Andrés Ibáñez | Foto: Amaya Aznar | Galaxia Gutenberg

La duquesa ciervo

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Andrés Ibáñez | Foto: Amaya Aznar | Galaxia Gutenberg

Uno lee torres, espadas, magos, dragones y toda la magia y la inocencia del mundo de las caballerías, y se siente tentado a pensar en que la narración aprovecha el reflujo de El señor de los anillos. Cuando lo que caracteriza a la obra de Tolkien es, precisamente, el salirse del mundo de las caballerías, con sus dragones más puros y sus encantamientos tan sencillos como el de una mujer que se transforma en ciervo. La duquesa que es ciervo no nos remite a un libro como El señor de los anillos, tan mal leído después de la horrorosa adaptación al cine, porque se trataba, en buena medida, de la primera gran reivindicación ecológica de la literatura, y ahora es una sucesión de monstruos. Nos remite a Ovidio. Porque hasta él tenemos que remontarnos durante la lectura de La duquesa ciervo. Las metamorfosis, frecuentes, en este relato, homenaje a la literatura de magos y espadas, son de carácter metafórico. La magia no está tanto en que un personaje se transforme en un gorrión, como en que sea un gorrión el ave elegida. O un águila. Las connotaciones de cada animal pertenecen al mundo de la fábula. De ahí que Andrés Ibáñez (Madrid, 1960) no precise extenderse en explicaciones.

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En la columna de agradecimientos, Ibáñez nos da cuenta de las lecturas que le han influido: sobre druidas, sobre vikingos y sobre las leyendas británicas. Y las obras que le empujaron al mundo medieval, donde las salamandras sobrevivían en las hogueras y el unicornio no es un caballo con una prótesis en la frente, sino un animal que comparte las virtudes de los ciervos en las fábulas y en los cuentos clásicos. Pero la lectura nos hace inevitable recordar alguna otra novela. Uno piensa, precisamente, en El unicornio, de Manuel Mújica Laínez, con quien comparte no solo buena parte del mundo clásico del misterio medieval, sino la prosa, el gusto por encontrar algo estético, incluso dulce, en una época famosa por su oscurantismo y su brutalidad. Como Mújica Laínez, Ibáñez no tiene prisa por escribir, por describir, por darnos a conocer el mundo. Como el autor argentino, disfruta demasiado escribiendo, y sabe transmitir ese deleite, como para preocuparse por la larga distancia que adquiere cada una de sus novelas y si podría decirse lo mismo con menos palabras: no, no podría, porque no sería la obra de un esteta, y escribe para quienes disfrutan leyendo. Y también se viene a la cabeza Ursula K. Leguin, no solo por su ciclo de Terramar. También por la introducción de un elemento de ciencia ficción, que define la luz, la eternidad y la pureza, y se sostiene en el aire. Ursula K. Leguin consiguió que el agua y el aceite de la literatura de fantasía y la de ciencia ficción se mezclaran. Es posible que Ibáñez no haya leído estas obras, pero es probable, tratándose de un escritor que es capaz de leerse un océano.

Por otra parte, Ibáñez es fiel a los cuentos clásicos. Los druidas son sabios, hombres que han vivido. Pero los protagonistas de la literatura celta, por ejemplo, no son los druidas, sino sus aprendices. Se trata de Bildugsroman, un término no acuñado cuando la literatura era oral y al calor del fuego:

“La magia, según me explicó el Tatuado, es la capacidad de ver, la capacidad de asombrarse y la capacidad de hacer, y todos los que hacen algo, sea un poema o sea un zapato, participan de alguna forma de la magia, alta o baja”.

El narrador, es fácil adivinar, es el aprendiz de druida. Este joven, sin apenas experiencia ni en la magia ni en la vida, que vienen a ser casi lo mismo en la novela, se interna en tierras arrasadas por bárbaros formando parte de una extraña comunidad, como lo era La Comunidad del Anillo en el libro de Tolkien, no elegida por sus méritos en batalla. Pero antes Ibáñez nos ha enseñado el mundo de las metamorfosis. Hay unas frases claves que se enuncian para designar el objetivo que debe proteger dicha comunidad, unas frases que son, por efecto de contradicción, una declaración de principios literarios de Andrés Ibáñez, empeñado en hacer de cada obra una marea distinta, pero siempre una gran marea, en ocasiones, sobre todo en las primeras novelas, tal vez demasiado grande. Dictamos:

“Sólo en el corazón del hombre arde una llama pequeña y escondida que desea ser libre. Hemos de apagar para siempre esa llama. Debe ser destruida y el hombre sojuzgado. Es necesario matar esa luz de la conciencia que crea en un vulgar animal la sensación de ser un individuo único y distinto de todos. La imaginación del hombre es la lepra del mundo. Lo que la ayuda, el amor, la soledad, la memoria, la música, el arte, han de ser erradicados y rendidos. Vivir es vivir con cadenas”.

Sea pues. Esto se llama hipérbole y ya sabemos que quiere decir exactamente lo contrario de lo que enuncia.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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