.

Pero lo singular de esta novela no reside en la historia, una historia veraz, cruda como un chuletón poco hecho y tan insípida como él. Sin ambages: es floja. Todo parece demasiado trivial, aunque bajo esa trivialidad papá Hemingway logre insuflar una corriente de intensidad e interés asombrosos. Es el estilo y solo el estilo lo que engrandece, magnifica e, incluso, da sentido a esta obra. Lo bueno, si breve dos veces bueno, y Hemingway parece hacer de esta frase la divisa de su prosa, sin duda influido por Stein y Ezra Pound. Y no podemos ver en ello más que un acierto. Porque densificar los eventos que aquí se narran minaría enormemente el efecto. Y el efecto lo es todo. Pero dejémonos de vaguedades. Res non verba, ¿no es cierto? ¿Dónde reside el efecto, en qué se sustenta? No tanto en la perspectiva como en la ejecución, no tanto en el objeto retratado como en el trazo. Esos diálogos lacónicos, preñados de repeticiones, sobreentendidos y silencios, y tímida, muy tímidamente acotados, a menudo acercándose a la abrupción, a menudo rozando el estilo telegráfico, aunque esto es una exageración por mi parte, o casi.

DeBolsillo
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Una ejecución de lo más peculiar. Cómo, si no, calificar esos excesos, esos párrafos y párrafos de descripción yuxtapuesta a líneas y líneas de diálogo, página tras página, y en cambio, a este respecto, eludiendo el efecto ping-pong, cosa nada fácil cuando se encadenan, como he dicho, líneas y líneas de diálogo. Es imposible no ver en esto más que la confirmación de la pericia que ya demostró en Los asesinos. También en este cuento encontramos otro rasgo: la ausencia de prosopografía y etopeya. Pues el diálogo y la acción deben suplirlo, como así lo hacen; y muy impecablemente, por cierto. Todo ello con una sintaxis tersa, sin alardes, sin altibajos, limpia y pulida, completamente al servicio del mensaje, como así manifiestan ciertas repeticiones, por otro lado muy comunes en el maestro. Una sintaxis que puede llegar a parecer torpe. Solo en contadas ocasiones, si bien es cierto.

Fiesta se erige como un clásico contemporáneo de una calidad literaria a veces discutida, a veces infravalorada, pero siempre en el foco de la tertulia y la crítica. Desatar la lengua y emitir un juicio al respecto sería tan audaz como cobarde apartarse de la cuestión y mantener la boca cerrada. Digamos sencillamente que, genio o no, la prosa de Hemingway es una de las más trascendentes del siglo XX, y nadie dispuesto a cargar las malas tintas contra él debería olvidarlo.

 M.G. Padua es escritor y periodista freelance.

Míkel G. Padua

Míkel G. Padua (Sevilla, 1991) es escritor y periodista freelance.

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