Una biografía conversada

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¿Otra biografía de Gabo? ¿Un libro más, de los muchos que se han escrito ya sobre el padre de Macondo? ¿Qué podrán esperar de él los gabófilos? La imagen de la cubierta, obra de la fotógrafa barcelonesa Isabel Steva (Colita), no puede ser más sugerente: con oscuras cejas caribes y un bigote de galán del cine mexicano, un Gabriel García Márquez recién arrebatado por el ventarrón de la fama nos mira de soslayo. Dicen que los gendarmes franceses lo confundieron con frecuencia con un argelino y que alguna que otra noche acabó en la comisaría dando explicaciones entre la algarabía incomprensible de un grupo de norteafricanos legítimos. Ahora, bajo ese rostro argelino de rictus sarcástico, que se pone por montera aquella primera edición mítica de Cien años de soledad, hay casi trescientas páginas que conforman una de las biografías más ágiles y polifónicas de cuantas se han escrito hasta la fecha.

Desde el índice, el libro lleva ya implícita la rotunda malicia de un deicidio: Paternostro lo divide, como la propia historia universal, en A.C. y D.C., que no es antes y después de Cristo, sino antes y después de Cien años de soledad, como quien dice antes y después del diluvio. Quizá porque aquella novela tuvo algo de deslumbramiento mesiánico o de fulgor apocalíptico y supo arrebatarle, por fin, a la vieja Europa el centro gravitacional de la literatura. El resto de las páginas desgrana una extraña dramaturgia: contiene la transcripción literal de varias cintas magnetofónicas que la autora grabó para un frustrado trabajo periodístico en la revista Talk.

Silvana Paternostro, nacida en Barranquilla y próxima al círculo de amistades de Gabo, se limita a trenzar los testimonios en la viva voz de sus invitados. Sus recuerdos se entretejen como en aquella larga trenza de Sierva María de Todos los Ángeles, ahondan en las ciénagas de Macondo o regresan a la población de Aracataca, donde la hojarasca de la Compañía Bananera se pudre aún en plena calle desierta, fermentando al calor de las tres de la tarde.

Debate
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Tras una presentación bien medida, la autora se sienta discretamente en el patio de butacas y deja hablar a su aire a los protagonistas. Complacida, divertida, maliciosa a veces, va tejiendo con esas hebras testimoniales un traje a la medida del propio personaje. Muy pocas veces se encuentran costuras o discontinuidades en el hilo de las conversaciones. Es la vieja técnica de los coros griegos, pero recitados, quizá, con cadenciosos aires de cumbia o de vallenato y sustituyendo la sal añeja del Egeo por un toquecito o dos de cayena ardiente del Caribe. Las conversaciones guardan entre líneas toda la frescura del momento en que fueron pronunciadas, con evocaciones nítidas y otras desenfocadas por la labia afilada o por el habla pedregosa de quien agita ya el hielo del tercer whisky y va a pedir el cuarto. Pero todas ellas son reveladoras y van aderezadas con colombianismos deliciosos y sonoros barranquillismos. Como en toda conversación que se precie, no falta el rumbo errático, la contradicción del donde dije diego, la reiteración machacona, la mamadera de gallo, el recuerdo honesto, la nostalgia, el olvido o el rencor.

Muchos de los interlocutores reconocen abiertamente su presencia o su reflejo en las novelas de Gabo, bajo la piel de algún personaje. Reconocen su rastro de sangre en la nieve. O se sorprenden, como Gerald Martin, el biógrafo oficial, el inglés minucioso que quiso sonsacarle quién fue el molde para el patriarca de todos los otoños y Gabo contestó exactamente igual que contestó Flaubert: “El patriarca soy yo; es un autorretrato”. Los testimonios dejan bien a las claras la permeabilidad extraordinaria del escritor a los pequeños acontecimientos cotidianos, muy evidente en Crónica de una muerte anunciada, pero también se ve la meticulosa elaboración que cada personaje exige. Aquí y allá se desgranan pistas deliciosas para conocer quién fue el sosias real de Juvenal Urbino, Aureliano Buendía, Pietro Crespi, Úrsula Iguarán o Nena Daconte.

Libre de censuras, en el capítulo denominado Knockout, Paternostro aclara, por fin, los pormenores de la famosa anécdota del puñetazo que le propinó Vargas Llosa en México, a la entrada del Palacio de Bellas Artes, episodio que ambos nobeles decidieron cubrir con un manto de discreción tan bien urdido que ni los entrevistadores más sagaces pudieron levantar. No desvelaré aquí ni un solo detalle que reste emoción a la sorpresa. Pero quienes deseen un trabajo bien documentado al respecto, deberán acudir a la más reciente obra del periodista Xavi Ayén, Aquellos años del boom, que publicó RBA el pasado mes de mayo.

Por doquier crecen los colombianismos, enredándose en las frases y salpicando la conversación de resonancias caribes: pava (mala suerte), lagarto (invitado inoportuno), pelao (niño pequeño), mamerto (comunista), cachiporro (liberal), cachaco (bogotano) o corroncho (colombiano costeño). Y es esta frescura de las conversaciones la que transporta al lector y le invita a ir más adentro en la espesura de un García Márquez caleidoscópico y múltiple, mosaico de muchos ecos, aroma de muchas esencias.

En su difícil posición de oyente maliciosa, Silvana Paternostro nos enseña a contemplar el tamaño del mito de Gabo -pero desde la distancia del sofá de al lado-, a asombrarnos de sus genialidades, a divertirnos con sus ocurrencias y también a desnudarlo, a veces hasta sin asomo de caridad, del impecable traje de lino blanco de su fama. Nadie mejor para hacerlo que quienes lo conocieron bien y lo trataron antes de que la celebridad “se lo llevara al carajo”, desde antes de que la enfermedad dejara huérfanos a sus lectores y desde mucho antes de que la muerte nos lo devolviera de una vez, vivo ya para siempre.

Juan V. Fernández de la Gala

J.V. Fernández de la Gala (Campillo de Llerena, Badajoz, 1961). Es médico, especializado en antropología forense. Enseña Historia de la Medicina en la Universidad de Cádiz y en cualquier otra parte donde le dejen un micrófono. Últimamente escribe, y con vehemencia malsana, sobre las conexiones entre literatura y enfermedad.

2 Comentarios

  1. La palabra corroncho en Colombia significa persona o cosa de mal gusto, estridente y poco fina. Hay cachachos corronchos y costeños corronchos. Hay camisas corronchas, casas con una decoración corroncha. Ej. Esa camisa es corroncha o si es demasiado corroncha, corronchísima. De allí derivan sustantivos como «corronchería» Ej: Esa fiesta era una corronchería. Déjate de tanta corronchería. La corronchería es algo que abunda en muchos sitios.

    Hay que hacer una salvedad, sin embargo: algunos cachacos (su opuesto es simplemente costeño) utilizan la palabra para designar despectivamente a las personas de la costa norte de Colombia -el caribe colombiano- porque en general éstas son expresivas, espontáneas, bullangueras, fiesteras, deshinhibidas, de hablar alto y expresivo y risa franca, sonora, totalmente opuestas a lo que las personas del interior consideran que debe ser un comportamiento elegante. No obstante, en el interior la usan así por la eterna rivalidad entre estas zonas de idiosincrasia y cultura diferente e incluso como una forma de tomar el pelo a los costeños.

  2. PD. Y cachaco, por cierto, no es sólo bogotano. En la costa atlántica de Colombia, formada por 7 departamentos que se consideran caribeños, existe un dicho que exagera el concepto: «De Montería (capital de Córdoba) pa’llá» (para allá hacia el interior, claro) todo el mundo es cachaco.

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