Kim Thúy | Foto: G. Garitan | WikiMedia Commons

Sutilezas orientales

Kim Thúy compone un delicado collage sobre su experiencia de exilio desde Vietnam a Canadá en 'Ru'

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Kim Thúy | Foto: G. Garitan | WikiMedia Commons

De la literatura vietnamita sólo conocía dos obras, publicadas por la editorial madrileña Hiperión, Perfume primaveral, de la enigmática y rebelde poeta decimonónica Ho Xuang Huong, de verso tan fino como afilado, carnal sin miramientos, traducida del francés por Jesús Munárriz, y La historia de Kiêù de Nguyễn Du, novela en verso considerada cumbre de la literatura del país asiático y gran epopeya nacional, si bien su temática es amorosa y no bélica, protagonizada por una mujer abnegada y sufrida, en cuyo difícil destino parece mirarse el de las numerosas calamidades, siempre superadas con una fuerza increíble, que ha padecido el conjunto de este pueblo indochino.

Hasta que di con Kim Thúy, escritora natural de Saigón y asentada en Canadá. En concreto, hace dos años o así leí Vi, narración corta harto curiosa, para empezar por la trama, montada mediante encaje de breves capítulos con epígrafes espaciales, de Boston a Río de Janeiro, de Roma a Princeton, de Singapur a Copenhague, partiendo del Mekong y Hanói y siguiendo las andanzas y amoríos cosmopolitas de la protagonista, cuyo nombre vendría a ser la conjunción de los adjetivos preciosa, minúscula y microscópica y un alter ego de la propia autora, pues parecía evidente que parte del material narrativo era de autoficción.

Me dejó tan buen sabor literario, ya aparecían en Vi curiosamente referencias gastronómicas en las que es experta como crítica de radio y televisión, al margen de haber regentado un restaurante, que al poco me adentré con Mãn, publicada con anterioridad, en un festín culinario y narrativo que te deja el paladar completamente satisfecho. La novela tiene la misma disposición en la trama, esta vez sazonada con algunos titulillos de comida, al principio, como “plátanos” o “pimientos perversos”, e idéntica fijación en el amor y la amistad, como lo fundamental de la existencia, por encima de atrocidades y angustias. También la protagonista es trasunto de la escritora e igualmente se evoca con gracia y refinamiento la hermosura de las cosas elementales.

Periférica

Por las fotografías, diríase que la autora es una mujer menuda, de una belleza quebradiza. Esa singular combinación, esa delicadeza oriental en su aspecto, la ha trasladado a su prosa, de una levedad austera en la expresión y, no obstante, tal vez debido precisamente a su esencialidad decantada, a su capacidad de síntesis, de orden lírico. Todo ello, unido a una difusa sensualidad, exquisita, estaría simbolizado por el en apariencia púdico e inocente ao dái: “esa túnica hace que el cuerpo de las mujeres sea magníficamente frágil y desmesuradamente romántico”. En dos preciosos pasajes, hacia el final de Ru, Thúy rememora cómo, tras acabar la guerra, los soldados del Norte, turbados, los prohibieron, porque “empañaba el heroísmo de las mujeres de quepis que se veían en gigantescos carteles en todas las esquinas de las calles con sus camisas caquis arremangadas y sus brazos musculosos”.

Ru, que, igual que las anteriores gracias a la editorial Periférica, acaba de ver la luz, en su caso nuevamente, pues fue editada hace más o menos una década y pasó por desgracia bastante desapercibida en nuestro idioma, es su primera narración, con tintes netamente autobiográficos, completando las referencias personales que vertebran trasmutadas Vi. Con saltos temporales continuos, Thúy hilvana con capitulillos sin título, en general de un solo parágrafo incluso, la biografía de una mujer tenaz, como toda superviviente. Natural de Saigón, vio la luz en el emblemático 1968, en plena guerra fratricida en su país, aunque para ella lo malo fue la posguerra, con la casa familiar tomada a la fuerza por inspectores que habían combatido a los norteamericanos como guerrilleros en la jungla. Con diez años, gracias a la ascendencia china de sus antepasados, consiguió emigrar con los suyos en la huida de los “boat people”, por el golfo de Siam, una odisea angustiosa, aumentada por el pavor a los bestiales piratas tailandeses.

Tras su paso por un atestado campo de refugiados en Malasia, en medio del horror, acosada por las moscas y las lombrices, pudo volar a Canadá, su país de acogida, en el que recibió, al principio en una ciudad pequeña, Granby, y luego en Quebec –según la solapa de sus novelas actualmente reside en Montreal–, un trato excelente por parte de voluntarios, “un ejército de ángeles que habían sido lanzados en paracaídas sobre la ciudad para prodigarnos un tratamiento de choque”. Así pudo adaptarse hasta a la tortilla con sirope, de entrada con dificultades, multiplicadas en sus progenitores, luchadores a tope que también lograron con el tiempo integrarse, como el resto de su familia, aun siendo refugiados apátridas, vaciados de su identidad, para intentar emprender el sueño americano.

Tras establecerse en el país de la hoja de arce, con estancias largas en Bangkok y el propio Vietnam, ha formado una familia con dos hijos, uno de ellos autista, lo que le ha llevado a considerar, por encima del que ha tenido a sus sucesivos amantes –y aquí nos viene a la cabeza, por su ambientación y sensualismo, la ardorosa novela de Marguerite Duras– y de todo, que el amor verdadero, el que la obliga a vivir y la ahínca en la tierra, a pesar de los pesares, es el de madre. Siempre, llevada por su experiencia, ligera de equipaje: “conmigo únicamente llevo algunos libros”; siempre mirando hacia adelante, en consonancia con el lema “nunca hay que añorar lo que ya es pasado”, aunque de vuelta a su patria para trabajar sienta nostalgia de los olores simples, banales, “de la cotidianidad norteamericana” o a la inversa, al coincidir con un compatriota en una gasolinera canadiense rememore emocionada colores, sonidos y comidas de su niñez.

La nota inicial: “En francés, ru significa arroyuelo y, en sentido figurado, flujo de lágrimas –de sangre, de dinero– (Le Robert historique). En vietnamita, ru significa canción de cuna, arrullar” explica por una parte el título del libro y por otra nos da una pista metafórica sobre el contenido de la narración: las lágrimas virgilianas de las cosas ofrecidas como en un arrullo, y la temporalización del argumento: sinuosa en su continuidad, tal regato con remansos y vueltas atrás.

Thúy realza el valor de las silenciosas y abnegadas mujeres, esclavas que, como en España durante nuestro enfrentamiento incivil, sostuvieron “sobre su espalda el peso de la historia muda de Vietnam” en la guerra y la no menos dura, en ocasiones, posguerra, representadas por una campesina encorvada para siempre tras años de trabajar en los arrozales con el espinazo doblado de continuo, pero también por una prima de la autora, educada como una princesa, que sorteó en su juventud los despiadados tiempos comunistas trabajando como una mula y al cabo se convirtió, tras caer el telón de acero, “en una gran mujer de negocios, una personalidad pública, una reina moderna”. Ella misma personificaría esa fortaleza femenina, bajo su imagen vulnerable, como queda claro en cualquiera de sus narraciones, tal vez sobre todo en Vi.

Por el camino, rescata escenas de una sutil hermosura, cotidiana en Oriente, por ejemplo la que revive un estanque de lotos a las afueras de Hanói por el que se desplazaban laboriosas mujeres, empujando con sus pértigas las barquichuelas, para depositar suavemente hojas de té dentro de las flores abiertas, con el fin de recogerlas al día siguiente, una vez que se habían impregnado del aroma de los pistilos. Es más, consigue arrancar su belleza, ternura y compasión inclusive, a escenas clavadas en la memoria por el espanto, como las de la construcción de una precaria cabaña en el campo de refugiados malayo.

Según confiesa, aunque curiosamente de joven fue poco comunicativa, atrapada en el “lado oscuro, de la penumbra”, otro compatriota exiliado le inoculó el veneno de la literatura y de la misma manera que a él le permitió soportar los rigores y horrores de un campo de reeducación del Vietcong, a ella la escritura le ha servido para salvarse y poder escuchar “la nieve que se funde, las hojas que crecen y las nubes que pasean” y ver “el callejón sin salida de un pensamiento, el despojo de una estrella o la textura de una coma”. Sea como fuere, Thúy ha encauzado muy bien su instinto narrativo, maneja a la perfección el fragmentarismo temporal, la atomización de las historias recobradas o recreadas para que reconstruyamos diacrónicamente su existencia, fijándola en lo sustantivo.

Por tanto, con una engañosa levedad, el libro es al tiempo, para disfrute del lector, un patchwork de retazos autobiográficos pespunteados y un ejercicio evocativo, de recuperación de lo esencial de la vida que solemos olvidar en medio del tráfago cotidiano y de la absurda obsesión por imponer nuestros deseos y ejercer el poder y la pertenencia. Uno de sus hermosos parágrafos nos lo resume con precisión:

“Mis padres nos recuerdan a menudo, a mis hermanos y a mí, que no tendrán dinero que dejarnos en herencia, pero creo que ya nos han legado la riqueza de su memoria, que nos permite captar la belleza de un racimo de glicinas, la fragilidad de una palabra, la fuerza de la admiración. Más aún, nos ofrecieron pies para caminar hasta nuestros sueños, hasta el infinito. Tal vez nos baste esto como equipaje para proseguir por nosotros mismos nuestro camino. De lo contrario, lastraríamos inútilmente el trayecto con pertenencias que transportar, que cuidar, que mantener”.

Y en verdad, entre su Oriente de origen y su Occidente de cobijo, Ru nos transmite con naturalidad esa enseñanza primordial no exenta de emoción, con toques sensuales y sinestésicos.

Fermín Herrero

Fermín Herrero (1963, Soria). Autor de 'La gratitud' (Premio de las Letras y la Crítica de Castilla y León 2014 y Premio ‘Gil de Biedma’). Ha publicado los poemarios: 'El tiempo de los usureros', 'Un lugar habitable', 'Tierras altas', 'Echarse al monte', 'Tempero' y 'Sin ir más lejos'. Actualmente colabora en el suplemento de cultura de 'El Norte de Castilla'.

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