¡Mi nombre es Fronkonsteen!

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 Frankenstein | Foto: Dani Vázquez | Flickr Commons
Frankenstein | Foto: Dani Vázquez | Flickr Commons

El verano que sí que llegó
A estas alturas del año, cuando ya hemos podido comprobar, quizás mejor padecer, la llegada de uno de los veranos más calurosos del siglo. Es decir, a estas alturas del año del verano que sí que llegó (y vaya si llegó) el libro de William Ospina, El año del verano que nunca llegó (Random House, Barcelona, 2015) ha sido objeto, primero de una calurosa promoción, luego de una fresca lectura, y al final más bien, y en lo que toca a la labor de la crítica, de una tibia acogida.

La relectura pausada de este reciente volumen en Random House, entre el ensayo novelado y la autobiografía, permite, sin embargo, en mi opinión, un juicio algo más cálido; un juicio que, aceptando el estilo escogido por Ospina para revivir el episodio-Diodati, se ocupe en destacar el no poco interés de los 59 breves fragmentos que sobre la fundación de los mitos románticos (El vampiro, Frankenstein) ha hilado un autor propietario de un afán poético semejante al del (casi) doctor Víctor Frankenstein: dar forma a lo exuberante-informe.

¿Casi? Sí, porque hasta donde alcanzamos el bueno de Víctor no terminó jamás sus estudios. ¿Lo exuberante-informe? Sí, porque aunque no resulta posible dejar de admitir que han sido legión los regresos al punto de urdimbre del mito de Mary Shelley, lo cierto es que, como la vida, el material de la carne queda por doquier, más no así el orden. Un afán mejor, entonces, el de Ospina, un afán superador, por decirlo así, pues a diferencia de Víctor Frankenstein, científico atormentado y curioso, el escritor colombiano ha intentado no sólo elevar los pedazos de carne a la categoría de criatura sino también procurarle al monstruo una niñez.

En lo que sigue, frente al ánimo conciliador de las partes con que operó el joven hacedor de humanoides, dividiré esta crítica en tres: sobre el autor y el perverso efecto de la promoción, sobre la trama y la última filiación de la criatura, sobre la debatida forma de El año del verano que nunca llegó.

De la promoción del título y del autor
Efectivamente, en primer lugar cabe recordar que la promoción del último libro de Ospina fue tan generosa como efectiva. El escritor colombiano William Ospina (Padua, 1954) no es precisamente un desconocido: Premio Rómulo Gallegos 2009 por El país de la canela, Ospina había obtenido antes el Premio Nacional de Ensayo 1982, el Premio Nacional de Poesía 1992 o el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003. Además, la socialmente comprometida imagen de Ospina resulta siempre de una actualidad inter-sistemática, por decirlo en los complejos términos de Luhman, que resulta tanto de su estupenda producción ensayística, como de su activismo político, como de su constancia en echar luz sobre las páginas más negras de la historia, como de su presencia social, como de su siempre-estar, en fin, en las páginas dedicadas a la literatura en periódicos y conocidos medios de comunicación como El Espectador, la revista literaria Número (de la que es socio fundador) o la columna semanal que mantiene en Revista Cromos.

Sí, William Ospina es, en la actualidad, uno de los ensayistas, novelistas y poetas en castellano mejor situados lo que, resulta posible verlo así, puede haberle procurado una cierta libertad temática cercana al capricho o al niño enfermo de Goethe (ese a quien «se le da todo lo que pide»). La excursión a Villa Diodati es, en palabras del autor, «fruto de una obsesión» quizás, y aunque esto no lo haya dicho él, de un deseo inconsciente (como los auténticos deseos) de regresar a esa infancia en la que de acuerdo con el poema de Shelley de niños buscábamos fantasmas… pero enseguida volveremos a esta cuestión. De su vertiente ensayística, la de Ospina, destacan ¿Dónde está la franja amarilla?  (1997), Las auroras de sangre (1999) o Los nuevos centros de la esfera (2001). Cambiando de registro, Ursúa (2005), la ya citada El país de la canela (2009) o La serpiente sin ojos (2012) constituyen una aportación a ese género que en la modernidad concibieron Rabelais, Cervantes o Lawrence Sterne. Hilo de Arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (1992) o ¿Con quién habla Virginia caminado hacia al agua? (1999) constituyen, por su parte, poemarios de un impulso lírico que apenas retenido en su prosa permitía aunar en versos libres la libertad emocional con la que el autor se había movido físicamente por el mundo y que, dicho con ánimo de avanzar, está presente en la estructura formal aquí escogida.

Por último, en relación con tanta y tan cálida promoción (promoción meta-veraniega y con esto abandonamos el juego con el solsticio de su último título) Ospina tiene detrás de sí otros sólidos avales que suponen, de un lado su labor de traductor, de otro su familiaridad con el inagotable objeto del libro publicado por Random House: Ospina ya ha tenido oportunidad de dar a conocer en sólidos estudios su dibujo de figuras góticas, románticas o simplemente poéticas como las de Lord Byron, Emily Dickinson o Edgar Allan Poe.

Sí, Ospina, es un escritor acreditado, versátil, cosmopolita y esa fama explica, si no justifica la promoción del título que nos ocupa. También cierta decepción que podría provenir del contraste entre los grandes anuncios de la aparición de este volumen y lo que es un objeto literario (metaliterario si se quiere) notable más no sobresaliente. Escritor cosmopolita, el rasgo de la itinerancia queda bien reflejado en la novela que reseñamos, al punto de constituir un hilo temático pero también, para bien o para mal, el marco formal de El año del verano que nunca llegó. Para mal, en un cierto exceso de ortodoxia del viajar y del conocer (frente a la naturaleza siempre azarosa del tipo de pesquisa detectivesca que ha de ver con monstruos y cadáveres) para bien, en la suerte de cartabón robusto que constituye, al fin y al cabo, el formato literario de la historia. Queda remarcada en el comienzo que, como se ha coincidido con razón en señalar, es de lo mejor de este volumen. Un título que cuenta unos hechos bien conocidos. Sigamos por ahí.

La trama: romántica gestación de las criaturas

Literaturas Random
Literaturas Random House

El año arranca de forma modélica y proto-globalizadora, con los efectos de la erupción de un volcán en Indonesia, a mediados de 1815 concatenados por medio planeta. A partir de ahí, el autor hila una serie de hechos históricos, personales y literarios que tienen como eje central uno de los encuentros míticos de la historia de la literatura, el verano del año siguiente, en el corazón de Europa, junto al lago Lemán, de un grupo de jóvenes cargados de poesía y de cadenas (filiales y sentimentales) que los mantenían unidos entre sí:

«De Mary Wollstonecraft pasé a Shelley, de Shelley a Byron, de Byron a Polidori, de Polidori a Villa Diodati, y a medianoche estaba leyendo sobre El paraíso perdido y sobre la visita que hizo Milton en 1638 a Galileo Galilei en Italia. En los días siguientes me interesé por la isla de Sumbawa, y por el contrahecho monte Tambora (…). Me sorprendió que un volcán a mediados de 1815, en Indonesia hubiera sido una de las causas eficientes del nacimiento en Occidente de la moderna leyenda del vampiro y de la pesadilla del ser viviente hecho con cadáveres.»

Sí, la trama avanza de los mares del Sur, la cólera de la India o las inundaciones del Yangtsé, a la Villa Diodati donde coincidieron unos días de un junio tormentoso, Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Godwin, John William Polidori, Claire Clairmont y de distinta forma la condesa Potocka y Matthew Lewis. Pronto, como en un complot sofisticado, otros personajes históricos, otros tiempos y muchas latitudes se unen al tejido de lo narrado: La vida de Byron de André Maurois, Buenos Aires, una charla sobre Borges en Ginebra, las Memorias de los últimos días de Byron y Shelley, libro de Trawleney que Andrés Gómez regala con complicidad novelesca al autor en Bogotá; las primeras visita en la moderna y plutocrática Suiza a la Villa Diodati, las pesquisas sobre el turbulento linaje, la ambigua y vampírica personalidad de Byron, su aún más ambigua amistad con Polidori; la Phantasmagoriana, volumen de historias alemanas de fantasmas; los ecos de las revoluciones entre siglos… Pronto el desencanto de un escritor nostálgico (Ospina) que comprueba (porque no le es dado dejar jamás de comprobarlo más tarde o más temprano a los que viajan) el desencanto del mundo tal como lo describió Max Weber, el contraste entre el presente detenido y el pasado en movimiento:

«(…) Avanzamos por el sendero de piedra triturada hasta las puertas de Villa Diodati donde un caballero cortés de unos 70 años nos esperaba (…). Me pregunté si desde la ventana seguiría nuestro paseo por los prados, pero no vi ningún movimiento tras esos cristales donde hace dos siglos los huéspedes ingleses espiaban las mutaciones de un verano tenebroso.»

Aunque el libro no avanza precisamente por ahí. En lugar de profundizar en el desencanto, en la esperanzadora soledad (hoy) de los monstruoso, en la distopía bioética, en la ontológica imposibilidad del viaje (término de la historia donde confluye el escándalo de los tres mundos con el pensamiento único), en lugar de buscar en la retórica el abandono, Ospina va al encuentro de la continuidad y de lo universal. Se alternan aquí junto a pasajes sugerentes, algunos lugares comunes. Y la componenda sufre algún momento de desmayo, posiblemente ligada al tono más bien monocorde que el autor ha escogido para todo el relato. Con todo, pronto encuentra la trama lo que constituye en mi opinión uno de sus puntos de mayor interés: el reconocimiento que hace Ospina a la imprescindible labor en la gran urdimbre de una mujer sin obra, la correspondencia valientemente iniciada con Byron por Clara Clairmont, hermanastra de Mary, Bartleby improbable y auténtico nudo Stevedore de la cábala. Clara se perfila, muy bien en el texto de Ospina, como un hilo, quizás mejor como una corriente eléctrica de sacudidas caprichosas pero continuas. Es por ella que todo confluye o viene a suceder. También, al fin y al cabo, este libro.

Luego, varios fragmentos destacables: de nuevo Ginebra donde un Borges adolescente lee por primera vez El gólem de Meyrink, otra criatura inerte como la de Mary cobrando vida, metáforas desconcertantes, pesadillas de la razón, sueño de inmortalidad profana y certeza de muerte –la tensión del romanticismo con la racionalidad recorre el libro–; inventario de otros nudos de la misma cuerda, cierta profundización en el “pobre Polidori”, ya un epíteto acuñado por Byron, la leyenda de las tempranas muertes de los reunidos en Villa Diodati: Matthew Lewis, autor de la estupenda novela gótica El monje, fallece un año después de su paso por la casa junto al Lemán, de fiebre amarilla, en mitad del Atlántico, Polidori se quitó la vida cinco años después; Shelley seis años más tarde tras una misteriosa cadena de azares en la bahía de La Spezia, Byron, dos después que Shelley en las marismas de Missolonghi. Partes de mucho interés, aquí no importa que sean irregulares ¡también lo eran las partes del humanoide!, pasajes estupendos por parte de William Ospina, trozos de vida del escritor, algunos fragmentos de metaliteratura (entre lo más destacable del volumen), trozos de poesía del yo (entre lo que mayor voluntad del lector requiere de la obra).

«Y mientras aguardaba al monstruo concluí que Suiza era el país perfecto para las pesadillas de Füssli y para la chispa incendiaria de Rousseau, para la sonrisa regicida de Voltaire, para los laberintos espaciales de Joyce y para los laberintos mentales de Borges; que en cada rincón de aquellas montañas parece posible la rosa que resurge de la ceniza en las manos de Paracelso.»

Pero dijimos que una parte mejor de la novela es la dedicada a Clara Clairmont: es aquí donde, junto con el reconocimiento de la importancia decisiva de la escritora sin obra, maneja Ospina inteligentemente la órbita-Clairmont: las figuras de los hermanos Grimm, Jacob contándole el germen de la historia a la madrasta traductora y segunda esposa de Godwin: semilla de Frankenstein. De ahí a Los papeles de Aspern el relato de Henry James que la evoca. De nuevo el viaje, versos de Browning, Goethe, prosaica política en Argentina, presencia de un Byron en Malvinas, deídica figura de Mary Wollstonecraft, Notre Dame, la luna en el cementerio de los ingleses o la tumba romana de Keats. Entre digresiones –de Milton a García Márquez– se profundiza de forma agradable para el lector interesado, en la amistad Byron-Shelley o en la relación entre Mary Wollstonecraft (la madre) y William Blake. ¿Otros miembros de algunos muertos? Shakespeare, Coleridge y Miguel Ángel, Notre Dame, todos los poetas (de Wordsworth a Holderlin) mucha literatura y al final los caracteres universales, tendencias que nos alcanzan como una ola en la orilla de la playa. Parte, pues, también nosotros de la compleja naturaleza de la arcilla y el conjuro: el humanoide de Mary y la última creación de Ospina.

«Quizás este ciclo prueba que el mundo de comienzos del siglo XXI no ha podido escapar a la gravitación del Romanticismo, que la tiniebla que combatimos y amamos es aún la tiniebla que combatimos y amamos es aún la niebla que combatieron los hijos de la Ilustración y cantaron los Himnos a la noche del joven Novalis. Quizás prueba que el espacio que vertiginosamente recorremos es todavía el mismo que mide el compás de Newton en un grabado de William Blake, y el que pobló de asechanza y zozobra la pluma de Piranesi; que la belleza que ansiamos y la monstruosidad que tememos son las que ya invocan las brujas de Macbeth; que estos sueños acaballados sobre nuestros vientres son los del suizo Füssli, que nuestros designios políticos son todavía los de Godwin, que nuestra rebelión es todavía la de Mary Wollstonecraft, la madre, que caminaba con el vientre grávido entre el humo de las barricadas; que nuestra religión puede ser la de Shelley; que nuestras culpas son aún las de Byron; que Mary la hija puede darnos todavía una lección de heroísmo mental; que aún nos persigue la angustia de Polidori, la desesperación de William Beckford y la indignación de Matthew Lewis; que estas ciudades desveladas no conseguirán huir de la noche triple y que nuestra nostalgia es la misma de la vieja señora Bordereu, sola con sus fantasmas de papel en un vacío palacio veneciano».

Trazado informe y sin embargo muy formal de la criatura
Entre la recreación de hechos históricos y el camino del escritor para descubrirlos, Ospina no omite el fracaso de algunas pesquisas. En todo caso, el tema-Diodati no es un macguffin. No se pierde por ahí. El año del verano que nunca llegó parece exactamente la historia que el escritor ha querido contar. Y en muchos puntos, uno cree que le ha dado una forma afín a lo que cuenta: estilo recargado y en algún punto enfebrecido. No creo que el recargo le haga daño a esta falsa novela. Más bien podría afirmarse que los 59 fragmentos en los que Ospina ha desmembrado a su criatura constituyen en muchos momentos un gólem fascinante: anécdotas, confesiones, anhelos, erudición contenida y posiblemente algún exceso de lirismo; con todo la trama discurre canónica como la investigación que tantos escritores han querido realizar. Una curiosidad –la del escritor– jalonada por hallazgos y conexiones, vivencias y azares: globalización decimonónica y un estado, el de Ospina, muchas veces inspirado.

Aunque, en algún punto, a uno no puede dejar de parecerle que el cosmopolitismo, el lenguaje universal de la novela constituya una excepción y el arraigo se presenta por parte de Ospina como lo natural (véanse las páginas dedicadas a Colombia), aunque es cierto también que la tensión (la alta tensión) no llega del todo a conseguirse -para ello se hubiera necesitado el contraste y El año del verano que nunca llegó mantiene una temperatura uniforme-, aunque son aceptable algunos reparos a la retórica escogida, con todo ello o a pesar de todo ello, el  interés de este obra parece perfectamente justificado. Apuntaremos algo sobre el desaprovechado blindaje del humor un poco más abajo.

Esto es, en muchos puntos, el exceso de temperatura de la obra resulta coherente y el movimiento físico de creados y cartero, por decirlo con los términos de George Steiner, no constituye una excursión inmotivada. Creo que el autor se mueve sobre un terreno bien conocido por él: la coexistencia de la belleza y del horror en el espantoso marco de la conquista pero también en la actualidad de Sudamérica, son todos temas de su prolífica dimensión de ensayista. Las críticas que ha suscitado el vuelo de su retórica más recargada pueden atemperarse si retenemos que la novela gótica, el romanticismo o Byron (temas todos que Ospina ya ha tratado) admiten perfectamente estos extremos.

En todo caso, en el más general y fascinante proyecto de disolución de los géneros en los que se inscribe nuestro título, uno casi se atrevería a señalar que lo que falta en esta obra, más que el tipo de subidas y bajadas de la tensión eléctrica que da nacimiento a los monstruos, lo que falta en la obra, decíamos, no es la tensión es… el contraste. Posiblemente el humor. El humor que todo lo blinda y lo protege. Hay un humor, que no es desdoro, un humor que ni siquiera quita romanticismo a nuestro asunto; lo aligera del peso de la frase perfecta y lo asemeja a una grieta en el texto, a un aforismo. Por ejemplo, y por no acabar de salir del eje temático del monstruo y del vampiro: El baile de los vampiros de Roman Polanski (otro ser perseguido, por cierto, por la naturaleza monstruosa de los hombres) o esa excepción en el gusto dudoso de Mel Brooks que fue la cuidada y admirativa Young Frankenstein de la que hemos extirpado el rótulo de esta reseña.

Uno le ha dado vueltas a lo que se echa aquí de menos, y es, efectivamente, el contraste. Las subidas y bajadas de la tensión. Posiblemente ese arritmia que proporciona el humor. Quizás no necesariamente el humor, a lo mejor bastaría solo el contraste: es variada (y conocida) la diversidad de tonos que admiten los caracteres de Villa-Diodati: filiales (los Hijos sin hijos de Vila-Matas); sexuales (toda la imaginería Hammer); de género: desde el clásico de Sheridan Le Fanu a los tonos policromáticos que recogieron recientemente Greenberg y Waugh en Valdemar: Vampiras. Antología de relatos sobre mujeres vampiros… Llegamos al final.

Final
Concluimos: el último libro de William Ospina sin ser sobresaliente sí contiene elementos de notable interés. De un interés especial cifrado en la constatación del inagotable poder de seducción de un meta-relato. Es cierto que son legión las crónicas sobre la urdimbre de una ficción que a muchos (los que estamos con todos los vampiros contra todos los Van Helsings del mundo) nos fascinó bien temprano. Uno mismo aún ensueña para dormir que se transforma en monstruo: ahora Drácula refugiado en la opacidad de su féretro fuera del alcance del enjuto Peter Cushing (los sueños se proyectan en nuestra cabeza como films) pero también fuera del alcance de la televisión veraniega del vecino, ahora el Minotauro cerrando los ojos como cierra el horizonte el cuadro de Watts; ahora el monstruo de Frankenstein, hundiendo pesadamente los pies prestados en el Ártico (tratando rítmicamente de dormir.) Todos hemos ensoñado alguna vez, como en el tema de Mogwai ser un hombre lobo o una leyenda al margen de las tallas y las modas, un… Robert Neville. Siempre recuerdo un texto del filósofo Savater (lúcido reivindicador de monstruos). Un texto que terminaba así:

«Turbio es el día y rara la noche, pródiga en susurros inquietantes: nos sentamos en la butaca con el libro de furia y temblor en una mano, mientras con la otra acariciamos la cabeza peluda del perro a nuestro lado… hasta que de pronto recordamos que no tenemos perro.»

Dicho de otra forma, con el poeta pero también tejedor de microlitos, Paul Celan: sólo el incomprendido comprende a los otros.

Sí, hemos echado algo en falta, y eso que estos años habíamos disfrutado el profuso afán compilatorio filo-vampírico en muchos tomos, desde la antología de El vampiro de Jacobo Siruela a las de Emili Olcina, Antonio José Navarro o Verónica Ortiz. El universo Frankensteniano también se expande, así y por citar sólo algunos muy recientes, los autómatas ilustres que recopilaron en Impedimenta, Sonia Bueno Gómez Tejedor y Marta Peirano (El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres). El tema nos apasiona (uno tiene en su dormitorio el retrato de ave de Mary Godwin Wollstonecraft Shelley) y el libro de Ospina empuja, es la verdad, este entusiasmo.

Con todo en lugar de ponernos el film de Gonzalo Suárez Remando al viento, quizás la ausencia más ensordecedora, en lugar de ver la inteligente forma en que este otro director-escritor captó el funesto destino de los habitantes de Villa Diodati, con todo, decía, al acabar de disfrutar (entre distintos sudores veraniegos y aire acondicionado) El año del verano que nunca llegó, fuimos a que nos diera el más natural aire de brisa de la risa. Quizás porque en el libro de Ospina se cita a Rutger Hauer como un gólem moribundo en Blade Runner, uno se fue al cine. Nos volvimos a reír con el principio de El jovencito Frankenstein cuando el personaje interpretado por Gene Wilder reniega en clase de su lustroso apellido ¡Mi nombre es Fronkonsteen! Ante tanta grandeza que describe el libro de Ospina fuimos, en realidad, en busca de lo pequeño (incluso el film de Gonzalo Suárez encontró en su pequeñez la grandeza que el tiempo le ha otorgado). Leímos poesía (el «Shelley´s Skylark» de Thomas Hardy) nos pusimos rock y pop: las interpretaciones menos épicas de The Chameleons, Sad lovers & giants, la obsesión temática por lo monstruosos de Roky Erikson («I think of Demons»). El ánimo de Ospina estaba, hay que reconocerlo así, perfectamente contagiado.

Ensayo contagioso, quizás menos en el costado de digresión autobiográfica. Una investigación sencilla, en todo caso, no una tesis, más bien una tesina pero que echa una luz (una luz cenital) sobre el tipo de episodio que hace hermosa la historia de los hombres. Creo que la literatura de Ospina tiene que ver con el asombro aunque uno haya echado de menos aquí el asombro arrítmico, alucinado y sorprendente. El libro seduce y gana sin sorpresas como seduce y gana quien enseña las cartas ganadoras de forma abierta. Es cierto –así lo advirtió Baudelaire– que la extravagancia no puede ser fría ni deliberada pero es aún más cierto que en este libro, aunque a muchos nos habría agradado descubrirla, apenas hay espacio para la extrañeza. Tampoco hay distopía como en la post-prometeica isla de Wells y de Moreau. Quizás no le haga falta nada de eso. ¿Dónde colocaremos este tomo? No en la sección de terror, desde luego. Quizás con los de Steiner…

Un libro más ortodoxo que alucinado: se ha buscado al hombre en el monstruo, y lo mejor y lo peor que se puede decir de él es que lo ha encontrado.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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