Es un reducto de otra época, de otra generación, de otro planeta; es un mundo simultáneo, de un gris permanente, una herida en la piel de la tierra que cicatriza mal y la costra es de ceniza. Un lugar resistente al cambio, porque los tiempos oscuros son como el sudor, que solo se despeja bajo una fuerte ducha pero, a diferencia del lÃquido salado, no existen duchas morales ni riegos de desarrollo. Ese es el espÃritu de Los pájaros de Verhovina (Variaciones para los últimos dÃas) de Ãdám Bodor (RumanÃa, 1936). Nos lleva hasta un lugar que parece ser el suyo, el propio, un valle rumano donde no alcanza a llegar Netflix o TÃnder. La vida sigue transcurriendo con la razón de hace cien años, y hace cien años no tenÃa un desarrollo mucho más avanzado que el medieval. Las creencias son inamovibles y tenemos la impresión de estar asistiendo a una obra coral que define una época. Pero, de repente, por la carretera atraviesa un quad y reconocemos que nosotros nos hemos movido, pero los habitantes de Verhovina no.
SerÃa una maldición si fueran conscientes de que hay vida más allá de las fronteras que han ido imponiendo por endogamia y por pereza. La región la pueblan unos seres que son reflejo de una violencia contenida, que Bodor trata con tanto respeto como frialdad, y también unos fantasmas de los que no se da cuenta. Hay muchas ausencias, pero son elÃpticas y no alcanzamos jamás a encontrar su definición, en un ejercicio de malabarismo literario a la altura de unos pocos y de los buenos. Como está la metafórica ausencia de los pájaros, huidos de la región, y con ellos todo el significado de la palabra vuelo, de la palabra libertad, de la palabra felicidad. De esta manera, Bodor crea una atmósfera de perpetuo deshielo, en un lugar que deja a las fronteras del Western en tiras de cómic, pues la distancia entre la geografÃa que nos retrata y el resto de la Tierra es indescriptible, es decir, no hay manera de conocerla. Y no digamos ya de recorrerla. La única salida es, precisamente, la divulgación literaria. Gracias a Bodor podemos conocer estos entornos en el que los parajes son mucho más fuertes que el individuo. Da cierto temor pensar que uno puede calificar como costumbrista a una obra de este estilo.
El narrador, de nombre Adam, está inmerso en la vida del lugar. De vez en cuando nos lo recuerda, y abandona el mosaico de vecinos y el tono plural para participar en los sucesos. Está dentro y es, a la vez, omnisciente. Y no cesa de preguntarse por la convivencia y las formas de la convivencia. ¿Existe alguien que todavÃa tenga fe en la cortesÃa? De todas maneras, ¿de qué sirve la cortesÃa si no hay porvenir? Y no es que no exista un destino, unas opciones de futuro, es que a los habitantes de Verhovina se les niega la posibilidad de saber que, tal vez, podrÃan tener algún tipo de futuro, que no siempre las cosas son permanente, ni siquiera el gris. Pero si hasta los pájaros han dimitido de su función social, estética, ética, ya poca resistencia podemos ejercer los demás.