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Recuerdos del porvenir

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Aunque no se trata de un asunto al que algunos les guste de hablar entre las buenas compañías, lo cierto es que muchos hemos tenido la convicción de que ciertos eventos de nuestro futuro, ya sean magnos o mediocres, los hemos vivido con anterioridad. Esto lo soñé la semana pasada, o aquello ya lo viví son líneas comunes que cruzan por la cabeza luego de sentir que esto o aquello ya nos ha ocurrido antes. Modernos como somos, un poco asqueados por todo lo que parezca oscurantismo, se han encontrado maneras de explicar el fenómeno. Desde desbalances en la electroquímica del cerebro y problemas en el metabolismo hasta la presencia de sustancias tóxicas en el flujo sanguíneo. Y todas tienen sentido según se de el caso. El tiempo es una herramienta con la que la consciencia le da sentido a los procesos del mundo. Cualquier desajuste en la biología del cuerpo, se entiende, afecta la manera de percibir su paso.

Acertadas como son algunas de estas explicaciones en determinados contextos, también es cierto que hay casos en los que, más que esclarecer lo ocurrido, lo que hacen es ignorarlo y enlodarlo. Incluso mofarse de él, o peor aún, poner en juicio la inteligencia del astuto que se atrevió a confesar lo que le sucedió. Mejor pasar la página y seguir con los eventos de nuestras vidas. Hay que hacerlo, pues no es bueno rumiar en estos asuntos. Esos salarios no se van a ganar solos y alguien tiene que pagar los impuestos. Pero la profecía y la precognición dejan de ser meras supercherías cuando el evento insinuado no solo se cumple, sino que trae consigo un nivel de significado tan íntimo, que incluso el modelo más sensato de la realidad queda pequeño al cuerpo del misterio. Es ahí, en el valor personal de lo ocurrido, y no en los mecanismos físicos que lo gobiernan, donde está parte de la luz con la que algunos teóricos piensan se podrán disipar las tinieblas de ciertos fenómenos que, a falta de mejor calificativo, hemos dado por llamar sobrenaturales.

WunderKammer

Vladimir Nabokov fue un caso interesante de genio, uno de esos rarísimos instantes en los que una inteligencia de acero y una gran sensibilidad coincidieron en la misma persona. No hubo proyecto alguno que le interesara en el que no sobresaliera: desde la literatura y composición de problemas de ajedrez, hasta estudios en el inagotable mundo de los lepidópteros, lo que ha llevado a varios investigadores a bautizar distintas especies de mariposas, del género Madeleina, referenciando personajes de algunas de sus novelas. Bendecido (¿o maldecido?) con sinestesia, huido de Rusia por necedades de los bolcheviques, descreído de Freud, la suya fue una vida de una intelectualidad no del todo ajena a los aspectos más sutiles de la experiencia. Si su autobiografía, Habla memoria, es de fiar, el niño Nabokov experimentó durante la convalecencia de una enfermedad un auténtico episodio de lo que hoy se conoce como visión remota, con todo y las distorsiones propias del fenómeno reportadas hasta el cansancio por experimentadores en todo el mundo. Aquellas instancias, según él, no eran extrañas a la sangre, pues Elena Ivánovna Rukavíshnikov, su madre, al parecer estaba familiarizada con vivencias como aquella.

En la última etapa de su vida, durante los años en Montreux, Nabokov descubrió Un experimento con el tiempo, un libro curioso y difícil de leer escrito por J. W. Dunne en 1927, y la primera de varias publicaciones suyas en las que desarrolló un modelo en el que es permisible recordar el futuro por medio de los sueños. Aquello debió haber sido una propuesta fantástica para Nabokov, y formó la base de un diario de madrugadas con el que intentó discernir en avanzada las vueltas que daría su vida, esa que le era abrumada por accesos cada vez más marcados de insomnio. Esa fue la idea hasta que le perdió el interés, pero el resultado es la bitácora Sueños de un Insomne (Wunderkammer, 2019), compilada y comentada por Gennady Barabtarlo, quien además abre el texto con una sinopsis sobre la vida e ideas de Dunne.

J.W. Dunne | Foto: WikiMedia Commons

Sobre él se sabe mucho, a pesar de ser una figura un poco olvidada. Fue un hombre ilustrado, buen ejemplo de lo que se entendía por un gentleman británico. Vio acción durante la Segunda Guerra Anglo-Bóer y poco después se dedicó a la aeronáutica, dónde hizo algunos desarrollos importantes en modelos que, aunque funcionales, hoy día han pasado a ser obsoletos. Le interesaba la filosofía y se preocupaba por las miserias del mundo, algo que podría estar bajo sospecha debida su participación bélica. Fue tras encontrar paralelos entre algunos de sus sueños y acontecimientos que ocurrirían más adelante cuando se percató de la posibilidad de una relación vinculante, pues de la misma manera como los eventos en el pasado se nos inmiscuyen mientras dormimos, Dunne aseguraba que lo mismo podía ocurrir con el porvenir. Estas intromisiones rara vez son claras; más bien son distorsiones que vagan por el mundo onírico, de la misma manera como los eventos de nuestro pasado no son fidedignos del todo cuando aparecen en la cámara de los sueños.

Diagrama en ‘Un experimento con el tiempo’ de J.W. Dunne

Un experimento con el tiempo fue prologado por Borges para una edición argentina, y es mencionado por Bioy Casares en El sueño de los héroes. Por aquel entonces, fue el libro con el que escritores y filósofos, y más de un académico que no se atrevía a salir del armario parapsicológico, comenzaron a interesarse en ciertas anomalías y deslices del sentido común. Y aunque su modelo parece ya un poco obsoleto y rebuscado, pues necesita de una serie infinita de tiempos y observadores para funcionar, es un buen punto de partida para investigaciones más recientes en precognición y retrocausalidad llevadas por científicos como Dean Radin, Russel Targ y Rupert Sheldrake, entre otros. Pero su importancia, hoy marginal, de ninguna manera hace de lado la gran debilidad de Dunne: su incapacidad para escribir claro. Era, a fin de cuentas, un ingeniero brillante acostumbrado a pensar en abstracción y ecuaciones, y aunque es casi seguro que Nabokov no tuvo problemas en navegar por la sequedad de su prosa, supuestamente pensada para un público profano, es muy posible que pasara rápido por algunas de sus páginas, llenas todas de explicaciones rebuscadas y diagramas que exigen un esfuerzo considerable de la imaginación. Leerlo recuerda un poco a Roger Penrose, el gran científico y divulgador cuyos libros hacen accesibles sus ideas sobre la consciencia humana y los extremos últimos del Universo, pero escritos más bien para un público dueño de una sofisticación técnica considerable, muy por encima de nosotros, el resto de los profanos.

¿Cómo ver el futuro? Para llevar el experimento, Nabokov siguió las instrucciones de Dunne: colocar una libreta y bolígrafo cerca de la cama y comenzar a escribir en cuanto se ha despertado, ser testigo fiel a lo encontrado en el sueño, recordar todo detalle. En caso de haberlo olvidado, entonces se recomienda indicar lo que el soñador pensaba o sentía al momento de despertar. La idea era llevar un registro a detalle de las visiones y estar atento a los eventos futuros que las pudieran corroborar. Estos bien podían ocurrir al día siguiente, o dentro de veinte años, como fue el caso con uno de los registros de Dunne, o al menos eso es lo que asegura él. ¿Cómo saber que los hechos corresponden con uno de los registros? Dunne sugería cautela, un buen ojo y tomar nota de la manera en que el pasado talla a los sueños convencionales. Si durante el día vemos cosas que nos atraen o impresionan, como una chaqueta de motociclista en una tienda y un caballo blanco en un desfile, no será de extrañar que uno o dos días más adelante soñemos con un caballo enfundado en una chaqueta de motociclista. La misma estructura sería de esperarse con hazañas futuras, desfiguradas y mezcladas en la mente dormida.

Nabokov jugó con estas ideas durante poco menos de tres meses; del 14 de octubre de 1964, al 3 de enero de 1965, aunque años más adelante seguiría registrando sueños sin pretensión de vislumbrar lo que le estaba por venir. Se le entiende; llevar una bitácora de esta clase es exhaustivo y no todos tienen el don de los oráculos para descifrar las neblinas detrás de los párpados. Por no decir nada de lo difícil que es recordar lo soñado, así como la incapacidad de otros tantos en siquiera traer a la memoria un solo sueño en todas sus vidas, de ahí la falsa aseveración de quienes dicen no soñar nunca.

Para Dunne, y para quienes se han interesado en estos asuntos, el tiempo no es una secuencia lineal de eventos, incluso si esa es la experiencia ordinaria, y todo lo que alguna vez ha sido y será lo sigue siendo en este momento bajo el sol. Razones habrá para nuestra miopía diurna, todas ellas posiblemente biológicas, pero eso no significa que luces de más adelante en el camino no puedan filtrarse de vez en cuando en el subconsciente cuando la mente se relaja y duerme, dándole así al organismo una ventaja en la supervivencia. Las intuiciones bien conocidas de quienes no toman un avión que más tarde se estrella, o de ir por una ruta en un sendero en el que ocurre un desprendimiento rocoso minutos después, pueden estar controladas por estas incursiones esporádicas del futuro en nuestros sueños, o en otros estados alternos de consciencia, lo cual parece sugerir cierto misterio probabilístico sobre el porvenir.

También sentimental, pues si algo se desprende del libro de Dunne y de las ideas de teóricos modernos como Eric Wargo, es que el sueño precognitivo tiene un componente personal vinculado a las emociones de quien lo vive. Días antes de que ocurriera, cuando Dunne soñó con la erupción del monte Pelee en Martinica, que en 1902 se cobró casi 30,000 muertos, lo suyo no fue una visión propia del evento, sino una deformación de sus sensaciones al leer sobre el asunto en el periódico. En otras palabras, no se sueña con el accidente, sino con el sentimiento que se tendrá al saber más tarde que ese tren que se descarriló dentro de un túnel es el mismo que, por alguna razón, no se tomó. O esa es, al menos, la hipótesis.

Incluso el fluir ordinario del pasado al futuro no es constante y universal; se ralentiza o acelera según el marco de la experiencia. Desde que Einstein lo hiciera manifiesto, esta elasticidad es moneda común en la física contemporánea, y su realidad ya había sido intuida por otros físicos y filósofos años antes. Incluso a la escala del cuerpo el tiempo difiere; según la tasa metabólica y el tamaño del organismo, habrá variaciones en la percepción del paso de los días, y la dimensión psicológica de cada uno de nosotros también hace sus hazañas. A todos alguna vez nos ha ocurrido que el discurrir de las horas nos pareció el de minutos, y ¿cuántos lunes de oficina no se viven más largos que la jornada reglamentaria?

Vladimir Nabokov | Foto: WikiMedia Commons

El experimento propuesto por Dunne debió haber sido una delicia para Nabokov durante los meses en que le duró el ánimo de llevarlo a cabo. Su registro, aunque carente de la cohesión de un diario convencional, tiene imágenes que dicen más sobre su imaginación y procesos creativos, que de lo que se encontraba más allá del momento en que lo escribió. Como ese sueño registrado el 2 de noviembre del 64, en el que escribe como «DM (su hijo) y yo estamos tratando de localizar a un repugnante niño pequeño y gordo que mató a otro niño, tal vez su hermana». O ese del 8 de diciembre, en el que toma té en casa de unos amigos y nota a Tolstoi tomando el sol sobre una tumbona, todo vejez y sudor, y su amigo simplemente le comenta: «No me gusta su “Lolita”, pero ¡qué bien describe el paisaje ruso!».

Sus opiniones sobre el experimento o las ideas de Dunne no se encuentran en Sueños de un insomne. Puede ser que se las guardara para después o incluso que no las tuviera, pero es difícil no imaginar a Nabokov intrigado, no carente de cierto escepticismo, ante las posibilidades. El mismo Dunne hace un trabajo meramente competente en explicar las sutilezas de su modelo, pero, como dicen que se dice en el mundillo de la intriga y el espionaje: no importa cómo funciona, sino que funciona. En un universo tan añejo y prácticamente aún desconocido, pues arrogante es pensar que nuestros expertos poseen ya todo el conocimiento, es más que posible que algunas de estas extrañezas tengan su fuente en procesos primarios, en fenómenos físicos, astronómicos, biológicos y psíquicos de los que aún no hay noticia.

En Lifetide, el ya olvidado Lyall Watson, biólogo y antropólogo, menciona su sospecha sobre cómo «puede existir un ritmo cósmico elemental, el cual es probable que sea el fundamento detrás de toda coincidencia, sincronicidad, azar y serialidad. Me parece que llegará el día en que lograremos identificar a este fantasma en el interior de nuestra propia maquinaria y seremos capaces de darle todas las propiedades y parámetros necesarios para reconocerlo como una fuerza auténtica de la naturaleza. Cuando esto se logre, estoy seguro de que será la raíz de mucho de cuanto hoy día consideramos sobrenatural».

El catálogo de WunderKammer, como todo buen gabinete de curiosidades, está lleno de delicias, y al igual que sus otras ediciones, Sueños de un insomne recibió el mejor de los tratos. Valerie Miles y Aurelio Major se encargaron de la traducción, y fantástico trabajo hicieron, pues qué complicado debe ser cuidar y mantener íntegras las palabras de Vladimir Nabokov. Incluso si se trata de fragmentos de fantasías nocturnas, o de recuerdos confusos del mundo del porvenir.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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