Pierre François Lacenaire | Litografía de Pierre Junca | WikiMedia Commons

Memorias de un poeta asesino

Pierre François Lacenaire representa el ideal de criminal romántico burgués que sirvió de inspiración a Dostoievski, Baudelaire o Victor Hugo

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Pierre François Lacenaire | Litografía de Pierre Junca | WikiMedia Commons

Pierre-François Lacenaire representa, a la mirada contemporánea, el prototipo del criminal romántico burgués, un nuevo patrón de delincuente cualitativamente distinto del usual en tiempos de la Revolución y del bonapartismo. Lacenaire es el asesino ilustrado, el criminal que delinque como resultado del tratamiento racional de la posibilidad del delito. No existen necesidades perentorias que le obliguen, ni un ambiente que le encamine hacia la delincuencia, ni tampoco una predisposición morfológica -la frenología se encontraba en su apogeo e hizo de Lacenaire objeto y demostración de sus hipótesis- para el crimen.

«Pero quiero ser generoso al morir, y, para evitar a la academia disertaciones sin fin y, tal vez, incluso (aunque sea poco susceptible al respecto) reflexiones impertinentes sobre la relación de mi glándula pineal con mi inteligencia, así como de las prominencias de mi cráneo con mis apetitos violentos, me dispongo yo, muy vivo aún, sano de cuerpo y espíritu, a hacer mi autopsia y la disección de mi cerebro con mis propias manos. Espero que como recompensa por este sacrificio tendrán a bien, después de mi deceso, no esparcir mis miembros por sus anfiteatros y dejarlos tranquilamente en su agujero para que se encuentren al alcance cuando llegue el momento de reunirse en el gran día de la resurrección.»

La venganza, al igual que el resto de impulsos asesinos, es un mal asunto si no puede materializarse; provoca un estado de agitación interior que, al no ofrecérsele salida, corroe el entendimiento y puede desviar su camino hacia objetivos equivocados y con una intensidad desproporcionada.

El primer paso en la escalada criminal lo sitúa Lacenaire en su familia: su padre es un meapilas reaccionario, ignorante, palurdo, avaro, y rastrero con los poderosos:

«[…] He visto siempre a mi padre como el defensor más acérrimo y el menos ilustrado, a decir verdad, de la aristocracia y del clero, y el antagonista más obcecado e impetuoso de todos aquellos que osaban denigrarlos No creo que fuera muy osado si dijera que habría firmado de buena fe la condena a muerte de todos ellos, ¡tan injusta y bárbara vuelve el fanatismo religioso y político a la gente!».

Su madre, en cambio, es lo contrario del padre: virtuosa, resignada, comprensiva, indulgente, casada a los dieciocho con un hombre de cuarenta y siete; su único defecto, dejar la educación de sus hijos en manos de su marido:

«No he conocido nunca a una mujer más sinceramente devota sin beatería, ni más profundamente virtuosa sin mojigatería, ni más sensible a las penas de los otros, ni más indulgente con sus defectos, ni más resignada en sus propios sufrimientos, que siempre disimuló, en la medida de lo posible, a aquel que se los propiciara toda su vida, incluso queriéndola.»

La redacción de estas Memorias, aparte del intento de justificación de algunos de sus actos y del propósito de dejar a la posteridad noticias de primera mano acerca de su caso, es esbozar las circunstancias que llevaron a convertir a un niño inocente en el individuo adulto que resultó, circunstancias que la vida le impuso sin que mediara intención por su parte.

«Voy a intentar retratarme aquí tal y como salí de las manos de la naturaleza. Por lo que soy ahora, se podrá juzgar la diferencia que la educación, las circunstancias y mi propia voluntad han aportado a mi carácter primigenio.»

Lacenaire confiesa una infancia difícil: abandonado por sus padres en manos de una nodriza, después de una cuidadora y, posteriormente, bajo la férula de su hermano mayor, un ser déspota que le hace la vida imposible. Lacenaire hace responsable a esa ausencia de amor durante sus años de formación del cariz que tomó su existencia pasada la adolescencia, que desarrolló en él una facilidad de percepción del ser humano que sobrepasaba la imagen facilitada por la sociedad para acceder a la verdadera naturaleza de sus semejantes.

«Hombres, ¿qué culpa tengo yo si os he visto tal y como sois? ¿Qué culpa tengo yo si he visto por todas partes el interés personal vestirse con el traje del interés social, la indiferencia esconderse tras la amistad y la devoción, la maldad y las ganas de perjudicar adornarse con el bello nombre de la virtud y la religión?»

Con posterioridad, y ante los problemas de convivencia con su hermano mayor, el favorito de sus padres, es expulsado de nuevo del hogar y recluido en un internado, lugar en el que, a pesar de las apariencias, es tratado con más afecto que en su familia y en el que comienza a desarrollar, por primera vez, relaciones de complicidad y amistad con sus compañeros; en definitiva, una reclusión que le abre, paradójicamente, al mundo real, una verdadera cura para la naciente misantropía que le había generado la vida familiar. Pero también esa felicidad relativa termina de forma abrupta debido al conflicto planteado por el propio Lacenaire relacionado con su irreligiosidad; su padre, siempre dispuesto a hacerle la vida imposible con la excusa de la corrección de su educación, lo encierra en el seminario.

El peregrinaje por diversos centros escolares, provocado por las sucesivas expulsiones, no se detiene ahí: centros públicos, escuelas de jesuitas, auténticos correccionales para jóvenes descarriados, todos dan buena cuenta de los problemas de convivencia con cualquier tipo de autoridad y de adaptación a la vida regida por normas absurdas e impuestas a las que Lacenaire no piensa obedecer. Por contra, decide convertirse en autodidacta, estudiar solo aquello que le interesa y leer cuanto pueda, tomando como guía el azar. En ese proceso tiene lugar el descubrimiento de la historia, a la que dedicará la mayor parte de sus horas de lectura.

«Los hombres son los mismos en todas las épocas; observando lo que un hombre ha hecho en determinada circunstancia, pueden imaginarse lo que hará otro en un caso parecido: es una escala de proporción que puede aplicarse siempre. En cuanto a los filósofos del siglo XVIII, Voltaire, Helvetius, Diderot, D’Alembert, aunque conocía perfectamente sus nombres y sus reputaciones, y el horror que me había querido inculcar contra ellos fuese lo que más me atraía, me abstuve de leerlos, pues quería crearme un sistema basado en hechos, un sistema que fuera mío y no el resultado de veinte mil teorías que hubiera encontrado en sus libros. Siempre he sido un hombre muy sistemático, y tal vez por eso me mantengo terco en mis opiniones; un sistema es un verdadero caballo de guerra, una vez que se lo monta, se acabó…».

Su carrera como delincuente comienza pronto y con el delito que tiene más a mano: la sustracción del dinero de sus padres en combinación con el poco confiable hermano mayor. El propio Lacenaire, consciente de lo erróneo de su comportamiento pero justificando el robo, sitúa en esa época el comienzo de su carrera contra la ley y le otorga a ese hecho una importancia fundamental con respecto a su conducta futura.

«Ahora que examino el pasado a sangre fría, no puedo evitar reconocer que esos robos perpetrados dentro de mi familia tuvieron una gran influencia sobre mi conducta posterior, no en cuanto a mis principios, nada podía cambiarlos, ni modificarlos; pero, aun reconociendo entonces, como reconozco ahora, que aquel que no tiene y se muere de hambre tiene derecho a … [seis líneas censuradas], reconociendo, ya digo, este principio, me veo obligado a admitir que habría vacilado más antes de cometer mi primer robo de no haber tenido, por así decirlo, un largo aprendizaje en casa.»

Tampoco en cuestiones amorosas es capaz de someterse a las normas y usos habituales. En lugar de buscar pareja sentimental entre las jóvenes de su edad, mantiene una relación de cinco años con una mujer mayor, casada, que colma sus necesidades sexuales sin el engorro del compromiso; una vez terminada de forma abrupta esa relación, el sexo de alquiler colmará la totalidad de sus expectativas.

«[…] Cuando una mujer causaba cierta impresión en mi corazón, la evitaba como a la peste. Solo fui para el sexo un verdadero sátiro que buscaba satisfacer sus pasiones brutales, y que solo frecuentaba a las Venus cuyos encantos se cotizan como una mercancía. Este método era a decir verdad mucho menos costoso, y me evitaba todas las molestias que conllevan una declaración y los aburridos preliminares de una conquista galante con criaturas que de ningún modo valen más que las otras.»

Otro de los motivos de controversia familiar fue la política. Educado en un ambiente reaccionario, en el momento de la Restauración su padre abraza las ideas legitimistas, mientras que Lacenaire, más por contrariarlo que por unas convicciones que no posee, se adscribe a la causa liberal-constitucionalista. Esa oposición provoca continuos enfrentamientos familiares por una cuestión a la que Lacenaire no concede la mas mínima importancia, aparte de servir como excusa para la hostilidad dialéctica con su padre y para reafirmar su inquebrantable independencia de criterio.

«Si la política no fuera a veces una cosa tan seria y no acarreara tras de sí tantas calamidades, solo quedaría reírse de lástima. Tontos y sinvergüenzas, he aquí en dos palabras cómo se puede resumir toda la política pasada, presente y futura. No me impliqué en ella más que en defensa propia, porque mientras me ha sido posible nunca me ha gustado interpretar ninguno de esos dos papeles.»

Enfrentado al mundo laboral y a la edad de asumir responsabilidades, Lacenaire sigue mostrando su incapacidad de adaptación: es despedido de una notaría por la sospecha de robo; deserta del ejército, al que había accedido con nombre falso, porque no puede soportar la abnegación necesaria; abandona el comercio de licores por las malas condiciones laborales; consigue fondos de la familia pero los pierde en el juego; finalmente, y ante la falta perentoria de dinero, emprende su carrera delictiva oficial con la falsificación de unas letras de cambio.

«Avergonzado de volver a su casa, tomé prestados diez francos a uno de mis amigos y me fui a Lyon, llevando en mi portafolio unas estupendas letras de cambio falsificadas. Era mi prueba de fuego. Las repartí por un valor aproximado de diez mil francos. Solo los dos primeros billetes, uno de quinientos y otro de mil, llevaban mi nombre y podían causarme problemas. Llegué a Lyon, donde los convertí todos en oro inmediatamente. Esa misma tarde me encontré a mi hermano en el teatro; le informé de lo que había hecho. Mi hermano palideció ante la calma y la tranquilidad con la que le detallaba mi interesante expedición. Le dejé la dirección de los dos billetes firmados con mi verdadero nombre, en el caso de que quisiera retirarlos por su honor. En cuanto a los otros, no temía nada, no podían llegar hasta mí.»

Después de ser denunciado y perseguido por la policía, huye a Suiza y, posteriormente, a Italia donde, en la persona de un denunciante que ha sabido de su evasión de las autoridades, comete su primer asesinato confeso, a traición y a sangre fría. Una nueva huida para evitar su detención le lleva de nuevo a Lyon y, con el fin de conseguir fondos de su familia, a alistarse en el ejército, en el que se acentúan sus problemas de adaptación y su incapacidad de obedecer órdenes. Después de un enfrentamiento con un superior, es recluido en el calabozo, del que nada más salir, deserta y regresa a Lyon, donde se entera de la bancarrota de su padre y de la huida de toda la familia a Bélgica.

«Al recordar algunas circunstancias, esa noticia no me sorprendió mucho. Lo único que me parecía sorprendente era que mi padre, durante toda su vida, no hubiera hecho más que declamar contra los quebrados, y ciertamente lo hacía de buena fe, lo cual prueba cuán difícil es conformar nuestra conducta a nuestros principios, cuando los principios están encerrados en un círculo demasiado absoluto; pero lo más interesante es que mi padre no hacía nunca perder casi nada a los extraños: habría preferido que fueran sus parientes y amigos.»

Empeñado en sobrevivir a pesar de las circunstancias, Lacenaire, de forma racional, decide convertirse en ladrón y asesino, más por desprecio a los hombres y a la sociedad, a la que no pide cuentas pero con respecto a la cual se considera acreedor, que por desconsideración a las leyes.

«Ahora, puesto que querían conocerme bien, escúchenme con atención. No será mi culpa si no son capaces de juzgarme bien. Aquí, propiamente dicho, empieza mi duelo con la sociedad, algunas veces interrumpido por mi propia voluntad y que la necesidad me hizo retomar en última instancia.»

El robo de un cabriolé, un duelo ilegal… Delitos provocados sobre todo por la búsqueda de interés personal -aunque la cobertura de sus necesidades también tuvo su papel-, por pura venganza, fundamentada en un odio creciente hacia todo aquello que aborrece. Todo ello reforzado por sus tempranas estancias en prisión, un lugar en el que, además de no acceder a ningún tipo de rehabilitación, hallará algunos secuaces a los que piensa reclutar para delitos futuros.

«Todo esto está en el hombre; atrévanse a decirme que no, les diré que no lo conocen. ¿Qué pasará entonces, añadía yo, cuando ese criminal sea yo? Yo, que he llegado hasta el crimen desde los rangos más altos de la sociedad; yo, sublevándome contra ella, sistematizando el asesinato y el robo. Qué estímulo para el pueblo, qué planes de destrucción germinarán en su seno cuando la miseria lo toque. Ah, mi nombre saldrá de su boca mientras coge el cuchillo con el que golpeará al rico que lo deja morir. Y ¡mi muerte! ¿La contáis en vano, mi muerte? Son no sé cuántos muertos lo que he sembrado a mi paso. Ay, ojalá recojáis de ellos algo más que los frutos sanguinolientos.»

Sin embargo, parece que Lacenaire tiene dos formas de «templar su corazón»: la principal es dar rienda suelta a sus instintos criminales, pero cuando no puede hacerlo por esta vía -cuando está en prisión, por ejemplo, o cuando echa en falta un objetivo que lo merezca-, escribe poesía.

«Al ver que mi plan fallaba en ese aspecto, lo aparté por un tiempo y no pensé más en él. Me entregué por completo a la poesía; me templó el corazón. No he conservado ninguna de mis composiciones de entonces; quizá tuviesen algún mérito. Debo reconocer que, una vez dejaba reposar mis ideas de venganza, olvidaba el mundo por completo para entregarme a otras reflexiones, para retomar en mí mismo, sin la ayuda de los libros, mis antiguos estudios, para entregarme de nuevo a todo lo que había hecho las delicias de mi vida, a aquello que era una verdadera monomanía en mí… la poesía… Volví a ser feliz, más feliz de lo que había sido nunca, dando rienda suelta a mis pasiones, satisfaciendo todas mis fantasías.»

El concepto que tiene Lacenaire de su conducta delictiva es como una forma de lucha contra la sociedad, a la que acusa de no poner a su disposición los medios necesarios para sobrevivir en condiciones favorables, y lo contrapone a la utilidad de la vida de quien se atiene a sus normas. A pesar de reconocer que se trata, sobre todo, de seguir sus instintos, no por ello deja de culpar a la impersonal sociedad de su conducta delictiva. En sus épocas de libertad, entre condena y condena, su relación con el trabajo honesto con el que debería cubrir sus necesidades es en extremo ambigua y conflictiva: o bien no cubre sus expectativas económicas o bien no puede conseguir ningún tipo de progreso profesional. Ante esa situación, el principal afán por alcanzar una buena colocación se limita a tener ocasión para vaciar la caja.

«[…] Por mucho que digan los sabios y los criminalistas, captarán el hecho pero no captarán la intención. Que comprendan el hecho que es mi escrito, que insulta a la maldad impune, al egoísmo tolerado, es posible. ¡Lo deseo! Pero en la intención se equivocarán. Dirán: «Â¡Vanidad! ¡Impudicia del vicios, mentira!». ¡Verdad! Señores míos, ¡verdad! Y en cuanto a la vanidad, a la impudicia del crimen, ¡nada de eso hay!».

La constante burla de las leyes que representa el comportamiento criminal de Lacenaire tiene su equivalente en el escarnio de las ideas políticas de todo signo. Fundamentalmente escéptico acerca de la bondad de la naturaleza humana, no concibe la política sino como un sistema amañado de perpetuación en el poder y de sumisión de la colectividad, y aboga por un apoliticismo activo consistente en no comprometerse con ninguna corriente y en aprovecharse de todas.

«Si hubiera estado en condiciones de desempeñar la carrera de lo que llaman un hombre honrado, habría sido bonapartista bajo Bonaparte, carlista bajo Carlos X y felipista hoy, concienzudamente, sin pensar que fuera un veleta. Pero, ¿por qué? Dirán ustedes: porque siempre he pensado que durante las luchas políticas el mal está siempre por encima del bien, porque una revolución no favorece más que a algunos instigadores, y siempre hay muchas víctimas, porque los hombres son siempre hombres y no pueden encontrar la felicidad más que en el fondo de su corazón y de ningún modo en la quimera de una libertad política. Y son muy hermosos los principios de libertad e igualdad; pero pruébenme que han reinado un solo día, digo un solo día, sobre la tierra, y los excusaré por correr detrás.»

Instalado en una irrefrenable espiral delictiva, Lacenaire sigue planificando golpes movido no tanto por sus necesidades de supervivencia como por la venganza hacia la sociedad en general o, cada vez con más frecuencia, hacia individuos del hampa con quienes mantiene cuentas pendientes: antiguos cómplices, viejos enemigos… Lacenaire es consciente de que el círculo vicioso en el que se encuentra instalado solo puede ser interrumpido con extrema dificultad y, a menudo, parece más atraído por una «muerte brillante» que por poder librarse del castigo esperado, consciente también del renombre que un final de ese tipo otorgaría a su figura.

«En el momento en que la sentencia fue pronunciada, mi venganza se apagó. No quedó en mí más que un sentimiento de amor propio; no de ese amor propio que busca triunfar ante testigos, sino de ese amor propio concentrado que he tenido toda mi vida y gracias al cual siento tanto placer al verme alcanzar los resultados que me había propuesto. Entonces, estudio, contemplo mi fuerza y gozo en mí mismo: es mi mayor vicio. No lo confesaría si no me hubiese comprometido a decirlo todo.»

A pesar de su buena predisposición hacia la condena, el tiempo que transcurre entre la sentencia y la ejecución parece alterar el cinismo de Lacenaire, que va descomponiéndose a medida que se acerca el final y, en algunos momentos, la desesperación le llega a provocar alucinaciones, afecta gravemente al sueño y le hace perder incluso el hilo de sus argumentos.

«Â¿Cómo, ya?… ¿Acaso me habré equivocado de hora? ¿Me dormí, por casualidad?… Todos esos rostros me parecen horribles al resplandor de esas sucias linternas… Veamos, nada de niñerías, marchemos rectos y sin flaquear… ¡Ah! ¿Ese señor? ¡Es él! ¡Qué espantosa afinidad se establece entre ese ser y yo!… A menudo me hice esa pregunta que me parecía inútil: «Â¿A quién dirigí mi primera palabra al nacer? ¿A quién dirigiré mi última palabra al morir?»»

Pierre-François Lacenaire fue guillotinado en París el día 9 de enero de 1836. El último documento, ya que no la última voz, que salió de su pluma fue esta carta a su padre:

«8 de enero de 1836, en la Conciergerie, diez de la noche. Vienen a buscarme para llevarme a Bicêtre. Mañana, sin duda, mi cabeza caerá. Me veo obligado, en contra de mi voluntad, a interrumpir estas Memorias que pongo en manos de mi editor. El proceso completa las revelaciones. Adiós a todos los seres que me quisieron, e incluso a aquellos que me maldicen: tienen derecho a hacerlo. Y usted, que leerá estas Memorias que destilan sangre en cada página; usted, que no las leerá más que cuando el verdugo haya limpiado su triángulo de hierro, que habré teñido de rojo, ¡oh!, guarde un lugar para mí en su memoria… ¡Adiós!».


En palabras de Pierre-François Lacenaire: 

"Llego a la muerte por un camino equivocado, subo por una escalera... He querido explicar el por qué de este viaje, de esta ascensión mortuoria... Lo digo sin vergüenza y sin miedo, no por el placer de librarme a enseñanzas impuras, lo juro, sino para arrojar luz sobre mi último recogimiento."

"Allí verdaderamente pasé la época más desdichada de mi existencia, allí mi joven filosofía se vino abajo en pocos meses, a pesar de Horacio, a quien entonces leía con tanto placer, y realmente ese era el objetivo; pónganse en mi lugar: en medio del aburrimiento, de las desdichas con las que me colmaban cada día, no tenía para mí ningún tipo de compensación; no podía suavizar mis penas con el recuerdo de mi familia, con la idea de la felicidad que me esperaba al volver a ella después de esos días de prueba y sufrimiento. Esa esperanza me había sustentado, pero desgraciadamente no podía consolarme con esa ilusión."

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

3 Comentarios

  1. Recomiendo mucho ver «Les enfants du Paradis»
    Lacenaire está perfectamente pintado al igual que el resto de personajes. Toda la película es un espectáculo.

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