Foto: Emmanuel Huybrechts Flickr

Jota Erre

/
Emmanuel Huybrechts | Flickr Creative Commons
Emmanuel Huybrechts | Flickr Creative Commons

«Nos pareció rarísimo [el papel moneda] cuando lo vimos por primera vez. Inerte.»

Jota Erre Vansant, un escolar de once años, crea un ficticio imperio financiero de acciones, participaciones y bonos negociables, con las consiguientes compras, ventas e intermediaciones en artículos y materias primas, «[…] consigue todo lo que puedas.» a partir de una acción que adquiere su clase en una visita a una empresa, con la sola ayuda de su ingenio, el anonimato, una cabina de teléfono público y la trama de complicidades que es capaz de urdir, y aprovechando las oportunidades, los tópicos del sueño americano –the American dream turned inside out-, que la desregulación de los mercados, la publicidad, la especulación y las inabarcables redes de corrupción y clientelismo le brindan.

«O sea, los ratos divertidos esos, mi madre siempre está trabajando, cómo se yo cuándo va a volver, o sea, es como lo de los bonos y las acciones esas, no ves a nadie, no conoces a nadie, sólo por correo y por teléfono, porque así es como lo hacen, nadie tiene que ver a nadie, puedes tener una pinta rarísima y vivir en un retrete, ellos qué saben, o sea, es como los tipos esos de la bolsa de valores donde se venden acciones unos a otros. No les importa una mierda de quién son, sólo venden y compran para una voz que se lo dice por teléfono, por qué les va a importar una mierda si tienes ciento cincuenta años […]».

Sexto Piso
Sexto Piso

Se puede ver Jota Erre, de William Gaddis, como una sátira de un capitalismo feroz, no tanto como un sistema circunscrito a la pura economía sino también a la nefasta influencia, en las sociedades avanzadas, del economicismo como incuestionable sistema de creencias y manual de instrucciones para relacionarse con el mundo:

«[…] si uno quiere hacerse millonario, no tiene que entender de economía, lo que tiene que entender es los miedos de la gente a la economía»;

según el cual, como estableció Max Weber en la imprescindible La ética protestante y el espíritu del capitalismo allá en 1901, existe una moral -que no una ética- de índole religiosa que justifica cualquier atropello en nombre de un concepto de libertad con el que tal vez no todo el mundo estaría de acuerdo:

«Â¡Por qué la gente va y roba, infringe las leyes para coger todo lo que pueden si siempre hay alguna ley, que puedes ser legal y cogerlo de todas formas!»;

sin embargo, ésa es la vara de medir a partir de la cual los poderosos exigirán su tributo, un escalofriante derecho de pernada en progresivamente menos manos que afecta igual de progresivamente a más población -compárense cómo se va incrementando el número de afectados en las grandes crisis económicas del siglo XX y la del inicio del XXI-, con cada vez más leves y reducidos respiros

«Joder, las prisiones federales ya están empezando a parecer la Harvard Business School, los negros ahí sueltos por la calle rajando a la gente, pero cada vez que uno coge un periódico sale alguien con un traje de Brooks a punto de entrar en la cárcel de Leaven.»

necesarios, por otra parte, para incrementar sus perniciosos efectos.

«Todo lo sagrado se derrumba, el único espacio que queda para la lealtad, si es que queda alguno, es la empresa que le paga a uno.»

Por más que la utilidad del dinero, en sentido amplio, esté fuera de toda discusión como método racional y normalizado de intercambio de bienes y servicios, su concepto intrínseco ha sido cuestionado casi desde su aparición porque su posesión, más allá de facilitar toda clase de transacciones -legales, ilegales y alegales- significa poder, y su atesoramiento, por medios lícitos o ilícitos, permite la obtención de recursos que sobrepasan su utilidad.

«Â¿De dónde sale? ¿El arte? Sale de donde sale todo, se compra…»

De hecho, su mera existencia, en sus dos formas más habituales, se basa en una doble ficción: la primera es la del dinero en curso, emitido por los Estados, supuestamente contra la garantía de sus reservas en oro, lo que se denominaba, comúnmente, como dinero de curso legal, y cuya restricción hace tiempo que ha desaparecido tragada por la llamada política monetaria. Y una segunda, la de las acciones y participaciones adscritas a los mercados financieros, emitidas por entidades privadas y negociadas en las Bolsas, que representan y son garantizadas por los recursos propios de esas mismas entidades, y cuyo valor, más allá del real, viene determinado por accidentes externos cuya relación con la empresa que los ha emitido no tiene por qué ser explícita. Un mundo éste, delimitado por la explotación de las relaciones entre valor y precio y especialmente adecuado para mostrar la totalidad de las pasiones humanas que cuenta con una amplia tradición literaria y en el que se inscribe la que tal vez es una de las novelas más poderosas del siglo XX.

«-Sí, es esto que estoy mirando, ¿los libros son lo primero que se recorta, desde luego?

-Sí, bueno, creo que los libros son siempre, mmm, como dice Vern, lo primero que se recorta en un presupuesto de austeridad, pero, desde luego…

-Pero, desde luego, los treinta y dos mil para asfaltar el aparcamiento siguen ahí.»

(Una aclaración a la cita: el presupuesto de austeridad es el de una escuela, y con el asfaltado del aparcamiento el director de la escuela consigue que le asfalten gratis una parte del jardín de su casa.)

Veinte años después de haber epatado al mundillo literario (Jonathan Franzen dixit) y desconcertado a la crítica con la monstruosa Los reconocimientos (The Recognitions, 1955), Mister Difficult publica otro desafío: Jota Erre (J R, 1975, ganadora del National Book Award for Fiction). Son, en su edición en castellano, 1.132 páginas de casi exclusivamente diálogos, sin separaciones, capítulos ni subcapítulos.

«Es mejor comprar un tablero. Siempre viene bien un tablero en una biblioteca. Con los libros nunca se sabe lo que puede pasar.»

William Gaddis, en 1975 | Foto: WikiMedia
William Gaddis, en 1975 | Foto: WikiMedia

Lo dicho: un desafío en toda regla para el lector, a su capacidad de concentración y de identificación de personajes, que requiere la plena atención que solamente los mejores relatos cortos exigen. La práctica ausencia de narrador provoca que el lector no tenga noción alguna acerca de las subtramas en ninguna de las escenas, asimilándolas a medida en que los innominados personajes intervienen en el diálogo; ni siquiera, de buenas a primeras, se sabe quiénes son esos personajes, ya que hay que esperar que ellos mismos, indirectamente, se citen. Pero esa práctica ausencia de narrador, esa constricción voluntaria -que alcanza su máxima expresión en las conversaciones telefónicas que salpican todo el texto en las que solo oímos a uno de los interlocutores-, constituyen también un desafío para el propio escritor, ya que debe poder reflejar también de forma indirecta los saltos en el tiempo, los cambios de escena o de protagonista, y distinguir tácitamente entre escenas principales y escenas secundarias; incluso en aquellas raras ocasiones en que el narrador toma la palabra, cabe preguntarse acerca de su utilidad: por qué interviene ahí, en ese lugar determinado, en esa escena concreta, y qué aporta, si aporta algo, a la comprensión del texto:

«-Está llamando Anne-. Y Anne, con voz susurrante, ahí, sobre el suelo, se extendía a lo largo de la habitación hacia Stella, como el sol, que volvía a entrar derramándose y le aportaba una vida desvaída […]».

En otras ocasiones, en cambio, esas interrupciones de los diálogos -insisto en considerar Jota Erre como una sucesión de diálogos interrumpidos, algunas veces casualmente, otras intencionadamente, pero nunca inocentemente, por algunas descripciones- hacen respirar a la novela, no tanto porque sean necesarias para la comprensión o la ampliación de la información que facilitan las conversaciones de los personajes como para provocar un momento de descanso que, graciosa y discrecionalmente, nos concede el autor:

«[…] y la pluma volvió a moverse, se arqueaba, se mojaba, se detenía para añadir un título a la lista, y el rostro de él se acercaba a una hoja nueva con pentagramas vacíos, los labios lamidos se separaban, se encontraban, se separaban con resoplidos sonoros contra el ruido del papel al rasgarse por encima de la avalancha de las aguas más allá, el goteo a su espalda desd edebajo de las cajas y las Guías Musicales apiladas.»

¿Cómo consigue Gaddis reproducir los ambientes sin poder describirlos? ¿Cómo logra interesar al lector? ¿De qué manera nos acerca a los personajes? Con maestría, indudablemente, con el oficio suficiente para dotar de toda la significación a lo que, en el género novelístico, solo es una parte de la acción, los diálogos, manipulando su forma y su extensión, gestionando las pausas, manejando las interrupciones. Así, hasta producir la sensación de que el lector está espiando conversaciones ajenas. Como el ejemplo de la pianola, omnipresente en la obra del americano y que tan sagazmente ha analizado Javier Avilés, según el cual cabría abrir un análisis del texto según dos varas de medir: por una parte se encontrarían los diálogos sin intervención del narrador, que con su fidelidad estricta y ausencia de errores, pero también carente de matices, podrían representar la parte de reproducción mecánica, anormalmente exacta, como el teclado automático de la pianola; por la otra, las intervenciones del narrador, esas reproducciones matizadas y mediatizadas -ningún narrador cualificado es imparcial y mucho menos inocente-, sujetas a errores pero difícilmente duplicables. La voluntaria falta de contexto contribuye a que no podamos enmarcar la conversación a la que estamos asistiendo y la intencionada falta de ayuda a la comprensión provoca una extrañeza en el lector que, a menudo, no acaba de resolverse ni siquiera cuando nos damos cuenta que se completa la conversación. Extrañeza y desconcierto son, seguramente, dos de las claves metanarrativas que sostienen al arduo trabajo de lectura de Jota Erre.

Frente al minimalismo y a otros enfoques en que la reducción formal es la norma, el estilo de Gaddis actúa por saturación y desvela, quizás, la otra clave metanarrativa de Jota Erre: el ruido. Efectivamente, al ofrecer más datos de los indispensables -uno diría incluso, algunas veces, de los razonables- provoca en el lector la estupefacción de la abundancia, la saturación del contenido, la amplificación del mensaje, modificando no solo el ritmo de comprensión del texto, sino también el propio ritmo de lectura, que debe ralentizarse forzosamente, demorarse, para poder abstraer el sonido del ruido; y es en esta dilación, como en la delectatio morosa de Agustín de Hipona, donde el placer de la lectura alcanza su cumbre.

Contra el tropo de la creación artística como un proceso serio y febril, inefable rastro del concepto de artista concebido y contaminado por el romanticismo, uno tiene la sensación, como en algunas de las piezas del más radical free jazz, de que Gaddis se lo debió pasar bomba escribiendo Jota Erre; primero porque la temática y el modo de tratarla narrativamente son graciosos, pero también porque uno imagina que el proceso de poner a prueba al lector debió provocarle sus buenos ratos. Hace tiempo que ningún libro exigía a este lector el esfuerzo exigido para una lectura consciente de este Jota Erre; pero hace tiempo también que no sentía un esfuerzo de esa intensidad tan ampliamente recompensado. Se trata de un libro difícil, para qué negarlo, pero también luminoso, deslumbrante, maravilloso e imprescindible.

[youtube id=»e3Czd7GwNy4″ width=»620″ height=»350″]

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

1 Comentario

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

La proximidad es también una ilusión

Next Story

Bodei: «Europa es un invitado de piedra en la política mundial»

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield