Morrissey | Foto: Facebook Official Morrissey

Autobiography y otros clásicos

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Los Sparks tienen una canción llamada Lighten up, Morrisey en la que el narrador le pide a Morrissey que afloje un poco y deje de ser tan perfecto y tan ingenioso, porque la chica del narrador es fan del cantante de los Smiths y el narrador tiene la impresión de salir perdiendo en las comparaciones. Es una canción muy chistosa por la forma en que caricaturiza nuestra tendencia a idealizar a estrellas del pop-rock pese a los numerosos indicios de que la mayoría de ellas son un poco impresentables.

Sirve de ejemplo la última trastada del propio Morrissey: empeñarse en publicar su libro de memorias Autobiograhy en la colección Penguin Classics. Vete a saber cómo fueron en realidad las negociaciones pero, si nos hemos de fiar de la prensa, los editores del pingüino habrían preferido sacar esa autobiografía en una colección en la que encajase, pero el cantante amenazó con rescindir el contrato si no le hacían un rinconcito ahí junto a Mark Twain y Gustave Flaubert.

La bajada de pantalones de Penguin Books dio pie a numerosas reflexiones sobre la literatura y el negocio editorial. No es sólo que el libro sea flojo ni que seguramente lo haya escrito un negro, es más que nada que etiquetarlo como clásico es un poco como cargarse una palabra que, si bien ya era bastante polisémica, no solía todavía incluir autobiografías de cantantes de pop-rock ochentero.

Imagino que hubo un tiempo en que sólo era clásico lo propio de la Grecia clásica y la Roma clásica, pero luego a medida que nos adentrábamos en el futuro fuimos aceptando como clásicas las grandes obras de cada periodo, las que perduraban en el imaginario colectivo, y el clasicismo empezó a perseguir a la modernidad hasta casi pisarle los talones. Los clásicos del cine incluyen ya por lo menos todas las películas que sean en blanco en negro, las emisoras de rock clásico suelen haberse plantado en los 70, los aficionados al balompié llaman clásico a cualquier partido entre el Madrid y el Barça.

En literatura nadie duda que habrá unos cuantos autores contemporáneos que tarde o temprano serán considerados clásicos, pero el protocolo habitual era esperar por lo menos a que murieran antes de clasificarlos como tales. David Foster Wallace, por ejemplo, apuesto a que llegará el día en que colará como clásico, pero aún no porque su cadáver todavía está tibio.

Penguin Classics
Penguin Classics

Al poner la obra de Morrissey al lado de la de pesos pesados como Homero, Herman Melville, Joseph Conrad o Karl Marx, se presta a comparaciones que pueden ser un poco desafortunadas, como en la canción de los Sparks. No cuesta mucho imaginarse a Morrisey cantando ahora Lighten up, Charles Dickens o Lighten up, Victor Hugo. Y podríamos llenar páginas enumerando las diferencias más o menos sutiles que separan al cantante de los Smiths de sus compañeros de colección, pero la más conspicua sigue siendo que él todavía ejecuta funciones vitales como respirar, alimentarse (aunque sólo sea de legumbres y ensaladas), excretar, moverse, relacionarse, y, lo más interesante desde el punto de vista editorial, generar un volumen de negocio gigantesco, el equivalente inglés y sofisticado de lo que en España serían las memorias de Belén Esteban.

El ruido de vestiduras rasgándose se oyó de lejos, las burlas de los aficionados a leer los clásicos de verdad fueron inclementes, no quieran ustedes ni imaginarse lo afilado de las puyas de los fans de Oscar Wilde. La indignación llegó a unas cuotas dignas de causas con más repercusión en el mundo real.

Hay bastante consenso en que lo de Morrissey en Penguin Classics fue un crimen, sí, pero ojo, creo que vale la pena fijarse en que ha sido un crimen sin víctimas. ¿Alguien se ha visto perjudicado? Morrissey y los editores no, desde luego. El libro habría vendido bien en cualquier colección, pero seguramente en Penguin Classics se está vendiendo todavía mejor porque es tan chistoso que esté ahí que no somos pocos los que nos divierte hablar de ello, dando lugar a lo que los expertos en marketing conocen como publicidad gratis.

Según algunos críticos, puede que el prestigio del autor no se vea perjudicado, pero el prestigio de la colección ha recibido una estocada mortal. Y lo de esta estocada mortal suena muy dramático pero no parece tener ninguna consecuencia negativa en la vida de los lectores ni de los editores. Por no hablar ya de la posibilidad de que el asunto llegase a perturbar el merecido descanso de los otros autores de la colección, que también se ha escrito mucho sobre la hipótesis de que estén revolviéndose en sus tumbas con tal inquietud que podríamos conectarlos a generadores eléctricos y solucionar los problemas de abastecimiento energético de las próximas cuatro generaciones. ¿Acaso la obra de Shakespeare no es lo suficientemente sólida como para no sentirse mancillada por otros libros con los que tenga que compartir estantería? Las memorias de Morrissey empiezan diciendo “Mi infancia son calles sobre calles sobre calles. Calles para definirte y calles para confinarte, sin señal de carretera, autopista o autovía”; pero dudo que las carreras de Tolstoi y Proust se vean perjudicadas por ello, es más, puede que incluso aumenten sus ventas a rebufo de la polémica.

Seamos honestos: la broma de Morrissey podría incluso ser intencionada. Aunque sea una estrella del pop-rock, creo que es lo suficientemente listo para ver diferencias entre su prosa y la de Fiódor Dostoievski. En los ochenta se ponía ramos de flores en el culo y salía con ellos a los escenarios a cantar estupendas canciones sobre luces que nunca se apagaban. Quizá ahora tampoco le importa arriesgarse a hacer un poco el ridículo para atraer la atención de los medios, vender libros como churros, y, ya puestos, reflejar parte de esa atención hacia las grandes joyas de la literatura universal. Fuese esa su idea o no, está claro que el asunto ha servido para que nos acordemos un poco del inmenso patrimonio literario de la humanidad, de todas esas obras imprescindibles que muchos no tendremos tiempo de leer, porque son muchas, incluso si nos ponemos estrictos y contamos sólo las que ya han pasado por el filtro del tiempo.

Xavier Águeda

Xavier Àgueda (Barcelona, 1979) es ingeniero de formación, profesor de
profesión y dibujante de cómics para pasar el rato. Es autor de 'El
Listo', de 'El gran libro de la cinefilia' y de algunos libros de
texto de la ESO. Colabora también con La Directa, el TMEO, El
Estafador y la Cadena Ser.

8 Comentarios

  1. Me resistía a considerar el absurdo dogmático de que los ingenieros ni podían, ni debían escribir. Gracias a Águeda por dejármelo claro.

  2. La polémica entre «la alta cultura» y la «cultura popular» tiene que ver con el egocentrismo de los intelectuales académicos occidentales, algunos haciendo «periodismo»

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