Laia López Manrique | Foto cedida por la autora

Abrir la sombra

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Laia López Manrique | Foto cedida por la autora
Laia López Manrique | Foto cedida por la autora

Divide Laia López Manrique (Barcelona, 1982) en dos partes su último poemario, La mujer cíclica, publicado por la editorial La Garúa. Si en la primera encontramos el imaginario construido a partir de la infancia o el animal herido, ciertamente salvaje, en la segunda el lector es arrojado a una suerte de homenaje dedicado a aquellas escritoras “que abrieron la sombra”, entre las que se encuentran Zürn o Dubrovna.

Lo que hace López Manrique, editora de la revista Kokoro, no es el alzamiento vigoroso de una idea, ni mucho menos de un organismo con pretensiones arquitectónicas. Muy al contrario, la palabra escrita se cuela, como un insecto, en cada grieta, en cada resquicio de tentativa. La escritura es para la barcelonesa un acto de insubordinación, de liturgia inversa, de huida hacia uno mismo.

Duras dirá que escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos. Escribir, pues, no es describir, y así la poeta no fija de antemano su objetivo en una puerta o una ventana, sino que elige “hablar desde una fractura”. Desde lo torcido, insiste López Manrique. Aquí no tiene ninguna importancia, claro, el destino o la finalidad. No hay que hacer balance de una escritura que se ha escapado desde el primer instante de la mera arqueología del yo:

“Hablaba del corte, de la lava que había soldado mi cuerpo de las pequeñas lagunas donde mi violencia se apaciguaba o crecía. Estaciones líricas para el fracaso, para el devaneo o la sombra”.

Escribir es, desde esa toma de consciencia, convertirse en bisturí y cuerpo diseccionado. Por ello el verso y la prosa conviven en un mismo incierto trayecto, en un mismo obstinado ensayo. La escritura es un tránsito cíclico, sin pasarelas, que viaja hacia uno mismo. Pero sin inventarios ni escrutinios.

La Garúa
La Garúa

“Tus ojos ven memoria. El goteo de lo que escribe es memoria”. Y si hablábamos antes de la toma de consciencia es porque, aún sin saber los resultados, la poeta ha decidido “dar relieve y aliento” a su infancia. La memoria, leemos, es materia, es cuerpo y no silbido. No se habla desde la piel. Se es piel hablada.

La voz ha ido reivindicando sus vértebras, su torso, sus hombros. Y la nuca, “desvío occipital”, dibuja lo fractal que hay en el atlas portátil: “Mi cuerpo es la razón/ la única razón/ que me ocupa/ y me basta”.

El cuerpo, en los desiertos de Isabelle Eberhardt, se desplaza buscando la textura efímera de las dunas. Nos anuncian el muro (o la guerra) y, sin embargo, vemos la grieta (o la columna de humo). Siendo de este modo el “animal que corre en la noche con la cabeza cortada”.

En Husos, notas al margen, Chantal Maillard afirma que “hay cierto placer en esa redundancia de lo escrito. Paradójico placer, cuando lo escrito, en vez de consolidar la superficie, la horada”. Del mismo modo, la propuesta de López Manrique admite la poesía como cincel, “fría incontenible violencia”. Una pulsión, indómita como las verdaderas pulsiones, que, para recordar a Pizarnik, se convierte en una “trampilla morosamente perforada” que parpadea.

La mujer cíclica no es bucle sino obsesión. Un yo “que surca la materia espiral de un pensamiento” que intuye y rastrea para, como todo acto de genuina libertad, “comprender la voz y no lo que se escribe”.

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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