Foto: CodeCondo | Pixabay Commons

Relatos que inventan destinos

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Hay autoras que nos seducen irremediablemente por su obra en conjunto, por la sensibilidad y los pasos afines con que nos guían en sus búsquedas. Es el caso de la obra de la irlandesa Edna O’Brien (1930) así como la de la italiana Elena Ferrante (1943): desde entornos tan diferentes como hermanados, el de la Irlanda rural y el del suburbio napolitano, ambas dibujan en su obra un fresco apasionante en que se conjuga la lucha de la mujer por desarrollarse en sí misma, más allá de cualquier límite, en la pasión y la vida cotidiana, y el afán por realizar una obra.

Errata Naturae

Empecemos por lo más explícito: recientemente se ha publicado Chica de campo, por Errata Naturae (editorial introductora de la autora en España) las memorias de Edna O’Brien a sus ochenta años, un libro crepuscular y apasionado, que arroja luz a la obra de la irlandesa, y a la vez aporta algo de incalculable valor: el relato del destino de una mujer que luchó por realizar su obra a pesar de los pesares. Más allá de las estrecheces de su pueblo natal, del oscuro reinado de las monjas, de las borracheras de su padre, de los terrores morales inculcados por su madre. Más allá también de las garras de un marido que desea a su lado una esposa-niña pero no una mujer que sea aclamada como escritora más que él mismo.

Sorprenderá la escenografía variada en que se mueven las vivencias de la autora, los periplos en su vida londinense en pos de su libertad no exenta de maternidad, por la que combate. Su segunda vida neoyorkina, la que retoma a temporadas y que la lleva a conocer a Normal Mailer, Arthur Miller, Jackie Onassis y tantos otros. El ahínco por hallar el amor, y la dificultad por encontrar a un hombre al que le una la pasión y también el compañerismo. El inicio del atardecer de su vida, con la mezcla de serenidad y melancolía que conlleva, los límites cada vez más borrosos entre el presente y el pasado, la certeza de que no habrá más pasiones que la conmuevan y desestabilicen, pero sí habrá más literatura.

Precisamente hace un año Errata Naturae publicaba la novela de O’Brien Un lugar pagano que reflejaba la infancia y la iniciación a la vida en la conciencia de una muchacha de un pueblo irlandés. En una segunda persona perturbadora y una sintaxis seca y a la vez diáfana, que no hay palabra que no admita nombrar ni adjetivo que no dibuje los perfiles de ese mundo, O’Brien nos relata lo brutal de la iniciación a la sexualidad en comunidades acorazadas por la religiosidad, como la de su lugar de origen. Allí si una chica quedaba embarazada podía sucumbir al juicio de un pueblo entero o al conchabamiento de sus padres con el médico o a una brutal paliza. Otra podía confundir el deseo de amor y pureza con la admiración por un párroco joven de oscuros deseos transmutados en su hábito. Se nos describirá con crudeza las trampas que la situación impone a algunas chicas ansiosas de erotismo.

Y al final entendemos por qué la novela se llama contradictoriamente Un lugar pagano, porque si bien el catolicismo impregna las convenciones sociales de la población, en realidad la potencia de la naturaleza circundante, de la búsqueda erótica, se despliega con una fuerza mayor a los condicionantes coercitivos del lugar de origen, sumiendo a algunas muchachas en un terrible destino al huir a veces a marchas forzadas con el primer tren que puede alejarles de allí. Asimismo, unas vivencias semejantes a las andanzas juveniles iniciáticas de la autora, en su lado menos complaciente y poblado de claroscuros hemos podido leer en su trilogía Las chicas del campo, donde seguíamos los destinos de dos amigas que huyen de su población natal en pos de una identidad moderna y cosmopolita, para luego acabar en unos matrimonios desdichados y en un Londres siniestro, relatos que sobrecogen en su ironía trágica.

Habíamos también podido leer asimismo unos meses atrás A la intemperie de Rosamond Lehmann (Buckinghamshire, Inglaterra, 1901- Londres, 1990), una de las figuras menos conocidas relacionadas con el Bloomsbury, publicada también en castellano por Errata, continuación de Invitación al baile y nos había dejado una sensación agridulce similar a la de los textos de Edna O’Brien: novelas que relatan el transcurso de una vida bohemia, preñada de expectativas, y el posterior encuentro con un hombre casado y la vida que aquí se inicia de pasión, de tumulto, sumergiéndonos en todas las contradicciones del personaje principal, cuya sintaxis oscilante es portadora de toda la volubilidad del ser en que se mueve el personaje. En este caso lo íntimo del relato es sabiamente transpuesto a través de una tercera persona que mueve a la compasión y también a la distancia, puesto que a cada página va quedando más en evidencia de qué manera se corporeiza en la protagonista el destino de cazador cazado.

La pasión por la que se deja transportar la protagonista pretende ser una consecuencia más del camino de libertad y autenticidad de la joven, pero pronto el lector observa que se trata de una vulgar pasión estéril, fruto del engaño y que conduce a lo contrario, a la dependencia sin sentido y a la ausencia de libertad interior…un destino ciertamente cruel en que se deja atrapar Olivia, que precisamente era la joven más cerebral y orgullosa de su independencia moral en la novela anterior, Invitación al baile. De algún modo el destino dibujado en las novelas de Rosamond Lehmann vendría a ser el negativo del relato autobiográfico de O’Brien, de un modo similar a Chicas felizmente casadas, tercer volumen de la trilogía de la irlandesa; esto es: la mujer que se quiere libre, que desea inventarse un destino, que en su primera juventud se fragua una identidad de autosuperación no exenta de soberbia, pero que después sucumbe a la peor dependencia emocional respecto a un hombre, y de repente ya nada más que eso parece importarle. La prosa de Lehmann, en su monólogo interior y su aparente inocencia, resulta a ratos subyugadora y otras revuelve la sangre, tan flagrante es la autocondena que la protagonista se inflige.

Lumen

Todas dichas contradicciones se hacen también explícitas en la monumental tetralogía de Ferrante, Dos amigas (publicada en castellano en Lumen entre 2012 y 2014) donde hemos podido leer los complejos destinos de Elena Greco y Lila Cerullo desde la infancia hasta la vejez, en una prosa muy fluida que entrevera pasajes descriptivos evocadores de tiempos y ambientes, retahílas de pensamientos que caracterizan muy bien al personaje, escenas de gran agilidad que nos hacen vivir la historia prácticamente como una película. (No resulta extraño que HBO la haya transformado en serie). Ambas mujeres, como las heroínas de O’Brien o Lehmann, pugnan por revertir desde su infancia (en La amiga estupenda) todos los prejuicios reinantes sobre el rol de la mujer, que debe tener buena reputación, ocuparse en tareas prácticas y buscar un marido; la inteligencia, astucia, voluntad de estudio y de salir de toda estrechez de miras permiten a ambas mantener una distancia con el entorno mientras construyen su espacio y calibran la huida.

Más tarde, Elena, se evadirá de su Nápoles natal y de cualquier matrimonio precipitado o profesión ninguneadora, para desarrollarse con el arma del estudio y cambiará su residencia por el norte, mientras que Lilla se quedará en su lugar de origen y se casará joven y trabajará como se le es supuesto, con todo el amargo descubrimiento que ello le supondrá, como leemos en la segunda parte Un mal nombre. Ahora bien, los demonios y las dudas sobre el destino elegido surgen a ambas en diferentes momentos, y las deudas de los caprichos de la carne aparecen antes o después, como leeremos en Las deudas del cuerpo, tomo donde es más evidente que nunca la ambivalencia moral que se transpira en ambas mujeres, que aparecen como legitimadas por la novela de manera alterna según qué fase de la vida se narre.

Huelga decir que en el caso de ambas la iniciación sexual, como sucedía en las autoras antes comentadas, no corre pareja a la iniciación erótica. Hay un deseo de amar, de experimentar con las emociones y el cuerpo, pero la violencia que reciben en sus primeros escarceos no corresponde a la supuesta adoración que su juventud provoca, y no es sino más adelante que ambas logran algún instante donde emoción y pasión física se corresponden. Ahora bien, (y aquí uno de los mayores logros de Ferrante, más allá de la trama vigorosa que nos mantiene en vilo): ¿en cuál de las dos mujeres reside en realidad una libertad moral más profunda?

Aparentemente la heroína con la que el lector tiende a identificarse es Elena, en primer lugar porque es la protagonista principal y narradora, y de cuyos pensamientos y motivaciones tenemos siempre constancia: tal y como ella va desvelando, la acompañamos en su voluntad de hacerse a ella misma, de convertirse en estudiosa y en escritora. Es la cerebral, la intelectual, la que siempre tiende a reaccionar de la manera más sensata o sosegada y trata de limar asperezas en su entorno y en su vida, aún a costa de reprimir algunas de sus pulsiones más recurrentes. Lilla en cambio, en un primer momento parece visceral, irracional, de motivaciones incomprensibles, y de hecho es el personaje que siempre permanece en parte en la sombra, pues solo tenemos de ella la perspectiva de Elena. ¿Es Lilla alguien tan irreflexivo y poco ambicioso respecto a su destino, como en algún momento pudiera parecerlo? ¿O simplemente se trata del perfil que deja entrever, y en su interior se halla una reserva de fortaleza inagotable? ¿Y no es ella la más dispuesta a cambiar de trabajo, de residencia, de pareja, reinventarse de nuevo cuantas veces haga falta, y formarse de manera libre y autodidacta, mientras que Elena, por más que viaje, que escriba, que sea una conocida activista feminista, no logrará borrar de su mente los lazos perennes con su Nápoles natal -con cuantos sentimientos de culpa ello suponga- ni tampoco la idolatría por un tipo de hombre, por el cual estaría dispuesta a tirarlo todo por la borda?

Hasta la propia Lilla no logra entender cómo Elena, que ha llegado a ser «alguien», es capaz de sucumbir a esa suerte de espejismo de enamoramiento tardío con el mismo ímpetu de la adolescencia. Las contradicciones y contrastes entre ambas mujeres, de hecho, sintetizan las paradojas que anidan en el seno de un buen número de mujeres: la necesidad de construirse como persona, como individuo, como creadora, y a la vez el deseo de conciliarse con el origen, o quedarse en la zona de confort valorando las necesidades pragmáticas y morales ligadas a la familia; el equilibrio entre el respeto a los propios deseos y a la propia persona; la dificultad de compaginar su vocación con el cuidado maternal que no fagocite toda su existencia.

Al final no queda claro si lo más conveniente es intentar realizar su destino desde dentro de los condicionantes y las dificultades, o más bien cambiar de lugar de residencia, (aunque la ciudad de infancia siempre nos acompaña) o simplemente desaparecer, dejar de ser para todo cuanto nos condiciona y nos hace daño. Ciertamente hay una sensación de pérdida grande al final del último volumen, La niña perdida, si bien la pérdida puede ser la de las proyecciones y la esencia de lo que fuimos en la infancia o todo aquello que fue asolado por las vicisitudes de la existencia.

En cualquier caso, hay destinos de mujer que llaman a ser contados, y que gozan de abundantes lectores deseosos de leerlos, como se ha visto en el caso del clamoroso éxito de la saga Ferrante; sobre todo cuando la narración se centra en el abismo de la esencia de ser mujer con todas sus contradicciones y luchas. Se está contando, se está reescribiendo o traduciendo (imprescindibles también las arriesgadas voces de Vivian Gornick, Mary Karr y Angelika Schrobsdorff, desde el memorialismo y la semificción, publicadas recientemente en castellano, entre tantas otras) y aún tiene que contarse y leerse esta historia: la de la mujer que no ceja en sus deseos de pasión sin que ello deba suponer renuncia, que tampoco niega su voluntad de crear ni de ser madre, y la dificultad de conjugar todo ello en un mismo destino, y conciliándose con el destino de origen.

Alguien podría argüir que se trata de una historia ya contada de otro siglo, pero en realidad aún se está escribiendo la lucha titánica que ello supone: las rudezas de la iniciación sexual, las contradicciones que la libertad acarrea, la pugna entre razón y sentimientos, la voluntad de acero que requiere llegar a conciliar todas las facetas de su existencia en armonía con una misma, con o sin pareja al lado. Y evidentemente no se trata solo de proclamar que la mujer pueda trabajar, pueda escribir, pueda ser tratada aparentemente como igual. Se trata de que su destino no se dé por supuesto, que lo elija cada persona y cada día, que una mujer pueda merecerse todo lo que se proponga sin tener que pedir perdón por ello, con la misma naturalidad con que un personaje masculino lo haría, que raramente estará pendiente del fardo de su educación, ni del ninguneo de su pareja, ni del tiempo infinito devorado por el cuidado de sus hijos.

Nunca se recordará bastante la consigna de Simone de Beauvoir «no se nace mujer, se llega a serlo». Y algunas lecturas pueden ayudarnos a visualizar cómo nos conviene o no nos conviene llegar a ser mujer, y nos recuerdan la importancia de «maximizar las posibilidades de vivir la vida», puesto que «nos perdemos en lo que leemos, solo para regresar a nosotros mismos, transformados y parte de un mundo más expansivo», como ha dicho más recientemente Judith Butler.

Isabel Verdú

Isabel Verdú Arnal (Logroño, 1976) es licenciada en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura. Ha publicado diversos artículos académicos en torno a la obra de Enrique Vila-Matas. Colabora en el Suplemento 'Artes y Letras' del Heraldo de Aragón. Ha participado en la antología de relatos 'Uno más ocho' y en 'Ixquic. Antología internacional de poesía feminista'. Es autora de la novela 'La piel de Irlanda' (Verbum, 2018). Mantiene un blog, 'De preludio y fuga'.

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