Nostalgia armada. Olga Bernad
La Isla de Siltolá (Sevilla, 2011)
La poesía es, casi siempre, un ejercicio clandestino. Nace así, apenas sin esperarla. Que venga o no para quedarse depende del tiempo o, más bien, de la necesidad. Esa misma necesidad que distingue a un escritor esencial de un escribidor prescindible. No se trata de hacer una simple división maniquea, sino de llegar a tiempo, de alcanzar ciertos libros que merecen ser leídos y reflexionados. Libros que son, por ello, necesarios. Poco importa ya que esos nombres perduren. Ciertos poetas hoy olvidados siguen ahí, resisten, forman parte de nosotros. Poco importa, digo, que entren en los cánones oficiales o en los aviesos circuitos comerciales. Escritores que, pretendiéndolo o no, han engrosado la dilatada historia de la literatura universal.

Digo esto por dos razones: la primera es que Olga Bernad (Zaragoza, 1969) llegó así, como una poeta clandestina que decidió abrir una habitación cerrada. La segunda es que va tejiendo una obra que, al margen de modas o circuitos, comienza a formar parte de los lectores. No siempre pasa. Por eso, cuando eso mismo ocurre debemos dar cuenta de ello, en revistas, en charlas, en antologías varias…, tanto da. Ahora publica su segundo libro de poemas, Nostalgia armada que se suma al que ya publicara en la misma editorial hace un par de años, aquel Caricias perplejas. De ese primer libro me interesaron varias cosas: su manera de retratar lo incompleto y la frustración que provoca; la paradójica nostalgia del futuro; el lugar del poema, entre el deseo, la espera y la incertidumbre; la escritura como un territorio desde donde situarse, a pesar del tránsito constante; la literatura, en fin, como una forma de suplir una ausencia. Nostalgia armada no sólo contiene, con variantes, esos mismos hallazgos, sino que los madura, los complica. En cierta manera, también los mejora. Es evidente que un escritor aspira a eso mismo, a mejorar y ampliar su universo literario. Bernad va por ese camino, sin lugar a dudas. Comenzando desde el título, donde ya nos avisa de una tensión que cruzará buena parte de los poemas: la línea frágil que separa el lenguaje y la emoción. Dicho de otra forma: su habilidad para trasmitir sentimientos sin que la expresión poética se resienta. Lo escribe Marcel Proust en la cita que inicia la primera parte: “…tener un cuerpo es la gran amenaza para el espíritu”. No es un préstamo gratuito, más bien nos anticipa esa tensión. Los poemas que se recogen en Nostalgia armada se mueven en ese terreno fronterizo, aquel que separa lo cálido y lo gélido, entre la cercanía y lo que queda a lo lejos. Es lo que Gonzalo Hidalgo Bayal llamaba objetivación de la tristeza (una tristeza serena, desde un romanticismo sin exaltaciones, de raigambre clásica). Ahí reside uno de los hallazgos a los que aludíamos anteriormente. Lo que habita en el poema ya no se observa sólo con ojos perplejos, sino de una manera casi críptica, simbólica, oscura. Todo lo que interviene (desde un mes de mayo en noviembre, hasta una amazona griega en un tiovivo) es un territorio inexpugnable. Un lugar, en definitiva, infranqueable. Por eso tiende a la correspondencia: lo exterior se confunde con lo interior, y viceversa. Interiorizar lo externo significa acercarnos a su esencia, aunque a veces se revele de una manera cruda, violenta: “la certeza más fría:/ sé que nada me importa algunas veces”. Esos terrenos inexpugnables generan cierto poso de derrota, de frustración, de amargura. Es la nostalgia de lo que no ha sucedido, o de esas palabras que no existen al no poder ser nombradas. De ahí también la soledad que provoca (“la ventana/ me reflejó esa tarde hablando sola”) o la amenaza que conlleva el aislamiento (“al final me he perdido: ya no soy nada”). Por eso, a veces, se busca lo que aún no está contaminado, lo auténtico, como la mirada de un niño en el estupendo poema “Lejos del cielo”.
Podríamos añadir, finalmente, los dos motores que hacen caminar al libro: la incertidumbre y la duda. Ese no saber que actúa, en ocasiones, como premonición. Poemas como “Mapas y hombres” o “Amanecer de la muchacha muerta” dan buena cuenta de ello. Una duda casi ciega, que se mueve en lo oscuro, en la grieta. Como escribe en su poema “La pureza”: “Al fondo del salón hay una puerta/ que no debéis abrir. Pero mirarla/ tuerce la voluntad hacia lo oscuro”. Tres versos, dicho sea de paso, que funcionan perfectamente como una poética.
Todo ello configura la geografía emocional y política de un libro necesario, escrito sin estridencias. Meditativo a pesar de la violencia que genera una nostalgia armada. Una épica sentimental, en palabras de Juan Manuel Macías. Con libros como este aún no es necesario armarnos de nostalgia.
Álex Chico
Blog Isla de Elca
La obra de Proust está llena de rincones del sentimiento. Su obra «En busca del tiempo perdido» es un poema en prosa, es un verso continuado, un sólo verso.
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