La imagen de la ciencia como un laboratorio, una pizarra llena de fórmulas, unos frÃos hombres de bata blanca, una disección, un cúmulo de enciclopedias con sus respectivos diccionarios especÃficos, una calle estrecha donde solo pasean los elegidos por el don del cociente intelectual, una biopsia, una recreación mineral que iguala en escala a los átomos o a las galaxias, algo tan aburrido como las matemáticas, consigue romperse cuando en medio de ese impulso cientÃfico abre brecha un narrador. Darwin o Freud son, tal vez, los dos ejemplos más clásicos. Oliver Sacks (Londres, 1933 – Nueva York, 2015) fue, sin embargo, uno de los pocos casos en que la balanza consiguió pesar más en la enjundia de la narración que en la de la ciencia. Sin dejar de aportar, eso sÃ, grandes avances en el mundo de la neurologÃa. El primero, el más importante de ellos, es el de sacudir a los especialistas con la idea de que un médico no es un veterinario especializado en el cuerpo humano, en el cuerpo enfermo. Un médico es un humanista, un humanitarista, un tipo con conciencia holÃstica y, sobre todo, alguien que es consciente de que el hombre enfermo es una persona con la dignidad caminando sobre el filo de una navaja. Y jamás debe perder de vista esa dignidad, porque trata con hombres enfermos, no con cuerpos enfermos.
En este libro de memorias, En movimiento, que comienza en la juventud de Oliver Sacks, pues en buena medida su infancia ya quedó reflejada en El tÃo tungsteno, asistimos a un constante despertar de la curiosidad de Oliver Sacks. La curiosidad es lo que hace que su vida esté en constante movimiento, de ahà que el libro se lea casi como un road movie, en el que no deja de entrar y salir gente. Esos que dan sentido a la vida. Esos que dan al relato una visión de la inteligencia del autor, que consiste en su constante estado de trance, convertido en un alumno con ganas de aprender, de sacar enseñanzas a cualquier detalle o a los grandes accidentes, a los errores. Sacks es un gran narrador, pues consigue que tengamos la impresión de que su vida mereció la pena ser leÃda. No hay párrafos de relleno, frases con sonoridad elegante pero que no hagan avanzar la acción. Va directo a las relaciones humanas, muchas veces sin saber el porqué, hasta que lo descubre páginas, dÃas o años más tarde. En ningún momento se enorgullece de lo que le sale bien, ni muestra reparos en narrar una metedura de pata. Todo queda al mismo nivel, al nivel de la buena literatura, la que se centra en su formación como persona, que es su formación como terapeuta.
Oliver Sacks fue culturista, motero, homosexual… muchas cosas que le conducen al anciano que ha vivido. Muchas cosas que quedaron atrás hace décadas, y que dejaron paso a vivir con idéntica pasión el conocimiento de las debilidades y las fortalezas de los hombres, o, para ser más preciso, de cada una de las personas. Y sobre esas fortaleces y debilidades proyecta las propias. Pues en eso ha consistido su educación sentimental, ese es el tema del que trata esta estupenda autobiografÃa, el sentimiento de orgullo fraternal que supone pertenecer a la buena raza humana, esa que se sabe vulnerable. La invulnerabilidad nos separa de ser hombres y mujeres, de tener emociones y sensibilidad. Oliver Sacks nos comenta, a lo largo del texto, cómo nacieron sus libros, cómo al tiempo que cientÃfico fue escritor. Y demuestra que ambas facetas son creativas, sobre todo porque ambas, al menos en su vida, la del maestro que ahora reconocemos en él, poseyeron una unidad de tono en lo sensible. Para Oliver Sacks, vivir consistió en asegurarse que los demás estuvieran bien. De ahà que sólo quepa despedirnos de él leyendo estas memorias y repitiendo eso de “adiós, maestroâ€.