«Hay que controlar el placer de causar dolor.»
Aun reconociendo la variabilidad e infinitas posibilidades que pueden darse en el campo de las relaciones humanas, es difÃcil recuperarse del desconcierto que se sufre cuando alguien a quien creemos conocer responde de forma inesperada, o justo lo contrario de lo que esperábamos, en una situación determinada encuadrada en la más anodina habitualidad; esa circunstancia, aparte de la incomodidad que provoca, obliga, a menudo, a replantear la relación que se sostiene con el otro o, incluso, a descomponerla: el cambio de las coordenadas en las que se incribe deja fuera de lugar y sin referente cualquier especulación sobre conductas futuras, y ese desequilibrio puede llegar a ser insoportable.
«Ã‰l siguió con la mirada baja. HabÃa ganado y perdido y su expresión desdichada se debatÃa por soportar ambas cosas. Se encogió de hombros, pero muy levemente, fue casi solo un crispamiento, como si a mitad del gesto hubiera comprendido la actitud cobarde a la que le habÃa llevado la noche. Precisamente asà lo recordarÃa ella casi siempre, incluso más tarde cuando lo viera, cuando hiciera el amor con él (aunque solo otra vez) no verÃa la expresión casi descompuesta de su rostro al mirarla, sino aquel rostro tal como lo estaba viendo en aquel momento, con la mirada baja y sus anchos hombros en su encogimiento interrumpido.»
Tal vez exista una situación peor que la de estar solo: estar hueco, no sentir odio ni amor por nada, no desear ni rechazar, dejarse llevar por el viento de la existencia sin ofrecer oposición alguna, transitar entre el éxito y el fracaso como quien circula por una vÃa muerta, revolcarse en la ignorancia salvadora, dejarse abrazar por la indiferencia hasta que llegue un inesperado momento de lucidez que ponga de manifiesto, ante la insobornable conciencia, el balance de pérdidas ya irrecuperables; entre estas, todas aquellas personas que pudimos ser y no fuimos, todas aquellas vidas que se perdieron, arrastradas en el sumidero de las oportunidades malgastadas cuando se dejó pasar la ocasión de tomar una decisión.
«Encendió un cigarrillo. Holly se acercó y cogió uno de la cajetilla. Miranda cerró los ojos sin mirarla, fumó y sintió el frÃo amargo del engaño. Holly volvió a la cama, hablando en la ignorancia de la mentira, y Miranda escuchaba y respondÃa, tensa por las muchas Mirandas distintas que era: la Miranda que estaba ahora con Holly y la que habÃa hecho el amor con Brian (follado; follado; estaba disgustada) y la que no deseaba hacer el amor con Brian (f…); y por debajo y entre todas aquellas quizá hubiera otras dos Mirandas, y de pronto estuvo a punto de de echarse a llorar al recordar septiembre y octubre, cuando tenÃa miedo pero era solo una Miranda Jones.»
No es cierto que se pueda pasar del amor al odio sin recorrer un camino intermedio —cuya longitud depende no tanto del amor que se va perdiendo como de la intensidad del odio que crece y de la capacidad o la intención de aflojar las riendas que lo contienen o dejarlo cabalgar sin cortapisas— en el que uno va sustituyendo al otro. Tampoco es cierto que uno sea función de su opuesto, que se igualen en razón de una fórmula de suma cero porque, a pesar de no poder controlar las magnitudes, el odio, que no siempre es reactivo, sà que puede mantenerse con la intensidad deseada.
«Como marido primero y después como marido adúltero habÃa asumido que su necesidad de una mujer era tan carnal como espiritual. Pero el celibato era muy fácil. Cuando pensaba en una mujer, la imaginaba bebiendo con él, cenando. Asà que cuando más necesitaba a una mujer, quizá el único momento en que la necesitaba, era aquel; y todos los motivos del final de su matrimonio resultaba remotos, borrosos, y se preguntaba si la única razón de que estuviera solo no serÃa una misoginia que nunca habÃa reconocido: que ni siquiera deseaba a una mujer más que al terminar el dÃa y que habÃa soportado todas las demás horas de presencia femenina solo para tener su consuelo cuando las manecillas del reloj marcaban las horas finales del dÃa.»
La repetición de errores no previene contra nuevas caÃdas en ellos. La experiencia es una ficción a la que se carga la responsabilidad de un aprendizaje que solo existe en nuestra imaginación en su intento de identificar capacitación y progreso. Un dolor nuevo no tiene por qué ser más lacerante que un viejo y conocido dolor.
Es posible que la excepcionalidad prepare a los mecanismos de alerta para que cumplan con su misión defensiva, pero del mismo modo que los accidentes más graves suelen suceder en las situaciones en apariencia más controladas, los peores enfrentamientos, los más sangrientos, los más inevitables, se producen dentro del cÃrculo de conocidos; la familia parece un terreno abonado para ello.
Algunos hechos tienen la particularidad de detener el tiempo, de congelar las vidas de los que participan en ellos como si su complejidad requiriera un replanteamiento a fondo de la de la situación desencadenada, un nuevo proyecto que solo pudiera formarse fuera de la corriente del tiempo para que nada modificara la situación desencadenante.
«Ella le estaba abrazando ahora, le deseaba y él deseó poder hacer el amor con ella, pero le era imposible. Vio a Frank y a Mary Ann haciendo el amor en la cama de ella, con los ojos cerrados, con sus cuerpos morenos y olor a mar; la otra chica no tenÃa rostro, ni cuerpo, pero la sentÃa dormida ahora; y era Frank y Strout, ambos con los rostros vivos; vio las hojas rojizas y amarillentas cayendo a tierra, luego la nieve: cayendo y congelándose y cayendo; y, abrazando a Ruth, con la mejilla sobre su pecho, se estremeció con un sollozo que ahogó en el corazón.»
Algunas veces, un solo momento, un instante súbito, un suceso inesperado, es capaz de resumir, en su inaplazable inmediatez, toda una vida. No se trata tanto de esa percepción —se habla de pelÃcula— que dicen que se experimenta en los instantes anteriores a la muerte, sino de un paquete de información simultánea que se manifiesta toda a la vez, y que no tiene por qué poseer un carácter contingente aunque sà relacional: no se puede especular que tenga efecto alguno sobre la conducta actual ni que esta se ejecute en función de esa percepción, pero es evidente que queda añadida al recuerdo del sujeto y asociada de forma indeleble a la realidad del momento de tal forma que esa ligazón puede convertir en asumibles ciertas consecuencias inaceptables en cualquier otra coyuntura.
«â€”Cretino— le dijo; y entonces él le dio un puñetazo, advirtiendo la expresión de sorpresa y dolor y que se disponÃa a decir algo; pero la golpeó sin darle tiempo a hablar; y luego, cuando ya solo gemÃa, volvió a golpearla una y otra vez, aguantándola con la mano izquierda por el anorak, apelotonado y retorcido; cuando la soltó, se cayó de bruces. Empezó entonces a darle patadas en el costado. SabÃa que debÃa parar pero no podÃa. Mientras seguÃa golpeándola, la vio desnuda en la cama de su habitación. Era esbelta. Cuando hacÃan el amor gemÃa y jadeaba. A veces el orgasmo era tan intenso que gritaba. Dejó de darle patadas. Supo que habÃa muerto mientras la golpeaba. Lo supo por algo que notó en el silencio de la noche y la forma en que su cuerpo recibÃa la bota al golpearla.»
La distancia entre nuestros deseos y aquello que acabamos obteniendo es incalculable cuando el proceso de adquisición ha terminado. Los planes de futuro, con independencia de la convicción con que los formulemos, acaban no representando más que proposiciones azarosas con tan pocas posibilidades de cumplimiento como aquellas que no se han tomado en consideración, y el mecanismo mediante el cual se desgrana la serie de decisiones encadenadas destinadas a cumplir un objetivo tan imprevisible que, ni cuando se fija este ni cuando, una vez alcanzado, se analiza el proceso, se es capaz de rastrearlo.
«Porque aquella no era la verdadera razón de que él no quisiera tener otro hijo; tal vez él lo creyera, pero no lo era. Asà que, aunque ella le explicara lo fácil que serÃa, seguirÃa negándose. Porque, lo supiera o no, se estaba reservando. VivÃa como deseaba: el horario de clases le dejaba las mañanas libres; tenÃa que preparar las clases, pero enseñaba novelas que conocÃa bien y solo tenÃa que mirarlas por encima; tenÃa los veranos libres, tenÃa un amigo, Jack Linhart, con quien hablar, leer, correr; tenÃa una mujer y una hija a las que amaba, y ahora lo único que deseaba era escribir mejor que hasta entonces, y era para eso para lo que se reservaba. Nunca habÃan hablado de todo eso, aunque ella lo sabÃa; sentÃa casi lo mismo de su propia vida; pero deseaba un hijo. Asà que habÃa esperado que él vendiera su novela, sabiendo que serÃa un perÃodo de júbilo y vigor para él, sin la espantosa fatiga y el aislamiento de su trabajo, y que en aquel estado de ánimo le darÃa un hijo. Y entonces tuvo que volver a esperar.»
Puede que la venganza sea un plato que deba servirse frÃo, y que sea de este modo cómo alcanza su efecto más duradero; sin embargo, puede darse el caso de que sea más indigesto para el cocinero que para el comensal. No se pueden resolver ecuaciones diferenciales mediante sumas y restas, no existen soluciones simples para problemas complejos, y devolver golpe por golpe no tiene por qué ser la opción más inteligente —no siquiera la más efectiva—, y menos todavÃa cuando ese movimiento, debido a la situación previa de las piezas en la partida, no provoca en el adversario el mismo daño que significó para el antagonista.
Algunos sentimientos se mueven entre el deseo de experimentarlos y una especie de inaccesibilidad relativa a su posesión. Son tan huidizos que solo son posibles cuando se persiguen, mientras que desaparecen justo cuando se está a punto de poseerlos. El amor es uno de los que muestra esta caracterÃstica: no recompensa tanto el hecho de amar a alguien como la sensación que experimentamos cuando estamos enamorados, sensación que caduca cuando alcanzamos el objeto de nuestro deseo. Teniendo en cuenta este hecho, ¿cuál es el precio que estarÃamos dispuestos a pagar por renovar esa sensación? ¿SerÃamos capaces de echar por la borda todos los elementos que nos ofrecen estabilidad para volver a sentirla? ¿Y aun sabiendo cuál será el final?
«Desde aquel verano de hace tres años siente con él, al volver de estar como una amante, diversas emociones que parecen independientes: venganza, cariño, fatiga y a veces la extraña y pavorosa lascivia del pecado colusorio. A veces ha sentido también vergüenza.»
Adulterio es una antologÃa de relatos del escritor de narrativa corta y ensayista Andre Jules Dubus II, que fueron publicados originariamente entre 1975 y 1980 en varias recopilaciones; todos ellos tienen que ver, en principio, con las dificultades en las relaciones humanas, en especial en los vÃnculos de pareja, provocadas por la fragilidad progresiva de unas uniones que, a medida que han ido perdiendo su carácter utilitario, desaparecen al primer contratiempo, a menudo de forma violenta. Protagonista de una vida sentimental accidentada, es posible que Dubus reflejara en sus relatos parte de sus experiencias personales en las dificultosas relaciones con sus tres esposas.
Aparatos de televisión permanentemente abiertos, sofás ahormados por las interminables horas de uso, desayunos grasientos y botellas de cerveza, vasos en los que se ha fundido el hielo que debÃa enfriar un whisky desaparecido hace tiempo; ropa sucia tirada por el suelo y colillas a medio fumar depositadas en ceniceros rebosantes. Una de las infinitas caras B del American Way of Life. Un sorprendente y maravilloso conjunto de relatos oportunamente rescatados de esa mina inagotable que es la narrativa corta norteamericana.