Costas de las Islas Orcadas | Foto: WikiMedia Commons

La curación de lo lejano

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Costa de las Islas Orcadas | Foto: WikiMedia Commons

Todos tenemos placeres y vicios de los que es mejor no hablar fuerte. Filias que en algún momento de descuido nos han llevado a situaciones de las que, en el mejor de lo casos, nos avergonzamos, mientras que en el peor resultaron en relaciones rotas, empleos perdidos o reputaciones manchadas. Es una pena mayor cuando eso ocurre, pero tampoco es algo de lo que nadie pueda recuperarse con el tiempo y un poco de reflexión. Pero ese es un privilegio al que no todos tienen acceso, ya sea por su carácter, el entorno, historia familiar o incluso predisposición genética. Puede que todo eso junto y otro tanto más. La pena por las caídas y debilidades propias puede llegar a ser demasiado aplastante, capaz de degenerar en un autodesprecio de acero y fuego que hunde en los fangos de la miseria, uno que se alimenta del mismo veneno del que se intenta escapar.

Volcano

Amy Liptrot lo sufrió de esa manera con el alcohol, y en sus momentos de más profunda bajeza estuvo cerca de entregar el alma en algún canalón londinense. La salvaron la soledad de las aguas del Norte y ciertas maneras salvajes y libres, casi atávicas, de su personalidad. Hija de un matrimonio inglés trasladado a las Islas Orcadas, allá más arriba de Escocia, entre las olas y las estrellas, su nacimiento coincidió con un intenso ataque de histeria maniática en su padre, un hombre que ya arrastraba cierto historial, y precedió el lento pero seguro refugio de su madre en una corriente extrema del cristianismo años después. La suya ha sido una vida entre lo cosmopolita y lo silvestre, tejida por los castigos del alcoholismo, pero descrita con una honestidad tan brutal como hermosa en su memoria En islas extremas, publicada en 2017 por Volcano, pero que no está de más recordar hoy.

Ya desde pequeña, en su conducta y en sus intereses, Liptrot mostraba las señales de su atracción por los extremos; en sus juegos secretos sobre tejados y brincando desde las vigas, en las tareas por hacer en la granja de los padres. La moldearon el balido de las ovejas y el trino de los pájaros atlánticos, los flujos misteriosos de la familia y la sangre, los caprichos de los vientos y las mareas que bañan a las Orcadas, ese archipiélago, dicen, que se formó junto con las islas Shetland y las Feroe luego de que la serpiente gigante Mester Muckle Stoorworm perdiera sus dientes tras ser asesinada por el héroe Assipattle. Su cuerpo entibiecido formaría Islandia más tarde. Mitologías y folclore que en su violencia codifican la naturaleza del paisaje y de la clase de gente que lo puede habitar. Pero a pesar de haber nacido en Kirkwall, el más grande de los pueblos en las Orcadas, su condición de hija de extranjeros no la abandonó nunca. Alta y delgada, se diferenciaba bastante de los orcadianos, bajos y robustos como sus casas de campo.

De la misma forma en que fue una de las primeras entre su grupo de amigos en descubrir el alcohol durante la adolescencia, fue también quien más se le entregó en cuerpo y espíritu. Eso, que tal vez comenzó como una aventura más de primera juventud, con el tiempo pasó a ser su cruz negra. Pero no había lugar en ese entonces para preocuparse por tales asuntos; la vida en las islas le aburría, los prospectos de la granja la destrozaban. Sus sueños estaban en las luces de las grandes ciudades. En Londres, aquel monstruo bello. Pero una vez que se encontró fuera, durante los años de estudiante, no pudo dejar de pensar a diario en aquella granja sobre las piedras, su hogar entre las aguas. Un breve regreso nostálgico a casa la sumió en trabajillos desastrosos. Tramas nocivas para las sensibilidades de una mujer de su temple que la convencieron de marchar a la capital del Reino. Su intención era no volver jamás.

Es aquí donde se marca la diferencia entre el libro de Liptrot y otros que pertenecen a la misma tradición, tan británica, de literatura y naturaleza con tintes biográficos. Pues, aunque escribe a detalle sobre la cultura, flora y fauna de las Orcadas, lo hace al momento en que habla sin reserva alguna de su propia vergüenza: la historia fallida en Londres, el alcoholismo que la llevó a perder trabajos, pareja, reputación, la decencia y casi la vida. Es muy complicado leer estas confesiones sin sentir lástima y pena, incluso rabia, por la condición tan despreciable en la que ella misma, consciente de sus talentos y valía, pero cegada por sus propios fantasmas, se hundió.

Pero algo al fin la convenció de intentar salir de ese pozo y volver una vez más a las Orcadas, donde era posible que en el aislamiento y en el frío pudiera encontrar una salvación. Estas son las secciones más logradas de su historia, llenas de imágenes casi cinematográficas, como la escuela abandonada años antes por alumnos y profesores, pero habitada por las ovejas, o los ciervos que nadaron un kilómetro y medio entre las islas Faray y Eday, o la visión de una nube noctilucente, brillante como una cama de diamantes, durante la caza nocturna de un Rey de las Codornices, un ave tan elusiva que, de no ser por las pruebas fotográficas, se pensaría es una leyenda.

Las comparaciones siempre son groseras y duele hacerlas. Pero es verdad que algunos puntos de la lectura recuerdan un poco a The Island, un librito escrito por el ornitólogo galés Ronald Lockley en el que cuenta los años de esmero en los que su primera esposa y él fueron los habitantes únicos de Skokholm, una roca al suroeste de Gales en la que, en 1933, Lockley fundó el primer observatorio de aves del Reino Unido. Es difícil saber dónde están las similitudes, pero ahí están. Puede ser la manera como Liptrot describe el ecosistema de la Orcadas, la atmósfera que cuelga sobre ellas. O tal vez en su creciente apreciación por el universo que la rodea. Puede ser tan solo la sensación de vastedad y soledad, los azotes del viento y el desorden de los pájaros en el cielo.

Las islas tienen sus maneras de moldear a la gente y los animales. También la lejanía, la luz baja y suave, encuentra como extender sus influencias a lo largo de generaciones. «La energía de las olas que se desplaza por el océano», escribe Liptrot, «se transforma en ruido, calor y vibraciones, que son asimilados por la tierra y pasan de generación en generación». El placer que ella encontró en el nado libre por las aguas frías, esos chapuzones contundentes a temperaturas brutas que a muchos nos causarían un colapso respiratorio, confirman su pertenencia a un mundo reducido y privado. Una raza aparte. Recuerda también a aquel otro personaje, el pastor Sverri Steinholm, a quien le gusta practicar trail running en las Feroe, esa otra colección de islas que nacieron también de los colmillos de la serpiente Stoorworm. Tal vez ambos comparten un poco del ADN de ese dragón mítico y ancestral.

Al final uno siente alivio en que Amy Liptrot encontró salud y tranquilidad. Aún no ha publicado un segundo libro, pero se mantiene activa escribiendo artículos y blogs, allá arriba en las Orcadas. Más alivio, debe decirse, al leer la traducción de María Fernández Ruiz, pues de otra manera las sutilezas personales que hacen esta memoria tan exitosa se hubieran extraviado. Al igual que otros títulos de Volcano, la edición ha resultado en un libro muy atractivo que se ve muy bien en la biblioteca personal, junto con otros autores liternaturarios como Philip Hoare, Rachel Carson o Robert McFarlane.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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